EL LIBRO PERDIDO DE LOS ORIGEXIONISTAS, Orlando Luis Pardo Lazo

Orlando Luis Pardo, todos los lunes desde La Habana, con su columnata, Lunes de post-revolucción.


Voy a seguir contando las cosas que no fueron, lo que se echó a perder por algunas palabras.

"En diciembre, viendo volar", A.J.P.

La fiesta vigilada


A Antonio José Ponte (Matanzas, 1964) decidí leerlo gracias a un gracia de Fidel D. Castro: trovador que dirige El Caimán Barbudo y heterónimo de los best-sellers de El Diablo Ilustrado. Fidel D. Castro acusaba a Ponte en la revista Temas de ser uno de esos "jóvenes intelectuales orgánicos del anticastrismo de segunda generación".


Era circa 2002 y, por supuesto, yo no sabía qué significaba semejante lexema entrecomillado. Mucho menos sabía de la existencia de esa pedante fonía del hezpañol: lexema. Pero si El Diablo Ilustrado estaba tan furioso como para que su heterónimo Fidel D. Castro cometiese un exabrupto así, entonces yo quería leer al autor desencadenante. Y así llegué a él.


Leí a Ponte como exorcismo contra la prosa poética de El Diablo Ilustrado y sus diez millones de lectores locales (incluido yo). Leí a Ponte como la maldición contagiosa de un HIV-pólitipositivo. Leí a Ponte en tanto causa primera de "una diatriba contra el fundador de la nación cubana: ni los enemigos de Martí en vida fueron jamás tan lejos en su intento de denigrarlo" (¿cómo la oficiosa Temas no censuró una línea tan promocional?). Leí a Ponte como desinencia de la disidencia, como barbarie y ejercicio limítrofe de incivilitez (valga el barbarismo). Leí a Ponte como campañita (sin)táctica de analfabetización, como guerrillero dextrógiro a las órdenes de los "actuales anexionistas" (Fidel D. Castro dixit): un Narcisista López o un José Antonio Aponte calesero de nuestra sigloveintiumnidad. Más preocupante aún: leí a Ponte para imitar su pose literaria entre esos "jóvenes intelectuales orgánicos del anticastrismo de segunda generación". Lo leí con la misma avidez de un clásico para Todas-las-Edades de nuestra incipiente pornopolítica: PornTE. Y, para resumir este alef maléfico, lo leí como Puente con ese siglo XXI que mi generación Año-Cero aún no se atreve a fundar (ver mis "RefleXXIones" en el episodio-4 del e-zine de escritura irregular The Revolution Evening Post).


Antonio José Ponte en persona, por su parte, con sus dos nombres de próceres independentistas cubanos del XIX (dos lápidas que tal vez le pesen piñerianamente demasiado), poco después desplegaba toda su cinicrónica elegancia para refutar unos textos míos que le envié por e-mail: "Épater les prolétaires", se titulaba aquel fichero fatal. En el 2004, para colmo de concurrencias, como jurado Ponte favoreció mi cuento "Sweet Habana" en un concurso convocado aquí por la Embajada (del Partido Popular) de España, evento que levantó tantas ronchas como dólares no ya en el campo sino en el campismo literárido local.


Ahora, en un mayo de 2008 con arenas del Sahara contaminando la atmósfera del Caribe (lo que ha provocado una esterilizante oleada de calor), vuelvo a leer a Ponte desde nuestros respectivos exilios: geopolítico el suyo, ocioexcritural el mío. Se trata de un libro prestado, casi alquilado: "La fiesta vigilada" (Narrativas Hispánicas, Anagrama, España 2007). Y, como era previsible, acaso por ósmosis inversa, terminé releyendo de paso los dos libros de El Diablo Ilustrado editados en Cuba por el propio Fidel D. Castro (queda pendiente una columna para "Fogonero Emergente" que se llamará El Diablo y el Estado).


"La fiesta vigilada" es, por fin, lo que no ha podido hacer Ponte con su anterior narrativa hispánica (entre otras cosas, porque la narrativa en sí ya está imposibilitada de hacer algo). "La fiesta vigilada" es el desplazamiento del relato hacia una ensayística personal de muchas lecturas y pocas citas, de muchos cortocircuitos asociativos y poco rigor mortis academicoide, de una sobredosis de ficción pura a partir de un sobrecogedor purismo testimonial. Es una paradójica exquisitez. Y una joya jovial, hilarante y dramática: trama sin trauma, entertainment light de alta narratividad reflexiva. Son capas y capas de un imaginario horizontal que da la impresión de recubrirlo todo desde la superficie: don de la interfase ubicua, ubícuba. Es una bocanada de aire freesco en un pantanito preso por tanta tonta estructuración y tantos tópicos típicos.


"La fiesta vigilada" es, pues, un corrimiento de géneros (¿transgenital?) que no tiene nada que ver con el state-of-the-art ni con el know-how de esta epoquita post-epocal, en la cual sobrevivimos los dos o doce escritores remanentes en Cuba (casi los podría nombrar dentro de este mismo paréntesis). Y, aunque a muchos teóricos les reviente la idea, nuestra newrrativa transnacional ha de pasar por estos "cotos de menor realeza" (y realismo). Estéticamente, nos debería dar pena seguir formalizando historietas, como si escribir tuviera algo que ver con contar y, en última instancia, escribir. Éticamente, alguien tenía que oficiar de verdugo y, escalpelo en mano, protagonizar la autopsia de un corpus literari que, aún sobresaturado de suicidas, nunca se ha sabido del todo suicidar.


En este sentido, "La fiesta vigilada" es programático sin trazas de lo pedagógico: traza líneas de fugas como una shooting-star o un cometa que no volveremos a ver en vida. Los que no lo saben leer, lo loan: ahí están las notas de contracubierta y solapa. Los que lo saben no leer, lo lian con cualquier otra cosa: incluida la prosopoética levotrovadoresca de El Diablo Ilustrado. Este libro opera como una fiesta de perchero que te invita a ejercer tu derecho a la liberatura. Así como en "Archipiélago GULAG" Alexander Solzhenitzin lamenta la pérdida de la capacidad de narrarse uno mismo, así yo he recuperado la mía con la lectoura de este viaje inmóvil dentro y fuera de Cuba. "Afina tus sensores y afloja tu autocensor"; "afinca rodilla en tierra y afánate en una obsesión"; "la vida que pierdas en La Habana la habrás perdido exclusivamente en La Habana"; "sé político antes que polite (o siempre serás un pionerito redactor)": yo he recibido estas teleclases al leer a Ponte con un océano de por medio. Por eso ahora lo remiendo y lo recomiendo.


En verdad, es un texto propenso de anexionismos: plurineuronal en su múltiple conectividad, relajado y abierto a la Cuba que siempre ha sido y, por eso mismo, nunca fue ni podrá ser. Es un texto inactual, como corresponde para no agotarse. Es una novela decepcionante si alguien quiere saber algo de Cuba con ella (para eso está el Departamento de Opinión del Pueblo, adscrito creo al PCC). Es un ensayo despótico donde no hay cabida para una hipócrita equidad: su ego gotea en cada sentencia (se impone de tan Ponte), y uno percibe que semejante discurso es autocanónico ya. Tal oficio de ofidio atrae hipnóticamente, como todo autor extrañado que se convence a sí mismo de su flujo mnemónico y su estilo self, sin grandes verosimilitudes y sin ninguna anagnórisis moral: la ironía lo relativiza todo y persuade de tan suave y caústica, casi a pH cero. Es un pensar-escritura sticky que Ponte resuelve dialógicamente desde su propia invaginación, remando a solas contra lugares cómicos de tan comunes, sin más aliado que una altanera alteza, hasta que de pronto ya es demasiado tarde para que replique el lector (con la salvedad de El Diablo Ilustrado tal vez). "Si lo dejan hablar", decía mi abuela Cristina, "no lo matan". To kill a mocking-ponte.


De ahí, tal vez, la prohibición que gravitó sobre él desde su expulsión virtual de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Cero publicación, cero presentación en público, cero permiso temporal de salida: en una pontefóbica Operación 03P, cuya involuntaria excepción sería acaso el show televisivo infantil que todavía arrastra su nombre ("Ponte al día", Canal Cubavisión, domingos 9:15 AM). De ahí, tal vez, la negativa de Ponte cuando un top-funcionario de Cultura le ofreció una tregua fecunda para editar en Cuba su libro perdido "El libro perdido de los origenistas" (Aldus, México 2002). De ahí, tal vez, los rumores ministeriales sobre su presunta autoría de "La lengua suelta" de Fermín Gabor, esa otra suerte de Diablo Ofuscado de la derecha desfachatada cubanietzsche. Y por ahí, también, el susto de secuestro que casi tuvo la tirada del #8 de la revista Extramuros (La Habana, enero/abril 2002), cuando se detectó publicada allí una reseña de Ponte que, a la postre, creo que fue su colofón intranacional.


En otro sentido, "La fiesta vigilada" funciona como una de esas guerrillas semióticas que, por más que las mercadee Umberto Eco, no tienen tanto eco en Cuba como su culebrón bilingüe medieval. "La fiesta vigilada", en tanto máquina de moler edipo-adolescenteces ñoñas y roñosas, es la no-ficción ficticia menos necional que he leído en lo que va de este siglo XX infinito. Es un gesto de adusta adultez en un medio adulterado y medio. Y ese arte de corte y desvío Ponte lo consigue sin dejar de contextualizar ni una sola de sus 240 páginas de fiesta vigilada o forzosa vigilia.


Supongo que esta sea una aceptable lección (o loción) para que el cadáver de Calvert Casey no siga intrigado en cómo narrar costumbres sin caer en el costumbrismo. Porque, y esto lo saben bien carniceros tugurizados de La Habanada, cortar es sólo aprovechar los huecos negros innatos a todo cuerpo o corpus patrio. De hecho, antes o a la par que Ponte, los escritores del proyecto Diáspora(s) ya habían pretendido cavar "huecos conceptuales" dentro de una "sublimidad-de-la-mentalidad-literaria" que "tiende a simplificarlo todo" para "convertirlo en LiteraturaNación", dentro de un "espacio envejecido por la tradición y la ontología reaccionaria de sus escritores": incluidos los "lugares comunes" de la "identidad nacional", el "fundamentalismo origenista", y el "canon de lo cubano como medida de todas las cosas". Según ellos, "un poquito terror literario –sobre todo en los medios de representación– no le haría daño a la nación [...] entendida como el lugar de las letras: al Canon Nacional de las Letras, siempre inflacionario –hasta el ridículo– en cualesquiera de sus aspectos". (Lástima que las autoridades policiaco-literarias discreparan de ellos y muchos terminaran diasporizado(s), no sin sus respectivos empujones y almuercitos de reconciliación.)


Esquizocondriaco más que paranoico, el narrador de "La fiesta vigilada" tiende espontáneamente hacia la Seguridad del Estado. Sea ahora el Museo de la Inteligencia o, como en su novela "Contrabando de sombras" (Mondadori, España 2002), el Ministerio de la Guerra después de la Guerra: el efecto colateral es el mismo. Intuyo que Ponte intuye que los peritos segurosos son los últimos lectores piglianos de nuestra realidad: es decir, constituyen el narratario por excelencia a quien dirigir automática y (surrea)listamente cualquier conato de creación. Al respecto, aunque sea odioso auto(fago)citar el mismo bullet-in digital, en mis "RefleXXIones" asumo que esos dulces agentes secretos que literariamente nos atienden son ya los únicos que literalmente aún nos atienden, siendo ellos "los núcleos narrativos que tiñen de sobreentendido cada frase y cada gesto cubano, por más que parezcan ser de origen espontáneo o incluso contestatario" (acaso el mío sea un caso crítico del Síndrome de Estoeselcolmo, pero nadie delira como quiere sino como puede).


Excluido de honor de las antologías sigloveintureras nacionales, Ponte ha chapoteado en amarguinútiles polémicas ad hominem que sellaron su aislamiento insular. Castillo sin puentes de apoyo en el gremio, siempre lo imaginé cabeceando en el comedor de su casa sobre un mantel de alusiones gástricas (incluido un pomito de Alusil), o regando con un spray reciclado sus maticas en maceticas, mientras el desierto crecía grano a grano a su alrededor con cactus de alambre de púa (que en inglés espectral se subtitula barb-wire: un alambre tan barbudo como un caimán).


"La fiesta vigilada", para rematar, en tanto arte del desastre, regurgita esa vocación de ruin "ruinólogo" que atraviesa "Contrabando de sombras", pero también los otros libros que conozco de él: "Las comidas profundas" (Deleatur, Francia 1997), "Cuentos de todas las partes del Imperio" (Deleatur, Francia 2000), y el poemario "Asiento en las ruinas" (Letras Cubanas, Cuba 1997). No por gusto el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana (2006) rechazó por motivos técnicos el filme de Florian Borchmeyer donde Ponte protagoniza a Ponte en su decorado urbano de posguerra (urbe o ubre reseca): rumiante de ruinas que justifiquen esa invasión apócrifa con que frustrantemente ningún presidente yanqui nos inmortalizó. (En The Revolution Evening Post #4 teorizo al respecto en términos tan tórridos como el "timo que nunca fue", la "anexión como el equilibrio entre una cámara de gas letal y un balón de oxígeno", y la "puertorriquización de la República de las Letras Cubanas, hasta ahora siempre varada en insularismos integristas, diásporas disidentes, y otras cacharrosas cursilerías".) Es también en dicho filme alemán ("Havanna: Die Neue Kunst Ruinen Zu Bauen") donde Ponte rompe el hechizo del Innombrable y, al contrario de su último libro, por primera vez se anima a pronunciar la palabra clave Fidel, pues lo más parecido en el vocubalario de "La fiesta vigilada" es la falsa cognada Eiffel.


Estando dicha palabra clave en el retiro irreversible de su propia sección "Reflexiones" (es sabido que en otra vida a Fidel Castro le hubiera gustado ser escritor); estando el falso cognado Fidel D. Castro renuente a confesar la gracia de sus diabluras ilustradas para grandes y chicos; y siendo Antonio José Ponte director de la revista Encuentro de la Cultura Cubana que se edita en Madrid (recién me ha publicado el cuento "Ipatria, Alamar, un cóndor, la noche y yo"); tengo la ilusión de que "nuestro hombre en La Habana" por fin pueda serlo ahora yo. Yo, un fantasma que corre y corroe las runas ilegibles de La Habanada. Yo, un topógrafo intrigulador o un duelista en terra aliena. Igual es un placer y un privilegio ser el único paseante de esta ciudad abandonada en tanto iconografía histórica: Troya de tramoya bajo las sucesivas fallas de nuestra non-fiction ficción. La arqueología podrá ser el pasto más potable de los deprimidos, pero es sólo desde esta enfermedad llamada esperanza que yo me explico las dos últimas cifras del prontuario inaugural (septiembre 1997) de la revista independiente Diáspora(s):


17- Pensar que se triunfa.

18- Vivir de esa ilusión.


Para el futuro, no me queda ya nada que declarar excepto el siguiente diálogo telescópico que, a pesar de su prolija intertextualidad con Our Man in Havana de Graham Greene, Ponte olvida invitar a nuestra fiesta vigiladamente innombrable:


Agente Wormold: "Quiero saber quién es Raúl".


Doctor Hasselbacher: "Ya lo sabe".


Agente Wormold: "No tengo ni idea".


Ignorante del RDAlemán, sintonizo sólo el subtitulaje del espía británico: Worm-old, gusano viejo.