Lunes de post-revolución: SEMENTEDIO, Orlando Luis Pardo Lazo.

"sementerio"

Era el 13 de agosto del año 2000, un domingo nublado y árido en La Habana. No recuerdo si caluroso. Era el cumpleaños 74 de Fidel Castro (coro de niños en la TV nacional) y fue la muerte a los 81 de mi padre Dionisio Manuel (metástasis misericorde: nunca tuvo dolor).


Ha pasado el tiempo. Ahora Fidel Castro tiene la edad con que mi padre murió (como toda Cuba, mi padre también se veía menor que Fidel, y hasta fabulaba planes personales para después de Fidel).


Ha pasado el tiempo. A mis 37 por cumplir en diciembre, yo me veo siglos mayor que Fidel. De aquella tardenoche luctuosa, me ha quedado la embotante costumbre de no fabular planes personales para después de nada (en realidad, es el hábito de casi no fabular). A veces pienso que de esa imposibilidad terminal es que sale el magma maravilloso que me compele a ser escritor. Es un combustible seminal que me cuesta mucho captar en cualquier otra escritura cubana (en este sentido, no tengo cubantemporáneos).


Agosto 13, domingo del año cero o 2000. En el portal de la funeraria de Luyanó (una tarja recuerda que el edificio fue construido medio siglo atrás por el Partido Socialista Popular), me senté con mi amigo JAAD a hablar de literatura. Recién había anochecido. Todo me parecía pegajoso y sucio. No hablo de objetos en específico (el local era lúgubre como cualquier institución estatal). Hablo de una sensación viscosa que empezaba por nuestro porte y palabras, un vaho vacuo, una desconexión: la certeza de que ya era demasiado tarde para creer incluso en nuestro dolor (y no hablo de la pérdida de mi padre en específico, sino de una tristeza política amorfa y total).


A mitad de cielo vimos entonces la luna cubana, rotundamente redonda y cursi, con su calavera de conejo carcajeando sobre la más bien horrenda Calzada de Luyanó. Yo cité la luna europea del inicio de un relato de JAAD ("¿Cómo hacen el amor los patos?"), por esa fecha aún inédito, impreso con una cinta carbonizada en formato WordStar (luego ese texto fue la quilla de su libro en Letras Cubanas 2001: "Adiós a las almas"). Mi amigo JAAD citó a Milan Kundera. Lo había leído hacía años, pero recordaba adorables venenos sobre el horror socialistum que yo simplemente había leído sin leer (por eso JAAD no necesita escribir para ser un escritor de excepción). No hablamos ni media palabra del cumpleaños de Fidel: por unas horas daba la impresión de que era posible olvidarse benévolamente de él. Por lo demás, JAAD ni siquiera conoció vivo a mi padre (eso también lo olvidamos por unas horas). En la caja, la cara se le veía estirada como si mi padre no tuviera 81 años (ese rejuvenecimiento post-mortem me pareció un insulto a sus arrugas). Y terminamos hablando de la inelegancia irrespetuosa de un velorio obligatoriamente gratuito en aquel lugar: la capilla, la funeraria, la calzada, el barrio, la ciudad, el país (todo nos molestaba). Qué abatimiento sin causa aparente, qué cerrazón de los sentidos y el deseo, qué punzadas en los pómulos y la garganta –órganos de la angustia–, qué desolación literal: mi amigo JAAD y yo éramos la encarnación literaria no tanto del mal como del malestar (y desde entonces creo que ha sido así, no sabemos estar).


Ninguno de los dos era libre, cualquier cosa que eso signifique ahora. Nos costaba trabajo reír con humanidad: la mueca del conejo lunar rebotaba en nuestras dentaduras cariadas (estoy consciente de toda la pésima poesía que escupen algunas frases). En resumen, mi padre no nos sacaba gran ventaja con su cáncer octogenario diagnosticado sólo en la autopsia. JAAD y yo, los sobremurientes: esa noche no nos hizo falta preguntar a quién debíamos la sobremuerte. Tal vez estaba implícito que se la debíamos a ese mismo Fidel que mi padre, a sus 81 años, confiadamente aspiraba a sobrematar.


Ha pasado el tiempo. Ahora Fidel Castro sobrevive con la edad con que mi padre murió. Ya apenas se publicitan sus cumpleaños, pero en la prensa plana local sigue apareciendo un profesor anciano, tan campechano como convencido de que lo más natural sería vivir hasta los 120 años. Su nombre es tan largo como su meta o acaso mito: Dr. Eugenio Selman-Housein Abdo. Y, además de ser escritor, incluso ha fundado un Club (cuya membresía honoris causa probablemente sea el más guardado secreto estatal).


En mi caso, la cosa sería hasta el año 2091. Para entonces mi amigo JAAD cumplirá un quinquenio de muerto. Me lleva esa ventaja. Será una pena y también un alivio. Sé que durante esos cinco años sin él, podré dejar de escribir sin el menor atisbo de culpa: a la pinga el hábito de casi no fabular, a la pinga imposibilidades y magmas que me compelen, a la pinga el combustible seminal que nadie le puso nunca a la escritura cubantemporánea leída y desleída por mí. Sé también, por supuesto, que voy a extrañar ciertos diálogos muertos que sostuvimos JAAD y yo: ciertas putreficciones patrias a las que nos aferramos como ratas de ojillos biliosos para sobrevivir en medio siglo a Fidel (teóricamente, después del 2046).


Ha pasado el tiempo. A sus 42 por cumplir este julio, todavía le debo a JAAD el final de aquel lunes 14 que tuvo mi padre Dionisio Manuel. Es muy simple. Seguía siendo agosto del año cero o 2000. El Estado cubano garantiza el alquiler de un par de taxis amarillo-diarrea por cada cadáver nacional. Es un gesto patético y conmovedor. Parece una mezquindad pero, para muchos dolientes humildísimos, es el único chance de acompañar en tiempo real a sus muertos hasta el cementerio. Hay quien rechaza la oferta, porque son Ladas destartalados y la curiosidad mórbida de sus choferes resulta fatigosa y cruel. Mi madre y yo los aceptamos. Con nosotros también viajaba Mairet (sólo a mí me importa quién será siempre Mairet, 1972-2092). A JAAD curiosamente no lo recuerdo o estratégicamente ya lo borré.


Cuando el cortejito fúnebre atravesó la Plaza de la Revolución para doblar izquierda en Paseo y Zapata, el monolito dentado me pareció más empinado y luminoso que nunca (sin caries ni prótesis para disimular exodoncias). Un falo histórico que me (con)templaba orgulloso: "pene erecto en medio de todos los discursos", recordé el reverso de un verso incivil de mi amigo JAAD.


La raspadura de la Plaza estaba rodeada de auras, nobles pájaros negros que no matan para comer. Las auras giraban en círculo en contra de las manecillas del reloj: estoy tentado a decir que giraban en contra, también, de la noción de un tiempo nacional. Después, bajando por Zapata hasta el Arco de Triunfo del Cementerio Colón, esa arquitectura pirámidofuneraria escoltó a nuestros dos taxis hasta el final. Desde nuestra bóveda de familia, ya no se distinguían las auras. Era muy temprano todavía. Y, aunque la bendición póstuma en la capilla fue tan chusma como el entierro (en ambos casos tuvimos que "depositar" dinero), el candor ingenuo de esa mañanita de verano no la hizo especialmente infernal. Eso fue todo: muy simple en irrealidad.


Por última vez: ha pasado el tiempo. Imposible saber de qué habré dado testimonio ahora aquí: ¿desmemorias públicas de una muerte privada o desmemorias privadas de una muerte pública? Igual la sensación de tedio es más duradera que cualquier testigo. Al contrario del poeta Eliseo Diego, sería hipócrita dejarles el tiempo, todo el tiempo de Cuba. Acaso tendría más sentido dejar libre para cada cual al menos los primeros 120 años de eternidad.