Atilio Caballero: Hank, fragmentos de la novela inédita Luz de gas

Atilio Caballero (Cienfuegos, 1958) Escritor, poeta, y traductor. Ha publicado: El azar y la cuerda (1996), La última playa (Premio UNEAC, 1998), Naturaleza muerta con abejas (1999), Tarántula (2000).
Vive en Cuba.

Publicado originalmente en Cacharro(s)

Solo puedes decir que has llegado a las montañas cuando dejas de escuchar, o lo que es lo mismo, cuando descubres el silencio. Antes son gigantes azules, lejanos e inmóviles contra el cielo azul, repetitivos e indiferentes al ruido del motor, a las voces y a los gritos, una percepción de lo visible inalcanzable o un equívoco constante que sin embargo te hace pensar: de un momento a otro podré tirarme del camión, correr hasta el tope. Y tocarlas. Continúas subiendo, como yo con mi Bucéfalo por esta ladera para verte mejor, y aunque el ruido se mantiene (es el ruido tesonero de un motor que escala) desaparecen la algarabía y los gritos a tu alrededor, enmudecidos por la sensación de inminencia y la resonancia creciente de tu propia voz. Pero ese instante que anhelas desde hace horas no parece llegar nunca, como si aquello no fuera más que un agradable espejismo... hasta que de repente, sientes el silencio. Lo sientes. Con todo tu cuerpo. Solo entonces logras comprender que has llegado donde querías. Guamuhaya, lindo nombre... Y esta conjunción de silencio y calma absoluta, junto a la sorpresa de encontrarte finalmente ahí, pueden hacer cambiar tu centro de percepción...

Tal vez por eso Spider concentraba la atención en la mirada, más que en el oído o en el tacto, aunque sin poder distinguir aún con claridad los infinitos matices del verde, la peligrosa ondulación de los barrancos, las manchas de sombra en las laderas. Aquí reconoces el fondo, y también la soledad, pensó. Sobre todo la soledad. No hay nadie, crees que no hay nadie..., no escuchas otra cosa que no sea el viento o el canto de algún pájaro, aunque sientes que estás rodeado: una soledad sonora. Y si resbalas puedes morir. Solo. Como un perro. Ya lo sabes...

Al igual que Spider, también Afónico y el Loco tenían -y callaban- la misma sensación ante aquel panorama deslumbrante y sobrecogedor, silenciosos a la orilla de un camino que sin embargo debían abandonar lo más rápido posible. Mientras menos fueran vistos, mejor; así podrían evitar preguntas o miradas inconvenientes. Pero antes era preciso orientarse: aunque visitaban con frecuencia las montañas, nunca habían estado en esta parte de la cordillera. Necesitaban llegar hasta un lugar cercano de este recodo del camino donde los había dejado el camión, un lugar donde la vegetación era tan tupida que el sol nunca tocaba la tierra. Por allí pasaba un arroyo al que iban las vacas a abrevar, y entre aquellos helechos gigantes, cagaban. Aún lloviendo poco, la humedad concentrada en esa cañada mantenía durante todo el año un frescor estable y propicio para la germinación sobre los excrementos. Su misión era encontrar aquél lugar.

Afónico sacó de un bolsillo de su pantalón una hoja de papel doblada en cuatro. Puso su mochila en el suelo y desplegó el papel sobre ella. Era el croquis de Sergio, intento de mapa, trazos reveladores de la locura del negro, que estimulado por su experiencia más reciente les había sugerido explorar hacia el sur para “encontrar el tesoro”, siempre evitando acercarse a Trinidad o a Cienfuegos pues no obstante ser temporada baja, corrían el riesgo de tropezarse con algún forastero extraviado en medio del bosque, y eso, lo sabían, arruinaría todo. El sur, más abrupto y menos turístico, quedaba fuera de esa “desagradable posibilidad”.

Las coordenadas en el mapa representaban un triángulo equilátero cuyo punto superior era Topes Descollantes, y los ángulos de la hipotenusa las dos ciudades a evitar. Las culebras dibujadas debían ser los ríos -ninguno en esa zona- que la delirante imaginación del alucinado cartógrafo aportaba a la topografía local, y en el centro aparecía una especie de paraguas con un ojo fulgurante encima. Un punto rojo señalaba el lugar donde debían quedarse en caso de subir por la ruta de Cuatro Vientos, y una flecha, también de color rojo, apuntaba desde allí directo al ojo.

Por aquí, derecho hasta la sombrilla, dijo Spider deslizando un dedo por encima de la flecha.

¿Y quién te dice que estamos en este mismo punto rojo?, ripostó Afónico.

Mi intuición, que nunca falla. El olfato de la araña.

El Loco ni siquiera había mirado el mapa. Paseaba su vista por las montañas vecinas, respiraba hondo, retenía el aire en sus pulmones hasta ponerse marrón y lo expulsaba luego en una bocanada sonora. Decía: “esto sí es vida, colegas, esto sí es vida”, acompañando cada frase, siempre la misma, con una muestra de su ejercicio respiratorio. Tanto Spider como Afónico eran conscientes de que al Loco le tenía sin cuidado saber si era éste el lugar indicado o cualquier otro: él se dejaba llevar, y allí, donde se detuvieran, estaba bien. Su única preocupación consistía en que las pausas fueran demasiado largas. Del mismo modo en que podía extasiarse y admirar hasta el mareo un lugar agradable para él, igual lo devoraba en unos minutos hasta saturarse. Entonces saltaba a otro, y luego al siguiente. Y así siempre.

Como Spider y Afónico no llegaban a un acuerdo en el rumbo a seguir, el Loco fue royendo el paisaje hasta consumirlo. Luego agarró su mochila y empezó a subir por donde primero le vino a la cabeza. Lo vieron perderse entre los arbustos, y unos minutos después, cuando volvió a aparecer, un poco más arriba. Con ello no pretendía que los otros dos fueran tras él, o que reconocieran que tenía razón. Él partía, sin rumbo fijo, y al rato podía regresar sobre sus pasos hasta el mismo lugar y emprender otro camino desde allí, sin esperar nada, como si la acción anterior nunca hubiese sucedido. Spider y Afónico lo miraban desde abajo, sin decidirse a seguirlo, cuando sintieron unos pasos. Al volverse se toparon, casi encima de ellos, con la figura de un hombre montado a caballo. El hombre y el caballo los miraban, en una quietud absoluta.

Vestía un pantalón negro y una camisa gris, del mismo tono oscuro que la piel del animal. Apenas se le veía el rostro, cubierto por un sombrero de guano negro. Parecía un hombre de campo aunque no llevara machete a la cintura, y en sus botas, negras también y de punta fina, relucían unos tachones plateados.

Spider se puso de pie y alzó tímidamente su mano derecha, pero el hombre no respondió. Los guajiros siempre saludan pensó Spider extrañado, y le preguntó si sabía cuál era el camino más corto para llegar a S. El hombre, inmutable y sin soltar las bridas, apenas levantó los brazos para señalar en la misma dirección por la que había comenzado a subir el Loco. Afónico le dio las gracias, dobló el mapa y lo guardó. El hombre movió la cabeza, fijó su mirada en el papel que desaparecía en un bolsillo de Afónico, y la dejó allí clavada, sin pestañear. Entonces pudieron ver que no era la sombra del guano lo que ocultaba su rostro, sino una barba oscura y espesa sobre una tez blanquísima y sin arrugas, una combinación que hacía aún más difícil definir su edad, ya de por sí imprecisa como la de todo hombre de campo. Por su constitución, delgada y fibrosa, parecía más joven; por el rostro y la mirada, entre los cincuenta y los setenta años.

De repente se hizo un silencio aún más profundo. No se oía ningún pájaro cantar, y el viento dejó de mover las hojas de los árboles. Spider y Afónico escucharon entonces un gruñido, algo gutural que parecía salir de las entrañas de la tierra, amplificado por ese repentino letargo. Fustigado o molesto por aquél sonido, el caballo relinchó mostrando unos dientes enormes y amarillos, levantó sus patas delanteras y las dejó caer con furia sobre un montículo de piedra que había junto a ellos. Vieron las chispas desprendidas por el roce de las herraduras contra la roca; vieron al Hombre del Caballo mover sus mandíbulas acompasadamente, como si rumiara un bocado desabrido y molesto que en algún momento tragaría. Ese movimiento provocaba el rechinar de dientes, el ronroneo pavoroso, mascado para él mismo.

Como el Hombre del Caballo no quitaba la vista de su pantalón, exactamente del lugar donde había guardado el pedazo de papel con las indicaciones de Sergio, al Afónico no se le ocurrió nada mejor que sacar de allí mismo un par de cigarros y ofrecérselos. El Hombre, imperturbable, entrechocaba los huesos dentro de la boca. Ni siquiera miró lo que Afónico le brindaba: mantenía los ojos fijos en el bolsillo del joven, al que de repente la figura de hombre y caballo se le asemejó a un monumento ecuestre. Sin saber exactamente por qué, el conjunto lo atemorizaba, y él, con el brazo suspendido en el aire y la mano abierta, no se atrevía a retirar de la presencia del otro los cigarros que un instante antes le había ofrecido, y que ahora lucían ridículos sobre su palma.

Este hombre está cataléptico, susurró Spider. Afónico cerró la mano, bajó lentamente el brazo hasta dejarlo colgando junto a su cuerpo y guardó los cigarros. Ninguno de los dos podía definir si esa quieta indiferencia era un gesto de altanería, la secuela de algún trauma o una mezcla de ambas cosas, aunque también podría ser el comportamiento típico de uno de esos lenguaraces guardabosques de la Forestal, presuntos reyes de sus presuntos territorios, investidos de un poder ficticio y que pretenden controlarlo todo en las montañas.

Afónico movió la cabeza en dirección al lugar indicado por el Hombre. “Desde arriba podremos orientarnos mejor”, dijo lo suficientemente alto como para que Spider lo oyera, viendo en la subida del Loco y en la indicación de aquél ser extraño una oportunidad para no darle al araña la razón. En realidad, a ambos le convenía que hubiera sido el otro quien señalara el rumbo a seguir: así sabrían a quien culpar en caso de extravío sin que dicha culpa cayera sobre ninguno de ellos dos. Sin esperar a que el otro repitiera su propuesta, Spider agarró su mochila y arrancó a correr detrás del Loco.

Al Afónico toda competencia le parecía una estúpida demostración de fuerza. Y escalar montañas el colmo de la idiotez. ¿Cuál era el sentido?, se preguntaba. ¿Arriesgar el pellejo sólo para poder decir al final: yo subí hasta allí, o yo llegué primero? Las energías que se gastaban en subir una montaña bien podían ser empleadas en algo útil, menos peligroso, y con un fin práctico. Lo otro es vanidad, pensó mientras limpiaba el polvo de sus espejuelos con una esquina de la camisa, los volvía a colocar sobre sus ojos y se echaba la mochila a la espalda. De todas formas, tendría que subir. Además, aquella presencia frente a él lo inquietaba.

El Hombre del Caballo los vio perderse en la espesura. Luego, con un gesto apenas perceptible, rozó con sus espuelas los ijares de la bestia y se internó entre los arbustos.

Casi una hora después, al llegar a la cima, el Loco y Spider soltaron las mochilas, se quitaron las camisas y se sentaron sobre la hierba. Parecían más eufóricos que cansados, aunque tampoco para ellos era importante llegar antes o después, ni regocijarse por alcanzar un punto al parecer inaccesible que cinco minutos después de conquistado acabaría perdiendo su valor, cualquiera que este fuese -si es que lo tenía. El bienestar estaba en saberse finalmente allí, donde de momento no llegaría nadie más, donde después de ellos solo quedaba el cielo, y en la certeza de tener a sus pies en toda su amplitud y dispuesto para ser explorado, profanado o adorado, el territorio a descubrir.

Empezaba a caer la tarde, y los rayos del sol ya no bajaban verticales sobre sus cabezas. Más bien resbalaban por la piel, acariciándola casi, transversales por la hora. Los brazos, los hombros y el pecho del Loco estaban tatuados con diseños tribales, brazaletes indios y distintas versiones del Thunderbird, el pájaro sagrado de los sioux, símbolo de la felicidad infinita. Los dibujos maoríes azul intenso, casi negro, brillaban con el sudor, y las aves coloreadas de su pecho parecían volar cuando la luz del sol las rozaba. No se podía saber bien si los llevaba por ostentación, por simple placer estético o por conocimiento de causa, pero era evidente que los disfrutaba. Aunque la composición en su conjunto no era sino la suma de varios y diversos referentes, casi todos los diseños eran propios, y él, consciente de su singularidad, no podía ocultar que se sentía orgulloso de ellos. Ahora se deleitaba exponiéndolos y contemplándose bajo la suave luz del atardecer, viendo cómo relucían y contrastaban con el entorno los rojos escarlata en su piel, los azules cobalto, el amarillo de los brazaletes, las alas de los Thunderbird y los tribales prusia. Alrededor todo era una inmensa masa verde, con algunos matices más claros o pálidos, pero siempre verde y silenciosa. Tanta calma, tanta placidez y color uniforme resaltaban el anacronismo y la agresividad de aquellos dibujos. El hecho de saberlo hacía que los disfrutara aún más.

Spider miraba hacia otro lado. No le molestaban los tatuajes, pero tampoco quería ver nada que le recordara la ciudad. Mientras estaba en las montañas era como si esa otra parte de su vida no existiese, o fuese solo el recuerdo de una niñez remota entre paredes oscuras, gritos y ruido de autos. Para exorcizar esas imágenes enfangó a propósito su ropa y su mochila durante la subida y guardó en el fondo del bolso, envueltos en una bolsa de nylon, su reloj y el dinero de los tres. Así no podría verlos hasta el momento del regreso, y de paso, ponía los billetes a buen recaudo. Tratándose de dinero, con los otros dos nunca se estaba seguro. No era que se lo fuesen a robar, eso ni siquiera se le ocurría pensarlo, pero felizmente cualquiera de ellos podría regalarlo, botarlo, comérselo, usarlo para hacer fuego.

Media hora después llegó Afónico. Resopló, soltando sus bultos (un saco de lona verde y una mochila) y fue a sentarse entre el Loco y Spider. Se quitó los espejuelos, sacó un pañuelo y frotó los cristales. El Loco, acostado sobre la hierba, no se perdía ni uno solo de sus movimientos.

Afónico ni siquiera lo miró. Sabía que el Loco lo observaba, y que su único interés, a falta de mejores opciones, era llamar la atención sobre sus tatuajes. Volvió a ponerse los espejuelos, y sacó de la mochila una cantimplora con agua.

No sé para qué se apuran tanto, si de todas formas al final siempre tendrán que esperarme, dijo. Ninguno de ustedes sabe distinguir el bien del mal, les da igual comerse un plátano que una pomarrosa, y si no fuera por mí, hace rato estuvieran en el fondo de un barranco con tres varas de lengua afuera y la boca llena de hormigas. Por ignorantes o por glotones. O por las dos cosas... Además, mi mochila pesa más que la de ustedes… En cada mi, la voz del Afónico, con una inflexión, enfatizaba el posesivo.

Cállate ya y mira el paisaje, dijo Spider. Sólo por esto vale la pena haber subido hasta aquí.

Está bien. Pero la vista no me quita el hambre, respondió Afónico.

Prefiero el hambre al aburrimiento, ripostó el Loco.

Afónico los miró con cara de querer mandarlos al abismo que tenían a sus pies, pero no dijo nada. Encendió un cigarro y fumó, durante algunos minutos, en silencio. Luego se puso de pie, caminó hasta donde estaban sus bultos y se enganchó a la espalda el saco de lona verde y la mochila.

Bueno, andando. Hay que buscar la merienda.

Spider y el Loco se quedaron acostados en la hierba, rezongando. No querían moverse de allí. Pero si esperamos la puesta de sol después no veremos nada, protestó Afónico, y había que bajar y encontrar el rastro antes de que llegara la noche. Sabía que aquél no era el lugar que buscaban, pero estamos cerca, seguro, puedo oler ya la humedad, veo punticos blancos allá abajo; y por eso se te ha puesto la voz ronca, dijo el Loco; sí, igual que a tu madre cuando grita por la noche; cállense y miren, veo vacas, por allí puede haber algo, susurró Spider. Comenzó a lloviznar. “Ha llovido mucho por allá arriba en los últimos días”, dijo alguien en el camión cuando apenas comenzaban a subir. Para saberlo solo tenían que mirar el fango pegado a sus botas y la fuerza del agua al correr por las cañadas, pero ya llevaban dos días en la zona y aún no se habían tropezado con la lluvia. De todas formas se quedaron arriba para ver la puesta de sol tras la montaña de enfrente. Después, cuando empezó a oscurecer, combinando un poco de modorra con otro de precaución, bajaron por el lado opuesto al escogido para subir y se internaron en la parte más tupida del bosque. La inminencia de la lluvia sacaba los olores profundos de la tierra cubierta por una capa de humus esponjoso, una alfombra de hojas y cortezas de árboles podridas y apisonadas por el tiempo. Reconocer este olor dulce y agrio a la vez les devolvía la certeza y la alegría de encontrarse en el lugar deseado. A medida que se adentraban en la espesura los helechos eran cada vez mayores, de troncos gruesos y oscuros y ramas de un verde iridiscente que brillaban con el agua. Las hojas nervudas de la yagruma semejaban enormes guantes blancos dejados caer sobre la tierra húmeda.

Cuando la llovizna arreció buscaron un lugar donde refugiarse, hasta que en medio de un cafetal encontraron dos algarrobos muy viejos a juzgar por el ancho de sus troncos. Viendo que el ramaje entrelazado de ambas copas formaba sobre sus cabezas una frondosa cúpula protectora, decidieron guarecerse allí y esperar a que el agua amainara. (No sabían, sin embargo, que de noche el algarrobo recoge sus hojas. Es por eso que el café que crece bajo el diámetro de su follaje tiene un sabor especial: protegido de día por la sombra, recibe al oscurecer el rocío y la brisa nocturna.)

Se quedaron bajo los árboles y en silencio, viendo caer la lluvia. El sonido del agua al golpear contra las hojas parecía amplificarse dentro de aquella concavidad vegetal. El eco, que se multiplica en las montañas, flotaba en el aire durante varios segundos después de cada trueno, y este fragor, en su disipación, llegaba a ellos como el sonido de un órgano en una catedral gótica, sensación que se hacía más viva por la penumbra del bosque. Otra vez parecían deslumbrados o sobrecogidos, ahora ante el nuevo espectáculo: de ahí el silencio. Al ver que no escampaba, Afónico abrió su bolso y sacó una tienda de lona. Ataron las puntas de cada extremo a los algarrobos, formando una especie de cobertizo precario pero seco, y se sentaron a fumar, siempre en silencio, mientras el aguacero se hacía más compacto y la noche se cerraba.

...vistos desde aquí arriba parecen tres pichones en un nido, tres pichones hambrientos, indefensos, abandonados bajo la lluvia en medio de la cañada, al otro lado del desguinde. Pero yo veo tres miradas acechantes, indefinibles, que no se sabe qué esperan, qué quieren, a dónde se dirigen en su inmovilidad. Tres miradas de cuidado, para no perder de vista. Así que mucho ojo, Bucéfalo, mucho ojo... pensó, también inmóvil bajo la lluvia, el Hombre del Caballo.

Ya debe estar lloviendo en las montañas. Hay que moverse, murmuró el Loco.

Estaban sentados en un rincón, cabeceando al ritmo de la música. Spider miraba los cuerpos distorsionados por la combinación de la luz y el movimiento, y más que ese comentario, esperaba que el Loco le pasara la botella de ron. Apenas habían hablado entre ellos durante toda la noche. Sólo eso, mover la cabeza bajo el relámpago del flash y beber en silencio, intentando que el alcohol les durase hasta el final: sabían que después de aquella botella no habría nada más. A esa hora, las pocas mujeres que aún se mantenían en pie quedaban descartadas, no había más dinero -más bebida- y para colmo, tendrían que regresar caminando.

El gesto afirmativo de Spider coincidió con los primeros acordes de un tema de Corrosion of Conformity, por lo que el Loco no pudo discernir si su amigo lo había escuchado, o si el movimiento de la cabeza era solo el inicio del habitual acompañamiento con que ambos seguían la música. De todas formas ya se encargaría de recordárselo, pensó, mientras, al igual que su amigo, recorría con la mirada el salón, repleto como cada jueves y donde casi todos se conocían y él conocía a casi todos. Allí estaban, una vez más en la misma pocilga, cueva entrañable o boca del infierno sin ventanas ni aire acondicionado, un antro sofocante y ajeno a la proximidad de la costa donde rompían los frentes fríos, esas masas de aire polar acompañadas de olas gigantescas que se pulverizan contra el arrecife, produciendo una llovizna pertinaz que se pega a la cara y moldea sobre ella una viscosa mascarilla de salitre. Ahora terminaba el invierno, un eufemismo en esta latitud, y ellos, dentro, estaban a salvo del regusto amargo de esas máscaras, aunque tampoco esto -como el calor- les importaba. Lo principal era estar allí, escuchar la música, sentirse a gusto en un lugar donde no eran extraños, donde la pasaban bien con el mismo sonido de siempre y el reincidente perfil de las caras cada jueves.

Era una sola noche a la semana, una noche corta que comenzaba a las diez y terminaba a la una de la madrugada. Una mezquina cuota de felicidad que los habituales intentaban aprovechar al máximo pero donde siempre quedaba la sensación de lo inacabado, de algo que se corta abruptamente en el instante preciso cuando todo parecía dispararse hacia su clímax perfecto, ese tajo limpio y brutal que te devuelve a una realidad que no deseas. También hasta este tugurio apartado llegaba el acecho del paternalismo circundante y castrador, que suele asumir con celo colectivo lo que solo es responsabilidad individual: si has olvidado que mañana debes levantarte temprano para cumplir con tus obligaciones yo, clausurándolo todo a la hora que creo conveniente, te recuerdo que ya debes irte a la cama. Nada puede afectar tu plena disposición y capacidad para la entrega diaria, nada puede hacer mermar esos mismos potenciales.

“Seguramente alguien cree -pensaba Spider en el mismo momento en que el Loco murmuró su frase- que algo de pecaminoso debe haber en una ciudad que no duerme. Y según esta creencia, de evidente corte jesuita, entiende que es necesario acabar con la gloria -y el mito- de una capital que llegó a ser famosa en todo el mundo por su vida nocturna, pues una ciudad que vive de noche es un engendro diabólico, una abominación contra natura, algo infecto que solo genera vicios, podredumbre, perversión y libertinaje, pústula apestosa en un cuerpo que se pretende sano y que aboga por la homologación de su higiene en todo el territorio de su organismo.” Y de aquí, saltando de una conjetura a otra, dedujo que por este mismo motivo intentaban revertir la situación, arrastrando con ello hasta el más mínimo fulgor que recordara el espíritu decadente de otros tiempos, acortando la noche para aquellos que se empeñaban en permanecer desvelados, lúcidos, sin sueño posible.

Bajo la luz intermitente del flash, Spider intentó vislumbrar la cantidad de alcohol que aún les quedaba. Alzó la botella y la puso frente a sus ojos, encandilados por los fogonazos de resplandor. Y aunque no vio nada, por el peso pudo deducir: menos de la mitad. Mantuvo la botella unos segundos en aquella posición, y de repente descubrió su cara angulosa reflejada en el vidrio. El pelo le caía a ambos lados, dejando un pequeño espacio para la parte central del rostro y debajo la boca estrecha, distorsionada por la refracción. La imagen no le agradaba pero dejó la botella allí, entre su cara y las ráfagas de luz que cortaban el cristal como un cuchillo. Creía que con eso era suficiente para espantar los espíritus del tedio. De todas formas, su amigo tenía razón: era hora de partir.

Los altavoces vomitaban ahora toda la furia sonora de Rare Against the Machine. Al verlo en aquella postura, el Loco intentó quitarle la botella, pero Spider, estirando su brazo logró mantenerla en alto mientras, atravesando el espacio entre la luz y la botella, la gente saltaba frenética. La pose, además de patética, revelaba la posesión de ese cuarto de alcohol, un tesoro a aquella hora, en aquél lugar. Sonreía con la botella en alto, sin saber si el sudor que resbalaba por su cara era el suyo o el que salpicaban los cuerpos a su alrededor. Pero tampoco esto le importaba, y la mantuvo allí hasta que terminó la canción. Entonces bajó el brazo y se dio un trago largo. El Loco intentó otra vez arrebatársela de la mano, pero Spider volvió a levantarla. En ese instante, como accionadas por este mismo movimiento, se encendieron las luces.

Después de tres horas a oscuras, el latigazo de la luz en los ojos es mucho más lacerante que el que sentimos cuando se entra de repente en la sala de un cine a mediodía. Aquí el golpe en la pupila nos ciega de momento, pero sin dolor. Y aunque no veamos nada, percibimos al fondo una imagen que se mueve y nos acompaña, en una sombra acogedora, hasta que nuestra vista se acomoda gradualmente a esa nueva opacidad. Una imagen luminosa cuyo significado nos tienta y queremos conocer: por eso hemos entrado. Ahora el filo de ese fulgor repentino, duro y sin matices, desgarra los ojos y vulnera la intimidad, presagiando el desamparo inminente, la desnudez, el vacío de los días hasta el próximo jueves.

Spider levantó la cabeza, y con un leve giro de los ojos recorrió por última vez el salón. Con la nueva luz, terminada la música, los rostros volvían a la normalidad, despojados del misterio y la transfiguración que propiciaran las sombras y los sonidos graves. Descubrió algunos rincones que antes habían quedado escondidos por la oscuridad, recovecos que incitaban a relaciones rápidas o ambiguas; los colores chillones de las paredes, la mugre pegajosa del piso. Su percepción del tiempo era incompatible con el segundo que medió entre el instante en que cerró los ojos -al encenderse las luces- y el momento en que los abrió de nuevo, entre el tiempo real que se desplaza y el imaginario que se alarga y engendra monstruos, como si entre ambos transcurrieran muchas vidas, vastas y desconocidas. Descubrió también que el espacio a su alrededor era mucho más pequeño de lo que hubiera podido imaginar -aborrecía ese instante, nunca se había quedado hasta el final-, y constató que el simple aleteo de sus párpados no solo podía alterar el transcurrir entre dos instantes sino incluso cambiar una realidad por otra que era aterrorizante. Esa en la que ahora solo quedaban dos gorilas junto a la puerta, mirando hacia el lugar donde él estaba.

Vamos, dijo el Loco.

Spider agarró la mano que le tendía su amigo, y haciendo tracción saltó hacia adelante hasta quedar en pie. Atravesaron trastabillando el salón vacío; tenían las piernas acalambradas de tanto tiempo sentados en la misma posición. Al pasar junto a los tipos que escoltaban la puerta Spider escupió en el piso, muy cerca de los pies de los gorilas. Uno de ellos intentó agarrarlo por el pelo, pero el Loco le hizo señas de que su amigo estaba mal, no era consciente de lo que hacía. El tipo, no muy convencido, masculló algo sobre el pelo largo y la femenidad, mientras el otro gorila miraba con recelo los tatuajes en los brazos del Loco.

Caminaron en silencio por las calles alumbradas y desiertas de Miramar hasta el puente de hierro sobre el río Almendares. Luego bajaron bordeando el túnel de Quinta Avenida en dirección al Malecón. Allí, en el muro, cerca del restaurante 1830, recalaba la resaca que un rato antes abortara la discoteca, y allí permanecía hasta el amanecer. Tanto Spider como el Loco sabían que no iban a encontrar nada en este lugar que no fuese una prolongación sin baile de lo que ya habían conocido en la discoteca, un residuo eufórico que se plantaba como caracoles sobre una piedra sin nada que hacer ni decirse, consumido ya todo lo que había por consumir, esperando algo sin saber exactamente qué, sólo esperando que sucediese y deseando en el letargo de esa permanencia, sopor al que se unían los personajes más estrafalarios de la noche, los insomnes, los vendedores de todo, los durmientes de Terminal de ómnibus, los corredores de motocicletas, los travestís y las vírgenes curiosas; todos contemplando a los pescadores furtivos echar al mar sus enormes cámaras de goma negra y alejarse en el oleaje oscuro; viendo pasar a los camareros del restaurante pedaleando con desgano hacia sus casas, viendo llegar las putas en retirada después de una noche desafortunada. También había policías, pero, ¿qué podía haber de reprochable en alguien que se sienta junto al mar porque no tiene otra cosa que hacer?

Un poco antes de llegar, rebasado ya el último tramo antes de cruzar la pretenciosa avenida del Golfo, Spider y el Loco doblaron a la derecha y cambiaron el rumbo, internándose en las calles del Vedado. Bajando por Calzada debían llegar hasta la residencia de estudiantes, en la esquina de la calle 12, donde el Loco dormiría esa noche luego de burlar la vigilancia no muy celosa de un sereno adormilado y subir hasta el décimo piso. Allí una amiga lo esperaba en una cama de litera con una bandeja de comida fría.Spider, viendo que se aproximaban a un lugar iluminado sacó del bolsillo la botella, donde quedaba un fondo de alcohol. Igual que en la discoteca, la levantó un poco más arriba de la altura de sus ojos entreviendo el contenido, con ese gesto indefinible entre la comprobación y el agasajo. El resplandor llegaba de la esquina, una isla de cristales empañados por el frío interior del aire acondicionado, y hacia allí se dirigieron, atraídos por la luz.

Dentro, dos hombres jugaban al billar. Un mulato gordo, con la camisa abierta hasta el ombligo y una gruesa cadena de oro gesticulaba frente a su rival, a todas luces un extranjero, tez pálida, labios finos, camisa impecable de cuello duro y zapatos de ante en los que se adivinaba la comodidad de solo mirarlos. De la flexibilidad de ese calzado, un arrullo que incitaba al reposo del cuerpo entero también parecía percatarse el mulato, por lo que su pantomima tenía como único objetivo convencer al otro para que apostara sus blandos escarpines en la próxima partida.

Pegadas a la puerta habían dos calcomanías de tarjetas Visa y MasterCard. Spider las señaló con un dedo, deslizándolo con suavidad sobre la superficie pulida y fría del cristal.

Hoy no podrá ser. Las he dejado en casa, dijo el Loco, sonriendo.

Spider se encogió de hombros y pegó la cara al cristal empañado. Vio que el gordo lo miraba desde una esquina de la mesa de paño verde. Alzó la botella, se dio un trago, y el gordo lo señaló con la punta del taco, apuntándole a la frente. No quería testigos.

Siguieron caminando. Spider bebió otra vez de la botella y se la pasó al Loco, que de un trago vació lo poco que quedaba. Instintivamente la devolvió a su compañero, que se la llevó decidido a la boca. Pero no quedaba nada.

Habían llegado a la esquina de la calle 12. Spider se viró de repente y estrelló la botella contra un muro de cemento. A lo lejos se escuchó el sonido de una sirena.

Nos vemos mañana. En casa de Susana, al mediodía. Y busca al ronco, dijo Spider antes de desaparecer entre las calles oscuras.

No sé si este será o no el lugar del que hablaba el negro. Pero si no lo es, da igual.

No está mal, no. Afónico le pasó la botella con miel a Spider.

Estaban sentados en círculo y desnudos sobre la lona de la tienda bajo la luz todavía débil de la mañana. Los despertó la humedad y el sonido de los colines, y luego caminaron un buen rato hacia el este, buscando la salida del sol, hasta que dieron con un rastro excrementicio. Al fin, después de casi tres días de búsqueda, estaban sobre la ruta del cagajón.

Alrededor se secaba la ropa, colgada de las ramas. Bajo los algarrobos había llovido tanto como en cualquier lugar al descubierto. Toda la noche y durante una buena parte del día. Cuando escampó, casi al atardecer, les pareció que ya era muy tarde para volver al camino. Pasaron otra noche en el mismo sitio, maldiciendo aquél diluvio inoportuno y comiendo dulce de toronja en conserva, y salieron antes del amanecer. No resistían ni un minuto más debajo de aquellos árboles: la humedad de los algarrobos había comenzado a reblandecer sus huesos.

En el centro del círculo se levantaba una pirámide de hongos blancos. El Loco, con su calma habitual, los iba lavando con agua de su cantimplora y luego se los pasaba al Afónico para que, en un alarde de sabiduría, el ronco engolara la voz y les diera el visto bueno. Afónico hacía la selección, confiando en su experiencia con los hongos, y devolvía los escogidos con un gesto equivalente a un certificado de garantía en el que creían sus amigos como se cree en la medicina que nos da un padre, por muy amarga o desconocida que sea. El Loco se encargaba de distribuirlos en partes iguales, colocándolos con cuidado frente a cada uno en forma de abanico, como una buena mano de ases. Ya limpios y confirmados, los rociaban con miel y se los comían.

No era solemnidad lo que rodeaba el momento; más bien se divertían. Aún así, manipulaban los hongos con ternura y respeto, acariciándolos casi al pasar un dedo por la escobilla que crece debajo de la corona, operación que debía realizarse con extremo cuidado por la fragilidad de los filamentos. Luego los masticaban en calma, rumiando hasta sacarle la última gota de jugo a la planta, escupiendo después una parte del bagacillo seco y tragándose el resto. El Loco, fiel a él mismo, había asumido la conducción del ritual según su manera de ver las cosas, con una actitud que oscilaba entre la devoción y el juego. “Querida estroparia”, decía, “nosotros, peregrinos de La Habana, después de un largo viaje para llegar hasta ti, pedimos licencia para comerte”. Luego se acercaba a Spider y al Afónico, y tocándolos con el hongo en la frente, los ojos, la garganta y el corazón, lo colocaba en sus bocas, mientras susurraba: “mastícalo bien, hermano, mastícalo bien, porque así vas a ver tu vida”. “Amén”, ronroneaba Afónico antes de cerrar la boca, atorado por los estertores de su propia risa. El secreto estaba en recordar alguna persona, suceso, ambiente o tal vez cualquier color o sabor preferido, pues estas últimas sensaciones o imágenes serían fijadas luego con el efecto de la planta, multiplicando entonces su intensidad.

Stropharia cubensis, murmuró Spider, agarrando un hongo nuevo y blanquísimo y poniéndolo cerca de sus ojos. También tenemos una ranita cubensis, la más pequeña del mundo.

Es el hongo de la mierda… dijo Afónico.

¿Y qué? También se saca luz de ésta mierda, replicó Spider, agarrando un excremento seco en la mano.

Sabe a nada.

La Nada es un asunto peligroso, susurró Spider.

Buen viaje.

Afónico se levantó y fue hasta donde había dejado una pequeña cafetera sobre las brasas de una hoguera, hecha con las ramas y las cortezas que encontró en la boca de una cueva, tal vez las únicas secas en toda la zona. Habían entrado para guarecerse de un chaparrón al amanecer, cuando apenas comenzaban a caminar. Al encender Spider su linterna, descubrieron que todo el suelo de la gruta estaba cubierto de huesos. Era una madriguera de perros jíbaros: allí llevaban a sus presas para descuartizarlas y devorarlas en paz; a este refugio volvían, heridos de muerte después de una pelea, a confundir sus huesos con los de sus víctimas. Sólo unos minutos, los que duró el chaparrón estuvieron allí, suficientes para comprender que pisaban un terreno movedizo y que debían andar con cuidado: en aquellos huesos secos se podía oír aún el aullido de las bestias. Era un segundo aviso, pensó Spider, después de la aparición del Hombre del Caballo.

Afónico se sirvió la mitad de la cafetera en un vaso de metal, le dio un sorbo largo y luego se lo pasó a Spider, mientras el Loco abría su mochila y sacaba unos papeles arrugados. Los revisó, eligió uno y leyó en voz alta: “Prospecto: lechuga salvaje. Crece en las pendientes rocosas. Las hojas se cortan después de la floración y se ponen a secar en un lugar seco y oscuro. Además de nutritiva, remineralizante, analgésica, laxante y hepática, contiene lac-tu-ca-rium…, sustancia de efectos muy parecidos a los del opio. Como antiafrodisíaco se usa contra la ninfomanía…

Podrías llevarle un poco a Susana, dijo Afónico, quitándole a Spider de la mano el vaso con café.

Spider lo miró. El otro siguió masticando, y Spider escupió sobre él lo que tenía en la boca.

“…y puede llegar a ser tóxica en fuertes dosis. En forma de tabaco, contiene el cincuenta por ciento menos de alquitrán que los cigarros ordinarios” El Loco hizo una pausa. ¿Está bueno, no?

Estamos en una pendiente rocosa, respondió Spider.

Afónico, todavía masticando, cogió otro hongo y lo miró con cuidado.

Pensándolo bien, podría llevarme algunos de éstos a La Habana y venderlos...

Un rayo de sol dio sobre la planta que tenía Afónico en la mano. Spider y el Loco lo miraron con ojeriza, pero no dijeron nada. Después de mucho hablar, entraban ahora en una zona de mutismo donde las provocaciones se desintegran antes de que el agredido llegase siquiera a comprender su significado, donde las frases quedaban a medias y la lengua se enreda, tropelosa. A partir de este momento cualquier sonido, por mínimo que sea, se convierte en una vibración que penetra por la piel y se integra amplificada al torrente sanguíneo, retumbando a su paso por todo el sistema circulatorio. Spider, con los ojos bien abiertos, sentía el flujo de la sangre al recorrer su cuerpo, la sentía resbalar hasta los puntos terminales de los dedos de los pies y de las manos, para rebotar allí con fuerza pero sin dolor y recircular de vuelta hacia su cabeza.

Sentía también que su percepción del tiempo comenzaba a cambiar. No recordaba cuánto llevaban sentados en aquél lugar, ni cuánto más permanecerían allí, aunque tampoco podría decirse que esto le importara pues ya para entonces todas las horas eran iguales, siendo imposible distinguir entre un momento del día y cualquier otro como no fuese por la variación de la luz y las inequívocas señales del hambre. Ahora, al estirar el brazo para coger un cigarro húmedo que había dejado a su lado para que el sol lo secara, le pareció que el espacio entre sus dedos y el objeto de su deseo se dilataba, se volvía una masa espesa que su mano no podía atravesar, una laguna de aguas densas y pegajosas que hacían muy difícil llegar hasta él y traerlo de regreso hasta sus labios. Su mirada sufría el cambio constante de ciertas formas que parecían disolverse unas en las otras, geométricas en su mayoría, siempre a partir del verde intenso, el color circundante, para transformarse entonces en colores diversos que perdían sus perfiles en el espacio, ahora menos angulares, un poco amorfos pero siempre luminosos. Para Spider ese sopor era agradable, delicioso, confortante incluso. Todo resplandecía con un tono superior al normal, más subido, y al mismo tiempo le era posible distinguir las sombras palpitando detrás de los árboles, como si anhelaran encarnarse. Todo era piel y tacto en ese instante y ese lugar. Incluso la retina, pues allí el roce destila luz multicolor; forma puertas como las que cruzamos en sueños, cortinas de voluptuosidad y peligro que el viento mece como la ropa tendida. Huele también a sudor, sangre, tabaco, crines de caballos picadas, esencia de rosa barata. Pero, ¿quién sabe lo que sucede en los establos?

Volvió lentamente la cabeza hacia donde estaba Afónico. No obstante a ser un movimiento suave, todo el paisaje que abarcaban sus ojos se desplazó alterando su composición, como el barrido que hace una cámara de filmar cuando la giramos bruscamente entre un punto y otro.

Al detenerla, el Afónico quedó centrado dentro del mismo encuadre y la misma circunstancia en que lo había dejado unos ¿minutos? ¿horas? antes: desnudo y sentado con el hongo en la mano derecha a la altura de su cara, y sobre el hongo, posado, el rayo de sol. ¿Era una imagen repetida, o sencillamente el tiempo se había detenido, junto a esa luz, sobre la planta?

Spider sintió una infinidad de agujas que alfileraban su cuerpo. Llovía otra vez. Vio también las gotas que traspasaban el rayo de sol y se estrellaban en la sombrillita blanca de la planta, estremeciéndola.

Llueve con sol, se casa la hija del diablo, hay sorpresa en el aire, susurró.

El viaje había comenzado.

Tenían hambre, y pensaron que sería bueno hacer un alto en la marcha, abrir las bolsas y comer. Bajaban por una pendiente de piedras pulidas como el lecho de un río seco y vertical, resbalando y cantando Call me a dog, riendo con cada caída, riendo sin ningún motivo mientras el descenso parecía interminable, pero dentro de las bolsas, nada. Ni agua. Iban tan radiantes, tan olvidados de todo que no recordaban la última vez que se detuvieron a comer, cuando devoraron el fondo de las latas, el ripio de galletas en la última bolsa de nylon y vaciaron la cantimplora donde el Loco atesoraba un buche de miel para cada uno. Por cierto, ¿dónde estaban los apetitosos mangos, las suculentas guanábanas, los mameyes famosos, las sabrosas ciruelas, la aromática guayaba, el almibarado níspero, el simple plátano? Las palmas, ¡ay!, las palmas abundaban por doquier, pero ellas, altivas, majestuosas y todo lo que quiera añadirse, solo daban palmiche, rojas y duras bolitas de palmiche, y ellos no eran cerdos, “dígase lo que se diga”. Lo de las frutas silvestres al alcance de la mano, el paraíso del bosque nacional, era otro de los tantos mitos al uso, y ellos tenían hambre. Ni siquiera una simple pomarrosa encontraron, y ya llevaban varias horas caminando. En su defecto crecía por todas partes el guao y el chichicate, y para evitar el intenso escozor que producían al más mínimo contacto, era preciso aguantar la respiración al rozarlos. Y había tantos que era como bucear bajo los árboles.

Ahora el sol comenzaba a lacerar la piel. No obstante a lo tupido de la vegetación, cada vez con más frecuencia el camino “escogido” salía de improviso a algún descampado. Un camino que no llevaba a parte alguna porque era el que ellos mismos abrían a su paso en la maleza y la espesura más profunda del bosque. Aunque no estaban en ningún lugar reconocible, tampoco podría decirse que estuvieran perdidos. Simplemente no se permitían orientarse: divagar era tan importante como resbalar, reírse o bailar sobre las piedras.

Pero el hambre y la sed estaban ahí, latentes, arañando el estómago y la garganta. Aparte de los hongos y la miel, no habían comido ni bebido nada en todo el día. El Loco sugirió seguir el rumbo en dirección a una columna de humo que vieron desde una colina, y sin esperar la respuesta de los otros comenzó a bajar en esa dirección. Podría ser una señal que los llevara hasta alguna presencia humana, y eso significaba agua y comida. Habían evitado este tipo de contacto, pero suponían que en un lugar tan intrincado y agreste nunca sería una presencia desagradable o inoportuna. El Loco estaba seguro de que los otros lo seguirían. Y efectivamente bajaron tras él, guiándose por el brillo de los tatuajes que aparecían y se ocultaban entre los árboles, cuando de repente salieron a otro claro del bosque.

Allí había una casa. O más bien, lo que quedaba de ella. A un costado, sobre dos piedras, una olla y humo, mucho humo, tanto que desdibujaba las formas exactas de la choza. Desde la punta de otra pendiente, su silueta contra el sol, el Hombre del Caballo también observaba: techo de yagua, paredes de palma con agujeros, fango alrededor. Un mismo lugar, dos perspectivas diferentes: no podía ser de otra manera.

Miren como se filtra el sol entre los árboles…, susurró Spider.

¡Comida! gritó Afónico, al descubrir la olla sobre las piedras.

…así debe ser la luz del paraíso… continuó Spider, mientras se volvía hacia el Loco con una sonrisa embelesada.

Tú nunca lo sabrás, le respondió su amigo.

Ni me interesa. También ahí todo debe ser muy aburrido… Nadie que se emborrache, o que tenga una amante, que trasnoche o que diga carajo por lo menos… Seguro que no se puede ni fumar. No, no creo que sea un buen lugar para mí... ni para ti.

Es como si todos los días fuera domingo.

¡Comida!, gritó otra vez Afónico.

Spider y el Loco seguían extasiados, contemplando el humo y los rayos de sol transversales entre los árboles y aborreciendo el Edén. Afónico los encaró.

Bueno…¿y la casa qué?

¿Qué casa?, preguntó el Loco.

Cuál va a ser, anormal. Ésa…

Eso no es una casa, respondió Spider. Es un palacete árabe…mira los minaretes a los lados… no me digas que no los ves.

Entonces llama para que levanten el puente levadizo, dijo Afónico.

Puentes levadizos tienen los castillos, no los palacetes.

Claro. Y por eso ahora yo debo gritar: !Ah, de la casa! ¿Ves? Nadie sale a recibirnos.

Cuando hacían silencio, solo se escuchaban los sonidos habituales del bosque y el canto insistente de una codorniz. La puerta de la choza estaba abierta. O simplemente no tenía.

Ellos atravesaron el humo y entraron.

Dentro, en la penumbra, había una mujer sentada en un taburete. A juzgar por su rostro, arrugado y macilento, podría rondar los sesenta años, aunque sus senos aún estaban erectos, y a diferencia de la mayoría de las mujeres de campo, su cuerpo era delgado y bien formado. En su regazo reposaba un plato de zinc y una cuchara, y apretaba entre sus manos un radiecito portátil donde se podía oír, entre la estática, una emisora que transmitía desde Little Rock, Arkansas. Además del taburete en que estaba sentada, todo lo que había en la choza era una colchoneta enrollada contra una esquina, decenas de botellas vacías por el piso de tierra apisonada, y una mesa de madera. Y sobre la mesa, cubierta con un nylon rosado, una máquina de escribir.

Spider y el Loco se detuvieron apenas traspasar la entrada y descubrir aquella presencia fantasmal entre las sombras. Afónico, detrás, clavó su mirada en el plato vacío que la mujer tenía sobre las piernas. Ladeando la cabeza, ella los observó con los ojos bien abiertos, redondos y rojos. Sus labios parecían dibujar una leve sonrisa apenas discernible en la penumbra del bohío, que bien podría ser el rictus amargo de la decepción o la torcida mueca que presagia a la locura. Llevaba un vestido negro remendado en varios lugares con hilo de distintos colores, y una peluca de soga trenzada teñida de púrpura que hacía juego con sus pupilas inyectadas en sangre. En el radiecito empezó a sonar Take it easy.

Parece que en estas lomas todos comemos lo mismo. Miren esos ojos… susurró Spider. Rojo aseptil puro.

Señora, queremos agua por favor, dijo el Loco. Y tocándose la barriga: tenemos la caldera a full.

O algo de comer. Cualquier cosa … acotó Afónico.

La mujer ni siquiera los miró. Con los ojos bien abiertos, su mirada parecía perderse por encima de las cabezas de ellos.

¿Le gustan los Eagles?, preguntó el Loco.

A él le gustaban pelirrojas. Y bien tetonas, como a todo buen macho americano… dijo la mujer. Lo mismo que su porte, su voz, profunda y clara, tampoco parecía la de una anciana. Hizo una pausa, y concluyó: No hay agua. Tampoco en el sur de California.

Spider, acercándose, se agachó hasta poner su cara a la misma altura que la de ella. ¿No hay agua?, le preguntó. Ella movió la cabeza a ambos lados.

Bueno, algo de comer entonces, dijo Afónico.

No hay nada de comer, respondió la mujer.

¿Y qué comió hoy? preguntó el Loco.

Frijoles y qué le importa.

Denos algo… cualquier cosa.

No-hay-algo-ni-cualquier-cosa.

Coño, que tipa más imperfecta… se quejó Afónico. Y luego, dirigiéndose a ella: ¿Qué es lo que tiene entonces allá afuera en la olla, vieja bruja?

No-le-importa.

Ya ven. Hemos venido hasta aquí, hasta el culo del mundo para hacerle un poco de compañía a esta dama y alegrar su pocilga, y miren como nos trata.

El Loco había estado observando el interior de la casa. Qué disposición tan extraña de las cosas, pensó. De las cuatro cosas que ahí había. Miraba y al mismo tiempo se reía del diálogo de sus amigos con la mujer. Aprovechando la pausa que se produjo después que Afónico habló, puso su cabeza junto a la de Spider, acercó su cara a la de ella y le dijo, con una gran sonrisa:

Pues bien, señora, visto que ni agua nos quiere dar, ¡ni agua!, que no se le niega a nadie, ni siquiera al más miserable de los cristianos, como dice mi abuela, pues nosotros nos llevamos ésa máquina de escribir que está ahí sobre la mesa, y que parece ser lo único de valor en esta cueva…

Por primera vez la mujer los miró a los ojos. A los dos que tenía delante primero, luego al Afónico, otra vez al Loco. Detuvo ahí su mirada durante algunos segundos, y aspirando fuertemente abrió la boca:

No des ni un paso más y cierra el pico, mocoso, si no quieres que sea el asqueroso rostro de una vieja lo último que veas en tu cochina vida.

Tras un instante de vacilación, los tres, a la vez, comenzaron a reír a carcajadas. Spider y el Loco cayeron hacia atrás, revolcándose en el piso de tierra. La mujer, inmutable, los dejó hacer. No parecía darle importancia, podían burlarse, humillarla, pegarle fuego a la casa si querían, “pero la máquina no se la llevan”.

¿Y por qué la máquina no, señora? preguntó Spider, aún riendo.

Porque esa era la máquina de Bukowski.

De repente, los tres hicieron silencio. Pero fue solo una pausa para arrancar a reír otra vez, ahora con más fuerza, con esa risa contagiosa que sólo necesita una mirada, una mueca, cualquier motivo para estallar hasta la convulsión. Señalaban la máquina con el dedo y se doblaban de la risa, arrastrándose por el suelo. Por muy eufóricos que se sintieran, la sorpresa de aquella respuesta los aniquilaba, estaba por encima de la mejor de las réplicas posibles, y se reían de su propia impotencia para superarla. “¡Usted no está loca, madama, usted es un genio!” le gritaba el Loco, mientras Afónico la increpaba por no querer revelarle de dónde sacaba los hongos, evidentemente mucho mejores que los que él había encontrado, y también la amenazaba con llevarse la máquina de escribir si no se lo decía. “¿Y las botellas de quién eran, de Hemingway?” le preguntaba Spider cuando la mujer agarró una y se la lanzó a la cabeza con todas sus fuerzas. Spider apenas tuvo tiempo para esquivarla, y la botella se pulverizó detrás de él contra la base de un horcón.

¡Fuera! ¡Fuera! ¡Delincuentes! ¡Violadores! comenzó a gritar la mujer.

El Afónico había agarrado la máquina de escribir, y la tenía bien sujeta, apretada contra su pecho. Una esplendorosa máquina americana, de los años cincuenta, podía adivinarse a través del nylon rosa. Le serviría, pensó, para esquivar las botellas. ¿Y quién se la trajo, bruja…? en medio de este monte, tú… así que la máquina de… ¿de quién dijo que era?


¡De Bukowski! ¡De Char-les Bukowski! respondía histérica la mujer.

Su respuesta tenía la seguridad característica del que aprecia algo sin saber muy bien por qué, que intuye las razones sin la necesidad de que alguien se las confirme. Los otros tres, por su parte, dedujeron que si ella no la usaba, y además estaba loca, y tal vez (“quien sabe...”) realmente había pertenecido a Bukowski -en ese momento creían cualquier cosa-, pues entonces se la llevaban, no tenía ningún sentido dejarla allí. En definitiva, ella ni siquiera les había dado de comer.

La mujer volvió a agacharse y agarró una botella en cada mano, instante que ellos aprovecharon para huir. Cuando los vio fuera con la máquina de escribir, pegó un grito estremecedor. Las botellas comenzaron a salir disparadas por el orificio de la puerta, estrellándose por todas partes entre el humo y las piedras. Afónico, exaltado por la adquisición, dio un traspié y cayó de bruces en el fango con la máquina apretada contra el pecho. Paralizado por la risa y el golpe que lo había dejado sin aire, no podía hablar ni moverse. Dentro de la casucha, la mujer clamaba por su pertenencia como una heroína del teatro griego suspira por el hombre muerto y maldice a los dioses, mientras dispara botellas vacías contra cualquier ser viviente que se moviera dentro de su ángulo de tiro. Spider y el Loco agarraron al Afónico por las axilas y lo arrastraron, hasta internarse en la maleza.


Parecen bufones, vistos desde aquí, desde arriba. Saltan, chillan, típicos bufones de ciudad. Sin esperar la protección de la noche, las tarántulas han salido ahora de sus cuevas tapizadas de seda, produciendo con su picadura grave melancolía, esa que solo se disipa agitándose mucho, y así expulsar el veneno junto al sudor…Por eso saltan... Una salamandra mueve la cabeza delante de mí, pero eso no quiere decir nada. Las salamandras son de buen augurio, no tiene por qué hacerme pensar en lo peor. Seguiré ese rastro, de todos modos. Vamos Bucéfalo... El Hombre del Caballo sacó una botella que llevaba a la cintura, se dio un trago largo, la guardó en el mismo lugar y espoleó levemente los ijares de la bestia.