Roland Barthes: No se consigue nunca hablar de lo que se ama

Del libro El susurro del lenguaje.
Paidós Comunicación, Barcelona 1987.


(1980, Tel Quel)

Hace algunas semanas hice un breve viaje a Italia. Por la tarde, en la estación de Milán hacía un frío brumoso, mugriento. Estaba a punto de salir un tren; en todos los vagones había un cartel amarillo con las palabras "Milano-Lecce". Entonces se me ocurrió soñar con tomar ese tren, viajar toda la noche y encontrarme, de mañana, con la luz, la suavidad, la calma de una ciudad extrema. Eso es al menos lo que imaginé, y no importa mucho cómo pueda ser, en la realidad, Lecce, que no conozco. Hubiera podido gritar, parodiando a Stendhal: "¡Así que voy a ver esta bella Italia! A mi edad, ¡qué loco estoy todavía!" Pues la bella Italia siempre está más lejos, en otra parte.

La Italia de Stendhal, en efecto, es un fantasma, incluso aunque en parte se haya realizado. (¿Lo realizó, realmente? Para acabar, diré cómo fue.) La imagen fantasmática hizo irrupción en su vida bruscamente, como un flechazo. Este flechazo tomó la forma de una actriz que estaba cantando, en Ivrea, El matrimonio secreto de Cimarosa; esa actriz tenía un diente delantero roto, pero, a decir verdad, eso le importó poco al flechazo: Werther se enamoró de Charlotte al verla en el umbral de una puerta cortando rebanadas de pan para sus hermanitos, y esta primera visión, por trivial que sea, es la que acabó por llevarlo a la más fuerte de las pasiones y al suicidio. Es sabido que Italia, para Stendhal, ha sido el objeto de un auténtico transfert, y también es sabido que lo que caracteriza al transfert es su gratuidad: se instaura sin un motivo aparente. La música, para Stendhal, es el síntoma del acto misterioso con el cual inaugura su transfert: el síntoma, es decir, lo que libera y a la vez enmascara la irracionalidad de la pasión. Pues, una vez que se ha fijado la escena que es el punto de partida, Stendhal la reproduce sin cesar, como un enamorado que quisiera volver a encontrar esa cosa básica que regula tantas de nuestras acciones: el primer placer. "Llego a las siete de la tarde, agobiado por la fatiga; voy a la Scala corriendo. Ha valido la pena mi viaje, etc.": se diría que se trata de un maníaco que desembarca en una ciudad provechosa para su pasión y que se precipita la misma noche a los lugares del placer que ya tiene localizados.

Los signos de una auténtica pasión son siempre un tanto incongruentes, hasta tal punto son tenues, fútiles, inesperados, los objetos en que se conforma el transfert principal. Conocí una vez a alguien que amaba el Japón como Stendhal amaba Italia; y yo reconocí en él que se trataba de la misma pasión en que, entre otras cosas, estaba enamorado de las bocas de incendios pintadas de rojo de la calle de Tokio, como Stendhal estaba loco por los tallos de maíz de la campiña milanesa (que decreta "lujuriante"), del sonido de las ocho campanas del Duomo, perfectamente intonate, o de las costillas empanadas que le recordaban a Milán. En esta promoción amorosa de lo que ordinariamente tomamos por un detalle insignificante reconocemos un elemento constitutivo del transfert (o de la pasión): la parcialidad. En el amor a un país extranjero hay una especie de racismo al revés: uno se queda encantado por la diferencia, se aburre de lo Mismo, exalta lo Otro; la pasión es maniquea: para Stendhal, en el lado malo está Francia, es decir, la patria –porque es el lugar del Padre- y en el lado bueno está Italia, es decir, la matria, el espacio en que se reúnen "las Mujeres" (sin olvidar que fue la tía Elisabeth, la hermana del abuelo materno, la que señaló con un dedo al niño un país más hermoso que la Provenza, del que el lado bueno de la familia, el de los Gagnon, era, según ella, originario). Esta oposición es, por así decirlo, física: Italia es el hábitat natural, el lugar en el que se puede hallar la Naturaleza, inducida por las Mujeres "que escuchan el genio natural del país" al contrario de los hombres, que están "echados a perder por los pedantes"; Francia, por el contrario, es el lugar que repugna "hasta el asco físico". Nosotros, los que conocemos esa pasión de Stendhal por un país extranjero (también a mí me ha ocurrido con Italia, que descubrí tardíamente, con Milán, de donde bajé del Simplón, a finales de los cincuenta, y más tarde con el Japón), conocemos muy bien el insoportable desagrado que produce encontrarse por casualidad a un compatriota en el país adorado: "Confesaré, aunque me tenga que repudiar el honor nacional, que un francés en Italia encuentra el secreto para aniquilar mi dicha en un instante"; Stendhal es claramente un especialista en tales inversiones: nada más pasar el Bidasoa, le parecen encantadores los soldados y los aduaneros españoles; Stendhal tiene esa rara pasión, la pasión por lo otro, o, para decirlo con más sutileza: la pasión por el otro que está en él mismo.

Así pues, Stendhal está enamorado de Italia: no se debe tomar esta frase como una metáfora. Eso es lo que quiero demostrar: "Es como el amor", dice, "y no obstante no estoy enamorado de nadie". Esta pasión no es confusa, ni siquiera difusa; se inscribe, ya lo he dicho, en detalles preciosos; pero sigue siendo plural. Lo amado, y, si me atrevo a usar el barbarismo, lo gozado, son colecciones, concomitancias: al revés que en el proyecto romántico del Amor loco, no es la Mujer lo adorable en Italia, sino las Mujeres; no es un placer lo que Italia ofrece, sino una simultaneidad, una sobredeterminación de los placeres; la Scala, el auténtico espacio eidético de las alegrías italianas, no es un teatro, en el sentido chatamente funcional de la palabra (es decir, en lo que representa); es una polifonía de placeres: la ópera misma, el ballet, la conversación, la información, el amor y los helados (gelati, crepé y pezzi duri). Esta pluralidad amorosa, análoga en suma la que practica hoy en día el "ligón", es evidentemente un principio stendhaliano: conlleva una teoría implícita de la discontinuidad irregular, de la que puede decirse que es estética a la vez que psicológica y metafísica; la pasión plural obliga, en efecto –una vez que se ha admitido su excelencia-, a saltar de un objeto a otro, a medida que los presenta el azar, sin experimentar el menor sentimiento de culpabilidad respecto del desorden que esa pasión plural conlleva. Esta conducta es tan consciente en Stendhal que llega a encontrar en la música italiana –a la que adora- un principio de irregularidad completamente homólogo al del amor disperso: al tocar, los italianos no observan el tempo; el tempo es cosa de los alemanes; por un lado está el ruido alemán, el estruendo de la música alemana, ritmada por una medida implacable ("los primeros tempistas del mundo"); por otro lado, la ópera italiana, suma de placeres discontinuos y como insubordinados; es lo natural, garantizado por una civilización de mujeres.

En el sistema italiano de Stendhal, la música tiene un lugar privilegiado, ya que puede ocupar el lugar de todo lo demás: es el grado de ese sistema: de acuerdo con las necesidades de entusiasmo, reemplaza y significa a los viajes, a las Mujeres, a las otras artes, y, de una manera general, a cualquier otra sensación. Su estatuto significante, precioso entre todos los otros, consiste en producir efectos sin que haya que preguntarse sobre las causas, ya que esas causas son inaccesibles. La música constituye una especie de primitivismo del placer: produce un placer que se sigue intentando siempre encontrar de nuevo, pero nunca se intenta explicar; es, pues, el espacio del efecto puro, noción central de la estética stendhaliana. Ahora bien, ¿qué es un efecto puro? Es un efecto desconectado y como purificado de toda razón explicativa, es decir, en definitiva, de toda razón responsable. Italia es el país en que Stendhal, al no ser por completo un viajero (turista) ni completamente indígena, se encuentra voluptuosamente retirado de la responsabilidad del ciudadano; si Stendhal fuera ciudadano italiano, moriría "envenenado por la melancolía": mientras que, al ser milanés de corazón, pero no de estado civil, no tiene otra cosa que hacer que recolectar los brillantes efectos de una civilización de la que no es responsable. Yo mismo he experimentado la comodidad de esta retorcida dialéctica: he amado mucho a Marruecos. Había ido allá a menudo como turista, y había pasado incluso largas estancias ociosas; entonces tuve la idea de pasar un año como profesor: desapareció el hechizo; enfrentado a los problemas administrativos y profesionales, sumido en el ingrato mundo de las causas, de las determinaciones, había abandonado la Fiesta para toparme con el Deber (eso es sin duda lo que le ocurrió a Stendhal como cónsul: Civita-Vecchia ya no era Italia). Creo que en el sentimiento italiano de Stendhal hay que incluir este frágil estatuto de inocencia: la Italia milanesa (y su Santo de los Santos, la Scala) es un Paraíso literalmente, un lugar sin Mal, o incluso –diciéndolo del derecho- el Bien Soberano: "Cuando estoy con los milaneses y hablo en milanés me olvido de que los hombres son malos, e, instantáneamente, se adormece la parte mala de mi alma".

Sin embargo, hay que reconocer que ese Soberano Bien debe enfrentarse con un poder que no es en absoluto inocente, el lenguaje. Es necesario, primero, porque el Bien tiene una forma de expansión natural, incesantemente estalla en expresión, quiere comunicarse a toda costa, compartirse; seguidamente, porque Stendhal es escritor y para él no existe plenitud de la que esté ausente la palabra (y, en este aspecto, su alegría italiana nada tiene de mística). Ahora bien, por paradójico que parezca, Stendhal no saber expresar bien a Italia: o más bien, la dice, la canta, pero no la representa; su amor, no deja de proclamarlo pero no puede conformarlo, o, como se dice ahora (metáfora de la conducción de automóviles), no puede dibujarlo. Cosa que sabe, por la que sufre y que lamenta; constata sin cesar que no puede "expresar su pensamiento" y que explicar la diferencia que su pasión interpone entre Milán y París "es el colmo de la dificultad". El fracaso acecha también el deseo lírico. Todas las relaciones del viaje a Italia están también tejidas de declaraciones de amor y fracasos de expresión. El fracaso de estilo tiene un nombre: la vulgaridad; Stendhal no tiene a su disposición más que una palabra vacía, "bello", "bella": "En mi vida había visto una reunión de mujeres tan bellas; su belleza obligaba a bajar la vista"; "los ojos más hermosos que he encontrado en mi vida los acabo de ver esta noche; esos ojos son igual de bellos y tienen una expresión más celestial que los de Madame Tealdi…"; y para vivificar esta letanía, no dispone más que de la más hueca de las figuras, el superlativo; "Las cabezas de las mujeres, por el contrario, presentan a menudo la más apasionada exquisitez, unida a la belleza más rara", etc. Este "etcétera" que añado, pero que surge de la lectura, es importante, porque en él está el secreto de esa impotencia o quizás, a pesar de Stendhal, de esa indiferencia a la variación: la monotonía del viaje italiano es sencillamente algebraica; la palabra, la sintaxis, con su vulgaridad, remiten de manera expeditiva a otro orden de significantes; una vez que se ha sugerido esa remisión, se pasa a otra cosa, es decir, se repite la operación: "Esto es tan hermoso como las sinfonías más vivaces de Haydn"; "las caras de los hombres del baile de esta noche habrían proporcionado magníficos modelos a un escultor como Danneken de Chantrey, que esculpe bustos". Stendhal no describe las cosas, ni siquiera describe su efecto; dice sencillamente: ahí hay un efecto; me siento embriagado, transportado, emocionado, deslumbrado, etc. Dicho de otra manera, la palabra vulgar es una cifra, remite a un sistema de sensaciones; hay que leer el discurso italiano del Stendhal como cifrado. El mismo procedimiento emplea Sade; describe muy mal la belleza, de una manera vulgar y enfática; es porque ésta no es sino un elemento de un algoritmo cuya finalidad es crear un sistema de prácticas.

Lo que Stendhal, por su parte, quiere edificar es, por decirlo así, un conjunto no sistemático, un fluir perpetuo de sensaciones: esa Italia, dice, "que no es, a decir verdad, más que una ocasión para las sensaciones". Así pues, desde el punto de vista del discurso, hay una primera evaporación de la cosa: "No pretendo decir lo que son las cosas, cuento la sensación que me produjeron". ¿La cuenta, realmente? Ni siquiera eso; la dice, señala y la asevera sin describirla. Pues precisamente ahí, en la sensación, es donde comienza la dificultad del lenguaje; no es fácil expresar una sensación: recordad esa célebre escena de Knock en la que la vieja campesina, abrumada por el médico implacable para que diga lo que siente, duda y se embrolla entre "Me hace cosquillas" y "Me hace rasquillas". Toda sensación, si uno quiere respetar su vivacidad y su acuidad induce a la afasia. Ahora bien, Stendhal tiene que ir aprisa, ésa es la exigencia de su sistema; porque lo que quiere anotar es la "sensación del momento"; y los momentos, como ya hemos visto a propósito del tempo, sobrevienen con irregularidad, rebeldes en toda medida. Es por una fidelidad a su sistema, por fidelidad a la propia naturaleza de su Italia, "país de sensaciones", por lo que Stendhal desea una escritura rápida: para correr más, la sensación se somete a una estenografía elemental, a una especie de gramática expeditiva del discurso en la que se combinan incansablemente dos estereotipos: lo bello y su superlativo; pues nada es más rápido que el estereotipo, por la simple razón de que se confunde, y siempre por desgracia, con lo espontáneo. Hay que ir más lejos en la economía del discurso italiano de Stendhal; si la sensación stendhaliana se presta tan bien a un tratamiento algebraico, si el discurso que alimenta es continuamente inflamado y continuamente vulgar es porque esa sensación, curiosamente, no es sensual; Stendhal, cuya filosofía es sensualista, es quizás el menos sensual de nuestros autores y ésa es la razón por la que, sin duda, resulta tan difícil aplicarle una crítica temática. Por ejemplo, Nietzsche –estoy tomando adrede el extremo contrario- hablando de Italia es mucho más sensual que Stendhal: sabe describir temáticamente la comida del Piamonte, la única del mundo que apreciaba.

Si yo insisto en la dificultad para hablar de Italia, a pesar de la cantidad de páginas que cuentan los paseos de Stendhal, es porque veo en ello una especie de suspicacia acerca del propio lenguaje. Los dos amores de Stendhal, la Música e Italia, son, por así decirlo, espacios al margen del lenguaje; la música lo es por estatuto, ya que escapa a toda descripción, y no se deja expresar, como ya se ha visto, más que a través de su efecto; e Italia alcanza el estatuto del arte con el cual se confunde; no tan sólo porque la lengua italiana, como dice Stendhal en De l’amour, "hecha mucho más para ser cantada que para ser hablada, sólo se sostendrá contra la claridad francesa que la invade gracias a la música"; sino también por dos razones más extrañas; la primera es que, para el oído de Stendhal, la conversación italiana tiende sin cesar hacia ese límite del lenguaje articulado que es la exclamación: "Es una velada milanesa", anota con admiración Stendhal, "la conversación sólo consistía en exclamaciones. Durante tres cuartos de hora, de reloj, no hubo una sola frase acabada"; la frase, la armadura acabada del lenguaje, es la enemiga (basta con recordar la antipatía de Stendhal hacia el autor de las más bellas frases del francés, Chateaubriand). La segunda razón, que aparta preciosamente a Italia del lenguaje, de lo que yo llamaría el lenguaje militante de la cultura, es precisamente su incultura: Italia no lee, no habla, sino que exclama, canta. Ahí reside su genio, su "naturalidad", y es por esa misma razón por lo que es adorable. Esta especie de suspensión deliciosa del lenguaje articulado, civilizado, Stendhal la encuentra en todo lo que Italia hace por él: en "el ocio profundo bajo un cielo admirable (estoy citando a De l’amour…;) la falta de lectura de novelas y casi de toda lectura, que deja más terreno aún a la inspiración del momento; la pasión de la música que excita en el alma un movimiento tan semejante al del amor".

Así pues, una determinada sospecha acerca del lenguaje alcanza esa especie de afasia que nace del exceso de amor: ante Italia y las Mujeres, y la Música, Stendhal se queda literalmente desconcertado, es decir, interrumpido incesantemente en su locución. Esta interrupción de hecho es una intermitencia: Stendhal habla de Italia con una intermitencia casi cotidiana, pero duradera. Lo explica perfectamente él mismo (como siempre): "¿Qué partido se puede tomar? ¿Cómo pintar la dicha enloquecida…? A fe mía, no puedo continuar, el tema sobrepasa al que lo trata. Mi mano ya no puede escribir más, lo dejo para mañana. Soy como un pintor al que ya no le alcanza el valor para pintar una esquina de su cuadro. Para no echar a perder el resto, esboza alla meglio lo que no puede pintar…" Esta pintura de Italia alla meglio que ocupa todos los relatos del viaje italiano de Stendhal es como un garabato, un monigote, quizá, que a la vez nos cuenta del amor y de su impotencia para expresarlos, porque es un amor cuya vivacidad lo sofoca. Esta dialéctica del amor extremo y de la pasión difícil es algo así como la que conoce el niño pequeño –aún infans, privado del lenguaje adulto- cuando juega con lo que Winnicott llama un objeto transicional; el espacio que separa y a la vez une a la madre y a su bebé es el espacio mismo del juego del niño y del contra-juego de la madre; es el espacio todavía informe de la fantasía, de la imaginación, de la creación. Tal es, según mi parecer, la Italia de Stendhal: una especie de objeto transicional cuyo manejo, lúdico, produce esos squiggles notados por Winnicott y que son en este caso diarios de viaje.

Si seguimos con los Diarios, que explican el amor a Italia, pero no lo comunican (al menos ése es el juicio de mi propia lectura), nos quedaríamos reducidos a repetir melancólicamente (o trágicamente) que no se consigue nunca hablar de lo que se ama. No obstante, veinte años más tarde, gracias a una especie de a destiempo que forma parte de la retorcida lógica del amor, Stendhal escribe páginas triunfales sobre Italia, páginas que, esta vez inflaman al lector que soy (pero que no es el único) de ese júbilo, de esa irradiación que el diario íntimo decía pero no comunicaba. Esas admirables páginas son las que forman el comienzo de La Cartuja de Parma. Hay una especie de milagrosa concordancia entre "la masa de felicidad y placer que hizo irrupción" en Milán con la llegada de los franceses y nuestra propia dicha como lectores: el efecto contado coincide al fin con el efecto producido. ¿A qué se debe ese cambio? A que Stendhal, al pasar del Diario a la Novela, del Album al Libro (haciendo uso de una distinción de Mallarmé), ha abandonado la sensación, parcela viva pero inconstruible, para abordar esa gran forma mediadora que es el Relato, o, mejor dicho, el Mito. ¿Qué es lo que se necesita para hacer un Mito? Hace falta la acción de dos fuerzas: primero un héroe, una gran figura liberadora: Bonaparte entrando en Milán, penetrando en Italia como lo hizo Stendhal, más humildemente, al descender del San Bernardo; a continuación, una oposición, una antítesis, un paradigma, en suma, que pone en escena el combate del Bien y del Mal y produce así lo que falta en el Album y pertenece al Libro, a saber, un sentido: por un lado, en esas primeras páginas de La Cartuja, el aburrimiento, la riqueza, la avaricia, Austria, la Policía, Ascanio, Grianta; por el otro lado la embriaguez, el heroísmo, la pobreza, la República, Fabricio, Milán; y, sobre todo, a un lado el Padre, al otro las Mujeres. Al abandonarse al Mito, al confiarse al libro, Stendhal alcanza gloriosamente lo que había en cierto modo fallado en los álbumes: la expresión de un efecto. Este efecto –el efecto italiano- tiene por fin un nombre que no es aquél, tan vulgar, de la belleza: es la fiesta. Italia es una fiesta, esto es lo que comunica al fin el preámbulo milanés de La Cartuja, que Stendhal hizo bien en mantener contra las reticencias de Balzac: la fiesta, es decir, la trascendencia misma del egotismo.

En suma, lo que ha pasado –lo que ha atravesado- entre el Diario de viaje y La Cartuja es la escritura. ¿Y eso qué es? Un poder, probable fruto de una larga iniciación, que descompone la estéril inmovilidad del imaginario amoroso y que da a su aventura una generalidad simbólica. Cuando era joven, en la época de Rome, Naples, Florence, Stendhal podía escribir: "…cuando miento, me pasa como a M. de Goury, que me aburro"; él aún no sabía que existía una mentira, la mentira novelesca, que sería –oh milagro- la desviación de la verdad, y, a la vez, la expresión por fin triunfante de su pasión italiana.