Stephen Raleigh Byler: Searching for intruders


(Lancaster, Pennsylvania). Escritor. Master en religión en la Universidad de Yale. Reside en Livingston, Montana. Searching for intruders (Perennial, New York, 2003) es según el autor una "novela en cuentos" que incluye once cuentos y once minicuentos. Por cortesía del autor, Cacharro(s) tradujo estos últimos por primera vez al español.

Traducción de Sandra Vigil Fonseca

U-Haul
La noche en que mi padre se mudaba peleó con su hijo mayor. Fue una pelea cerrada. Mi padre era gordo, mientras que mi hermano era atlético y delgado. Mi hermano evitaba los golpes y al principio parecía incluso que podría ganar. Pero mi padre bajó los hombros, echó su peso encima de él, y lo arremetió contra la pared. Un reloj de cuco que mis padres habían comprado en Suiza se desprendió y cayó sobre la cabeza de mi hermano. El reloj era puntiagudo y pesado y le cortó el cuero cabelludo e hilillos de sangre corrieron por sus mejillas. Después de la sangre, se abrazaron y mi hermano lo ayudó a cargar sus cosas hasta el camión U-Haul que estaba afuera.

Pequeña Liga
Mi padre regresó de nuevo tras uno de sus romances. Yo estaba enfermo. Salía del baño cuando oí los gritos. Oí un golpe seco, vidrios rotos, y entonces los gemidos comenzaron.

Mi bate de béisbol de la Pequeña Liga estaba en el pasillo que da al cuarto de mis padres. Lo había soltado allí el día anterior junto con mi uniforme sucio. Lo agarré y abrí con cuidado la puerta del cuarto. Mi padre estaba arriba, su culo desnudo hacia mí, girando. Mi madre estaba debajo, gimiendo, fuera de mi vista.

Cerré la puerta sin que se dieran cuenta y me llevé el bate escaleras abajo. Me senté con él en el sofá y pensé a fondo qué hacer. Traté de escuchar desde allí pero no oí nada más. Para entonces ya todo había terminado. Me acosté en el sofá y halé la colcha sobre mi cabeza. Me dormí, enseguida.

Flácido
Mi madre nos había permitido una perra en contra de la voluntad de mi padre. Cuando llegaron los cachorritos, fue él quien los atendió. Con mi madre trabajando hasta tarde y el resto de nosotros, pensó él, durmiendo, los empaquetó en un saco de tela basta. Yo me deslicé de la cama y lo seguí en ropa interior hasta el río. Tras sumergirlos un rato, los dejó flotar río abajo. Me mantuve escondido entre los arbustos hasta que él volvió adentro y entonces corrí río abajo y les di alcance. No se habían hundido. Me adentré y los intercepté. Uno aún se movía dentro, pero cuando lo saqué y lo puse en la orilla, ya se había puesto flácido en mi mano.

Conejillo
Nos topamos muy quieto al conejo. Masticaba yemas de trébol y estábamos lo suficientemente cerca como para ver su boca trabajando en rápidos, circulares mordiscos. “Es tuyo”, dijo mi padre. Levanté el arma y lo puse a tiro, pero no halé el gatillo de inmediato. “Dispárale al cabrón antes de que huya”, dijo. Disparé y le di por la parte trasera. Se revolcó y chilló, pero no podía correr. Cuando nos acercamos, pregunté si debía disparar de nuevo. “Liquídalo con el pie”, dijo mi padre. Lo pateé, pero no con demasiada fuerza. El animal rodó y se retorcía. “Así, mira”, dijo mi padre. Enganchó la cabeza del conejo con el tacón de su bota y la enterró en el lodo hasta que dejó de moverse y chillar. Entonces lo pateó varias veces para asegurarse de que había terminado.

Dieta
Regularmente, mi padre le decía a mi madre que estaba gorda. Si uno de nosotros no cogía un sólo pedazo de pescado al pasarse el plato, la cuchara de mi padre crujía como un martillo sobre nuestras cabezas. La dieta no era solamente para mi madre sino para todos nosotros, decía. Una vez cuando la cuchara caía sobre mí, el hijo menor, mi madre trató de intervenir, pero él la arrastró de la mesa por los pelos.

Golf
La nariz y las orejas de mi padre se carbonizaron y la cabeza se le hinchó al triple. Podía oír, pero no hablar. Una vez, antes de morirse, un viejo colega traspasó el puesto de enfermería de la U.C.I. y encontró su cama. El hombre le dijo que jugarían de nuevo al golf en pocas semanas. Pero sus manos y pies ya no existían. Se habían consumidos a muñoncitos.

Luchador
El cirujano habló con sus manos sobre la mesa, sus gruesos dedos entrecruzados.
“Ustedes entienden, si vive, quedará severamente desfigurado”, dijo.
“Entendemos”.
“Severamente desfigurado”.
“Sí”.
“Tiene mucho dolor”.
Cabeceamos y lo miramos fijo.
“Es posible que no pueda usar sus manos. Estadísticamente, no tiene posibilidades. Está fuera de pronóstico”. Nos miró por encima de sus espejuelos y entonces se los quitó y los dejó oscilar en la cuerda alrededor de su cuello. Sacudió la cabeza. “Los injertos continuarán por años. Es muy caro, muy doloroso. Sería un milagro”.
“Es muy testarudo. Es un luchador. Eso creemos”, dijimos.

Fiesta
Ocho o diez doctores corrieron desde el salón de espera hacia la unidad de quemados sin enjuagarse. Nosotros, la familia, sólo mirábamos. Habíamos estado allí esperando noticias.
“¿Dónde es?”, preguntó un doctor.
“Cama Cuatro”, respondió una enfermera.
En pocos minutos, las puertas eléctricas se abrieron y el personal regresó en fila. Un doctor que había escuchado el código azul desde otra ala sólo ahora se aparecía. Los otros doctores retiraban las mascarillas de sus caras y se despellejaban los guantes de látex.
“Le echaron calderilla a los perros”, dijo uno de ellos, sonriendo. “Se acabó la fiesta”, dijo.

Melocotones
Los padres de mi amigo Travis habían sido apuñalados y él quería pasar el verano en la finca familiar donde murieron. Me mudé con él. Un día me relajaba sobre un cojín de la sala cuando lo oí gritar desde el sótano. Se suponía que la policía hubiera limpiado la escena del crimen, pero parte de la sangre se escurrió entre las tablas del piso y había goteado hacia la despensa. Allí manchó los pilares de madera que salían de la tierra para sostener la casa. Y corrió hasta las potes de melocotón que su madre había envasado el otoño anterior.

Barbecue
Era el primer Día de las Madres desde que los padres de Travis fueron apuñalados. Decidimos quedarnos en su finca para hacer un barbecue y mirar fotos. Me ofrecí para asar la carne.
Había un juego de cuchillos colgando en sus fundas, en una percha, cerca del fregadero. Cuando fui a quitar la grasa de los filetes, noté que faltaba uno.
Más tarde, Rudy fregaba los platos y yo se los iba alcanzando desde la mesa del picnic en el portal, afuera.
“¿Están todos los platos?”, dijo Rudy, colgando los cuchillos.
Travis entró en la cocina y abrió la puerta del refrigerador. Esperamos a que sacara una cerveza y la abriese. Esperamos hasta que saliera otra vez.
“¿No va otro cuchillo aquí?”, dijo Rudy, después que Travis había salido.
“No, no hay más. Los platos sí están todos. A ese juego le faltaba uno”, dije.

Ciervo
El día después del funeral de Alethea, me largué manejando por mi cuenta. En el algún lugar del Medio Oeste, tarde en la noche, un ciervo saltó frente al auto y lo golpeé a bocajarro. Las patas delanteras se rajaron en dos y empujaba con las otras arrastrando las quebradas cuyas pezuñas se columpiaban. Trataba de correr, pero ya no iría a ninguna parte. Sus ojos se revolvían en las cuencas y me buscaron al acercarme. Se me ocurrió que lo más piadoso sería matarlo –cortarle la garganta o romperle el cuello de algún modo– pero lo dejé que luchase allí, aún sabiendo que no tenía posibilidad real de vivir.

Traducción de Sandra Vigil Fonseca
Versión Cacharro(s) publicada en el expediente 4, enero-febrero, 2004