Poemas de Nailé Piñeiro





Nailé Piñeiro
vive en Cuba.
Poeta y fotógrafa





ORIFICIO

Dentro a orificio conciso
pulsa a través del flujo
rasga
tras la boca
el impulso.

Los labios se ahuecan
para pronunciarla
estáticos
en bloque
no saben
qué palabra dar
para que encaje
en esa
una boca
entreabierta
sostenida.


GESTO SINGULAR

Estentórea comitiva: dientes cosidos y boca–tapujos en serie.
Reservados rojos de ventanillas tragaluz en acodados ministerios.
Se crea
el mundo.
Trago la mañana y la noche.
Y todavía se hace.
Repito : La belleza es un gesto singular, al levantarme.
La serie entona sus infinitos capítulos:
sus abracadabras y gazmoños ciernes, sus hipotecas y familiares,
su servicio militar, sus pendencias bursátiles.
Cierro la boca sino me quedaré sin dientes para molerlos.
Cierro la boca y sobrevivo.
Repito : La belleza es un gesto singular.
Sé de mohosos lugares donde la lengua se diseca,
donde aprende a leer contra–recibos.
Me repito, una y una y otra vez: La belleza es un gesto singular.

CARNE

Y la carne… chamuscada
el flojo deseo para volver incontado.
Piafa hacia arriba por el bamboleante columnar hasta…
la carne.
Vuelve a fluir fugaz el antónimo.
Un cuerpo supurante, arrastrado, que no ceja,
vulvando en lo viscoso para volver peregrino.
Calambre adentro retornando a la cláusula.
Aún el destajo es forzoso,
no incluye brevedad ni fin,
es solo un estertor al que se vuelve.

REFRIGERIOS

Refrigerios y jeringonza húmeda, letras pasadas,
corridos pliegos grasosos y estrujados en el roce,
descriptores amontonados para emerger,
Oh emerger la Diatriba,
Oh acallar las sonantes.

HUERAS

Hueras
Portátiles
Zancudas

Goznes y retacas
El póstumo
y pan de arroz,
a quijada –más de Lo mismo–

Vierta
Sobre
Lo mismo
quijada
y siga tragando:
Hueras
Portátiles
Zancudas


TANTO DAR CON EL CUERPO VIDA PERDIDA EN LA BELLEZA DE TU FRAGILIDAD

Retirada de las palabras que dejo salir resbalando de la boca
-----------------------------------------------/innecesaria…
interacciones mítines o rituales fechas
me reduzco a cuartos y ventanas… y el bulto del afuera está
-----------------------------------------------/difuminado y
escurridizo... esta ciudad portátil
El tiempo ahora real
... me ulcera el dolor, este dolor sedado que no me hace arrastrar
------------------------------------------------/ni cruzar calles
ni sortear mi cuerpo las raspaduras del metal móvil, esa velocidad
------------------------------------------------/que bien podría
rasgarme un poco… pero ni eso… ni muerte
… un revoloteo incesante de participios y gerundios… claves…
........................................................................--....../ni leer la línea
anterior para hacer literatura… Ánimos
vacío de a piltrafa… rocío de gallo con cafetín
y sal pa fuera tal vez… a qué digo yo… a huir
y sal pa dentro, a qué, digo yo…
para acabar pinchando con un muro, de cara al muro según moral
-----------------------------------------------/y cemento.
… De donde habré sacado
tanta alegría...
de sus, zipppp y rush del quicio y me inflé como una golfa y me
---------------------------------------------- /volví caminando
hasta meter la llave y llegar a la cama… y a la mañana… con el sol
-----------------------------------------------/entrándome a
la cabeza y el silencio amortiguado.
Rasgaba papelitos a media esquina… para no romperme ahí mismo
y
seguía... sentía… goce... enardecimiento rectal autèntico… o venida
-----------------------------------------------/de culo súbita...
según el aire...
Ahora las tripas hacen dos abdominales y
las comisuras se estiran... no más hasta la arruga y ahí comienzan
-----------------------------------------------/a retornar
De la vida en mí... movimiento–brazos y piernas
y muecas agitándose, busco–pierdo con vértigo
Mañana trataré de vivir un DíA real...
REcorreré los gestos desde cada tendón…tiraré del revisor y
-------------------------------------------- /otros cuerpos sin
premura... lo intentaré...
Read more

Jean-Luc Godard: Bergmanorana (Ingmar Bergman)

Cahiers du Cinéma, n.º 85, julio de 1958. Jean-Luc Godard por Jean-Luc Godard,

traducción de Gustavo Londoño.

En la historia del cine hay cinco o seis films cuya crítica suele hacerse con estas únicas palabras: «¡Es el mejor film!» Porque no hay elogio mejor. En efecto, ¿para qué hablar más ampliamente de Tabou, de Viaggio in Italia o de la Carrosse d'Or? Como la estrella de mar que se abre y se cierra, éstos son films que logran mostrar y esconder a un tiempo el secreto de un mundo del cual son a la vez sus únicos depositarios y sus fascinantes reflejos. La verdad es su verdad. La llevan en lo más profundo de sí mismos y sin embargo la pantalla se desgarra en cada plano para sembrarla a los cuatro vientos. Decir de ellos: «es el mejor film», es decirlo todo. ¿Por qué? Porque es así. Y sólo el cine puede permitirse utilizar sin falsa vergüenza ese razonamiento infantil. ¿Por qué? Porque es el cine. Y el cine se basta a sí mismo. Para ponderar los méritos de Welles, de Ophuls, de Dreyer, de Hawks, de Cukor e incluso de Vadim basta decir: ¡es cine! Y cuando los nombres de grandes artistas del pasado aparecen, por comparación, en nuestra pluma, no queremos decir nada distinto de esto. ¿Cabe imaginar, por el contrario, una crítica que elogiara la última obra de Faulkner diciendo: es lectura, o de, Stravínski o Paul Klee: es música, es pintura? Y aún menos de Shakespeare, Mozart o Rafael . Tampoco es imaginable que a un editor, a Bernard Grasset, por ejemplo, se le ocurra lanzar a un joven poeta bajo el lema: ¡esto es poesía! Incluso cuando Jean Vilar hace una chapucería con Le Cid, no se atreve a poner en los carteles: ¡esto es teatro! Mientras que «¡esto es cine!» más que en santo y seña se convierte en grito de guerra tanto para el vendedor de films como para el aficionado. En pocas palabras entre los distintos privilegios de que goza el cine el menor no es el erigirse en razón de ser su propia existencia y, por ese mismo hecho hacer de la ética su estética. Cuatro o seis films dije, +1, ya que Sommarlek es el mejor film.

El último gran romántico

Los grandes autores son probablemente aquellos cuyos nombres nos vienen a los labios cuando resulta imposible explicar de otro modo las sensaciones y múltiples sentimientos que nos asaltan en ciertas circunstancias excepcionales, ante un paisaje sorprendente, por ejemplo, o un suceso inesperado: Beethoven, bajo las estrellas, en lo alto de un acantilado azotado por las olas; Balzac cuando, visto desde Montmartre, diríase que París nos pertenece; pero en lo sucesivo, si el pasado juega al escondite con el presente en el rostro de aquella o aquel que amamos; si la muerte, cuando humillados y ofendidos logramos por fin formularle la pregunta suprema, nos responde con una ironía completamente valeryana que hay que tratar de vivir, en lo sucesivo; en fin, si las palabras verano prodigioso, pasadas vacaciones o eterno espejismo nos brotan de los labios es porque automáticamente hemos pronunciado el nombre de quien una segunda retrospectiva en la Cinemateca francesa acaba de consagrar, para aquellos que sólo habían visto algunos de sus diecinueve films, como el autor más original del cine europeo: Ingmar Bergman.

¿Original? El séptimo sello o Noche de circo, pase; desde luego Sonrisas de una noche de verano; pero Monika, Secretos de mujeres, son cuando mucho el producto de un Maupassant de segunda, y en cuanto a la técnica: encuadres a la Germaine Dulac , efectos a la Man Ray, reflejos en el agua a la Kirsanoff y escenas retrospectivas en tal abundancia como ya no es posible aceptar; algo pasado de moda, en suma; no, el cine es otra cosa -exclaman nuestros técnicos patentados- ante todo, un oficio.

Pues bien: ¡no! El cine no es un oficio. Es un arte. No es un equipo. Siempre estamos solos: lo mismo en el estudio que ante la página en blanco. Y para Bergman ser solitario es formular preguntas. Y hacer films es responder a ellas. Imposible ser más clásicamente romántico.

Es verdad que de todos los cineastas contemporáneos él es sin duda el único que no reniega abiertamente de los procedimientos apreciados por los vanguardistas de los años treinta, tal y como se prolongan todavía hoy en los festivales de cine experimental o de aficionados. Pero para el director de La sed se trata más bien de audacia, ya que ese baratillo lo destina Bergman, con perfecto conocimiento de causa, a otros films. Esos planos de lagos, de bosques, de hierba, de nubes, esos ángulos falsamente insólitos, esos contraluces demasiado rebuscados dejan de ser, en la estética bergmaniana, juegos abstractos de cámara o proezas fotográficas para integrarse, por el contrario, a la psicología de los personajes en el instante preciso en que se trata, para Bergman, de exponer un sentimiento no menos preciso; por ejemplo, el placer de Monika mientras atraviesa en barco un Estocolmo que empieza a despertarse, luego de su hastío al haber hecho el camino inverso en un Estocolmo que se adormece.


La eternidad en apoyo de lo instantáneo

En el instante preciso. En efecto, Ingmar Bergman es el cineasta del instante. Todos sus films surgen de una reflexión de los personajes sobre el instante presente, reflexión profundizada por una especie de descuartizamiento de la duración, un poco a la manera de Proust, pero con mucha mayor fuerza, como si se multiplicara a Proust por Joyce y Rousseau, y se convierte finalmente en una gigantesca y desmesurada meditación a partir de lo instantáneo. Un film de Ingmar Bergman es, si se quiere, un veinticuatroavo de segundo que se transforma y prolonga durante hora y media. Es el mundo en el espacio que medía entre dos parpadeos, la tristeza entre dos latidos de corazón, la alegría de vivir entre dos aplausos.

De ahí la importancia primordial del flashback en estas escandinavas reflexiones de muchachas que se pasean a solas. En Sommarlek basta con que Maj Britt Nilsson lance una mirada a su espejo, para que parta, como Orfeo o Lanzarote, en busca del paraíso perdido o del tiempo recobrado. Utilizado casi sistemáticamente por Bergman en la mayoría de sus obras, el retorno al pasado deja de ser uno de esos poor tricks de que hablaba Orson Welles para convertirse, si no en el tema mismo del film, al menos en su condición sine qua non. Por si fuera poco, esta figura de estilo, incluso cuando es empleada como tal, tendrá en lo sucesivo la incomparable ventaja de dar una considerable consistencia al guión, ya que constituye a la vez su ritmo interno y su armazón dramática. Basta con haber visto uno cualquiera de los films de Bergman para darse cuenta de que cada retorno al pasado se inicia y acaba «en situación», en doble situación, habría que decir, porque lo más importante es que ese cambio de secuencia, como en lo mejor de Hitchcock, corresponde siempre a la emoción interior del héroe o, en otras palabras, provoca la reactualización de la acción, lo cual es patrimonio de los más grandes. Hemos tomado por facilidad lo que no es más que exceso de rigor. Ingmar Bergman, a quien «los del ofício» describen como autodidacta, da aquí una lección a nuestros mejores guionistas. Veremos que no es la primera vez que lo hace


Siempre adelante

Cuando surgió Vadím, todos lo aplaudimos porque estaba al día, mientras que la mayoría de sus colegas tenían por lo menos una guerra de retraso. Cuando vimos las muecas poéticas de Giulietta Massina, aplaudimos también a Federico Fellini, cuya frescura barroca tenía el aroma de la renovación. Pero este renacimiento del cine moderno ya había sido llevado a su apogeo, cinco años atrás, por el hijo de un pastor protestante sueco. ¿En qué pensábamos entonces cuando apareció Monika en las pantallas parisinas? Todo lo que reprochábamos no hacer a los cineastas franceses, Ingmar Bergman lo había hecho ya. Monika ya era Et Dieu... créa la femme, sólo que logrado a la perfección. Y el último plano de Noches de Cabiria, cuando Gulietta Massina mira obstinadamente hacia la cámara, ¿acaso puede olvidarse que estaba ya, también, en la penúltima bobina de Monika? Esa repentina conspiración entre actor y director que tanto entusiasma a André Bazin ya la habíamos visto, no hay que olvidarlo, mil veces más fuerte y poética, cuando Harriet Anderson, con los risueños ojos empañados por el desconcierto fijos en el objetivo, nos hace testigos de su repugnancia al verse obligada a optar por el infierno en contra del cielo.

No todo el que quiere puede ser orfebre. Ni el que aventaja a los demás es aquel que lo proclama más alto. Un autor verdaderamente original será aquel cuyos guiones no estén necesariamente vinculados a un nombre. Porque Bergman prueba que es nuevo lo que es acertado y es acertado lo que es profundo. Y la profunda novedad de Sommarlek, de Monika, de La sed, del Séptimo sello es, ante todo, la admirable justeza del tono. Desde luego que para Bergman -en eso estamos de acuerdo- un gato es un gato. Pero lo es también para muchos otros, y eso no significa nada. Lo importante es que, dotado de una elegancia moral a toda prueba, Bergman puede adaptarse a cualquier verdad, incluso a la más escabrosa. Es profundo aquello que es imprevisible, y cada nuevo film de este autor desconcierta a menudo a los más cálidos partidarios del precedente. Esperamos una comedia y lo que obtenemos es un misterio medieval. Con frecuencia la única nota común a todos es esa libertad de situaciones que aplaudiría Feydeau, del mismo modo que Montherlant podría aplaudir la verdad de unos diálogos en los que Giraudoux aplaudiría -paradoja suprema- el pudor. De más está decir que esta soberana soltura en la elaboración del manuscrito se ve redoblada, desde el momento en que empiezan a zumbar las cámaras por una maestría absoluta en la dirección de actores. En ese terreno Ingmar Bergman es el igual de un Cukor o de un Renoir. Es un hecho que la mayoría de sus intérpretes, que por otra parte son a menudo miembros de su compañía teatral, son en general actores notables. Pienso sobre todo en Maj Britt Nilsson, cuyo voluntarioso mentón y cuyos gestos de desprecio no dejan de recordar a Ingrid Bergman. Pero hay que haber visto a Birger Malmsten como un jovencito soñador en Sommarlek, y volverlo a ver, irreconocible, como un acicalado burgués en La sed; hay que haber visto a Gunnar Björnstrand y Harriet Andersson en el primer episodio de Sueños de mujeres y volverlos a encontrar, con otras miradas, otros tics y un diferente ritmo corporal en Sonrisas de una noche de verano, para darse cuenta del prodigioso trabajo de modelado de que es capaz Bergman a partir de ese «ganado» de que hablaba Hitchcock.

Bergman contra Visconti

0 guión contra dirección. ¿Estamos seguros? Podemos oponer un Alex Joffé a un René Clément, por ejemplo, porque se trata sólo de talento. Pero cuando el talento roza de tan cerca el genio como para producir Sommarlek, ¿resultan acaso útiles las disertaciones exhaustivas tratando de establecer quién es en último término superior al otro entre el autor completo y el puro director de cine? Tal vez así, después de todo, porque se trata de analizar dos concepciones del cine una de las cuales tal vez tenga más valor que la otra.

Grosso modo, hay dos tipos de cineastas: los que van por la calle con la cabeza baja y los que van con la cabeza alta. Los primeros, para ver lo que ocurre a su alrededor, están obligados a alzar frecuente y repentinamente la cabeza moviéndola a derecha e izquierda para abarcar, gracias a una sucesión de miradas, el campo que se ofrece a su vista. Ellos ven. Los segundos no ven nada, sino que miran, fijando su atención en el punto preciso que les interesa. Cuando ruedan un film, el encuadre de los primeros es aireado, fluido, (Rossellini) y el de los segundos ajustado al milímetro (Hitchcock). En los primeros se encuentra un tipo de desglose tal vez disparatado pero extraordinariamente sensible a la tentación del azar (Welles), y en los segundos, movimientos de cámara no sólo de una inaudita precisión en el trabajo en estudio, sino dueños de su propio valor abstracto de movimiento en el espacio (Lang). Bergman pertenecería más bien al primer grupo, el del cine libre, y Visconti al segundo, el del cine riguroso.

Por mi parte, prefiero Monika a Senso, y la política de autor a la de director. A quien dude de que Bergman, más que ningún otro cineasta europeo, con excepción de Renoir, es el más típico representante de la primera corriente, La cárcel puede darle, si no la prueba concluyente de ello, al menos su símbolo más evidente. Ya se sabe cuál es el tema: un director de cine recibe de su profesor de matemáticas un guión sobre el diablo. Pero no es a él a quien ocurren numerosas desventuras diabólicas, sino a su guionista, a quien ha pedido una continuación.

Como hombre de teatro que es, Bergman acepta montar en escena las obras de los demás. Pero en tanto que hombre de cine, prefiere permanecer solo a bordo. Al contrario de un Bresson o de un Visconti que transfiguran un punto de partida, que sólo excepcionalmente les es propio, Bergman crea ex nihilo aventuras y personajes. Nadie puede negar que El séptimo sello está menos hábilmente dirigido que Las noches blancas, que sus encuadres son menos precisos y sus ángulos menos rigurosos pero, y en esto reside el punto principal de la distinción, para un hombre de un talento tan grande como el de Visconti hacer un film muy bueno es, a fin de cuentas, un asunto de muy buen gusto. Está seguro de no equivocarse, y en cierto modo la tarea le resulta fácil. Es fácil escoger las cortinas más bonitas, los muebles más perfectos, hacer los únicos movimientos de cámara posibles si de antemano se sabe que uno está dotado para ello. En el caso de un artista, conocerse demasiado bien es ceder un poco a la facilidad.

Lo que es difícil, en cambio, es internarse en terrenos desconocidos, reconocer el peligro, arrostrar los riesgos y sentir miedo. ¡Qué sublime instante, en Las noches blancas, cuando cae la nieve en gruesos copos alrededor de la barca de Maria Schell y Marcello Mastroíanní! Pero lo que esto tiene de sublime es nada comparado al viejo director de orquesta que, echado sobre la hierba, en Hacia la felicidad, mira a Stig Olin, quien a su vez mira amorosamente a Maj Britt Nilsson tendida en su chaise-longue, y piensa: «¡Cómo poder describir un espectáculo tan bello!» Admiro Noches blancas, pero Sommarlek es un film que amo.

Read more
Utilidad: enviame RSS al correo

¿Para ahorrar tiempo y para nuestra comodidad, usamos por fin Google Reader?
Read more








William Navarrete (autor del blog Cuba al pairo) entrevisto por Emilio Ichikawa
Read more

Repasando archivos

El Comandante ya tiene quien le escriba, de Enrisco




Quimera negra, por Iván García



El destino de los intelectuales



Jorge Ferrer, Minimal Bildung





Read more

Lunes de post-revolución: SEMENTEDIO, Orlando Luis Pardo Lazo.

"sementerio"

Era el 13 de agosto del año 2000, un domingo nublado y árido en La Habana. No recuerdo si caluroso. Era el cumpleaños 74 de Fidel Castro (coro de niños en la TV nacional) y fue la muerte a los 81 de mi padre Dionisio Manuel (metástasis misericorde: nunca tuvo dolor).


Ha pasado el tiempo. Ahora Fidel Castro tiene la edad con que mi padre murió (como toda Cuba, mi padre también se veía menor que Fidel, y hasta fabulaba planes personales para después de Fidel).


Ha pasado el tiempo. A mis 37 por cumplir en diciembre, yo me veo siglos mayor que Fidel. De aquella tardenoche luctuosa, me ha quedado la embotante costumbre de no fabular planes personales para después de nada (en realidad, es el hábito de casi no fabular). A veces pienso que de esa imposibilidad terminal es que sale el magma maravilloso que me compele a ser escritor. Es un combustible seminal que me cuesta mucho captar en cualquier otra escritura cubana (en este sentido, no tengo cubantemporáneos).


Agosto 13, domingo del año cero o 2000. En el portal de la funeraria de Luyanó (una tarja recuerda que el edificio fue construido medio siglo atrás por el Partido Socialista Popular), me senté con mi amigo JAAD a hablar de literatura. Recién había anochecido. Todo me parecía pegajoso y sucio. No hablo de objetos en específico (el local era lúgubre como cualquier institución estatal). Hablo de una sensación viscosa que empezaba por nuestro porte y palabras, un vaho vacuo, una desconexión: la certeza de que ya era demasiado tarde para creer incluso en nuestro dolor (y no hablo de la pérdida de mi padre en específico, sino de una tristeza política amorfa y total).


A mitad de cielo vimos entonces la luna cubana, rotundamente redonda y cursi, con su calavera de conejo carcajeando sobre la más bien horrenda Calzada de Luyanó. Yo cité la luna europea del inicio de un relato de JAAD ("¿Cómo hacen el amor los patos?"), por esa fecha aún inédito, impreso con una cinta carbonizada en formato WordStar (luego ese texto fue la quilla de su libro en Letras Cubanas 2001: "Adiós a las almas"). Mi amigo JAAD citó a Milan Kundera. Lo había leído hacía años, pero recordaba adorables venenos sobre el horror socialistum que yo simplemente había leído sin leer (por eso JAAD no necesita escribir para ser un escritor de excepción). No hablamos ni media palabra del cumpleaños de Fidel: por unas horas daba la impresión de que era posible olvidarse benévolamente de él. Por lo demás, JAAD ni siquiera conoció vivo a mi padre (eso también lo olvidamos por unas horas). En la caja, la cara se le veía estirada como si mi padre no tuviera 81 años (ese rejuvenecimiento post-mortem me pareció un insulto a sus arrugas). Y terminamos hablando de la inelegancia irrespetuosa de un velorio obligatoriamente gratuito en aquel lugar: la capilla, la funeraria, la calzada, el barrio, la ciudad, el país (todo nos molestaba). Qué abatimiento sin causa aparente, qué cerrazón de los sentidos y el deseo, qué punzadas en los pómulos y la garganta –órganos de la angustia–, qué desolación literal: mi amigo JAAD y yo éramos la encarnación literaria no tanto del mal como del malestar (y desde entonces creo que ha sido así, no sabemos estar).


Ninguno de los dos era libre, cualquier cosa que eso signifique ahora. Nos costaba trabajo reír con humanidad: la mueca del conejo lunar rebotaba en nuestras dentaduras cariadas (estoy consciente de toda la pésima poesía que escupen algunas frases). En resumen, mi padre no nos sacaba gran ventaja con su cáncer octogenario diagnosticado sólo en la autopsia. JAAD y yo, los sobremurientes: esa noche no nos hizo falta preguntar a quién debíamos la sobremuerte. Tal vez estaba implícito que se la debíamos a ese mismo Fidel que mi padre, a sus 81 años, confiadamente aspiraba a sobrematar.


Ha pasado el tiempo. Ahora Fidel Castro sobrevive con la edad con que mi padre murió. Ya apenas se publicitan sus cumpleaños, pero en la prensa plana local sigue apareciendo un profesor anciano, tan campechano como convencido de que lo más natural sería vivir hasta los 120 años. Su nombre es tan largo como su meta o acaso mito: Dr. Eugenio Selman-Housein Abdo. Y, además de ser escritor, incluso ha fundado un Club (cuya membresía honoris causa probablemente sea el más guardado secreto estatal).


En mi caso, la cosa sería hasta el año 2091. Para entonces mi amigo JAAD cumplirá un quinquenio de muerto. Me lleva esa ventaja. Será una pena y también un alivio. Sé que durante esos cinco años sin él, podré dejar de escribir sin el menor atisbo de culpa: a la pinga el hábito de casi no fabular, a la pinga imposibilidades y magmas que me compelen, a la pinga el combustible seminal que nadie le puso nunca a la escritura cubantemporánea leída y desleída por mí. Sé también, por supuesto, que voy a extrañar ciertos diálogos muertos que sostuvimos JAAD y yo: ciertas putreficciones patrias a las que nos aferramos como ratas de ojillos biliosos para sobrevivir en medio siglo a Fidel (teóricamente, después del 2046).


Ha pasado el tiempo. A sus 42 por cumplir este julio, todavía le debo a JAAD el final de aquel lunes 14 que tuvo mi padre Dionisio Manuel. Es muy simple. Seguía siendo agosto del año cero o 2000. El Estado cubano garantiza el alquiler de un par de taxis amarillo-diarrea por cada cadáver nacional. Es un gesto patético y conmovedor. Parece una mezquindad pero, para muchos dolientes humildísimos, es el único chance de acompañar en tiempo real a sus muertos hasta el cementerio. Hay quien rechaza la oferta, porque son Ladas destartalados y la curiosidad mórbida de sus choferes resulta fatigosa y cruel. Mi madre y yo los aceptamos. Con nosotros también viajaba Mairet (sólo a mí me importa quién será siempre Mairet, 1972-2092). A JAAD curiosamente no lo recuerdo o estratégicamente ya lo borré.


Cuando el cortejito fúnebre atravesó la Plaza de la Revolución para doblar izquierda en Paseo y Zapata, el monolito dentado me pareció más empinado y luminoso que nunca (sin caries ni prótesis para disimular exodoncias). Un falo histórico que me (con)templaba orgulloso: "pene erecto en medio de todos los discursos", recordé el reverso de un verso incivil de mi amigo JAAD.


La raspadura de la Plaza estaba rodeada de auras, nobles pájaros negros que no matan para comer. Las auras giraban en círculo en contra de las manecillas del reloj: estoy tentado a decir que giraban en contra, también, de la noción de un tiempo nacional. Después, bajando por Zapata hasta el Arco de Triunfo del Cementerio Colón, esa arquitectura pirámidofuneraria escoltó a nuestros dos taxis hasta el final. Desde nuestra bóveda de familia, ya no se distinguían las auras. Era muy temprano todavía. Y, aunque la bendición póstuma en la capilla fue tan chusma como el entierro (en ambos casos tuvimos que "depositar" dinero), el candor ingenuo de esa mañanita de verano no la hizo especialmente infernal. Eso fue todo: muy simple en irrealidad.


Por última vez: ha pasado el tiempo. Imposible saber de qué habré dado testimonio ahora aquí: ¿desmemorias públicas de una muerte privada o desmemorias privadas de una muerte pública? Igual la sensación de tedio es más duradera que cualquier testigo. Al contrario del poeta Eliseo Diego, sería hipócrita dejarles el tiempo, todo el tiempo de Cuba. Acaso tendría más sentido dejar libre para cada cual al menos los primeros 120 años de eternidad.

Read more

trazas

Reportaje, de Guillén Landrián, en TeleBemba

Microhomenaje a Pablo de Rokha

Oscar Wladislas, conde de Lubicz Milosz: Deslumbramiento
Read more

ERNEST JANDL, doce poemas

Traducción cedida a Cacharro(S)
por Francisco Díaz Solar
para bajar todos los expedientes de cacharro(s)

testigo ocular


veo lo que veo
y entro y salgo de ahí
cuando ya no vea la mosca
veré todavía el ratón
cuando ya no vea el ratón
veré todavía el perro
cuando ya no vea el perro
veré todavía el caballo
cuando ya no vea el caballo
veré todavía el elefante
cuando ya no vea el elefante
veré todavía el edificio empire state
y entro y salgo de ahí
y veo lo que veo

poema desafinado 1

señor afinador de pianos
no, de poemas
quise decir, dice
el padre del poema. debiéramos
como uno de pianos –tener
un afinador de poemas.
aquí algo desafina. todo
suena falso,
señor afinador de pianos,
no, de poemas
venga rápido, grita
el padre del poema,
venga aquí, venga aquí,
aquí donde estoy, le ruego

siete hijos


¿y cuántos hijos tiene usted? –siete
dos de mi primera mujer
dos de mi segunda mujer
dos de mi tercera mujer
y uno
uno pequeñito
sólo mío

antes de entonces

dos, que lo son todo uno para el otro.
todo, eso qué es?
todo, eso es el mundo.
y qué es el mundo?
dos, que lo son todo uno para el otro.
hoy como ayer como entonces.
y todos los años desde entonces
cuando decidieron serlo todo
uno para el otro.
y el día antes de entonces?
y los años antes de entonces?
qué tenía importancia antes de entonces
sin este amor canibalesco?

del brillar

cuando tú haber perdido el confiando en tú mismo como un
escribidor: cuando tú haber perdido el confiando en las propias
creatividades; cuando tú haber perdido los métodos, las técnicas
para dirigir a los vivos y los muertos; cuando tú haber perdido
el componiendo de palabras frases; cuando tú haber perdido
absolutamente las palabras, todas las palabras, tú no tener
ya ni una sola palabra; entonces tú tal vez
vas empezando brillar, señalar en las noches camino
a hienas, tú fosforescente carroña


circo y reloj de pulsera

para h. g. adler
!no me pongan reloj!
!no me pongan reloj!
Este tirón en el brazo.
este tiempo sujeto con hebilla.
Y teatro no.
Circo sí, circo sí.
Pero teatro no.
El cirquero es cirquero.
¿pero quién es el actor?
Hace el papel de alguien que no es.
!El cirquero es cirquero!
Reloj no. Teatro no.


•••

tú no estás aquí
seguro que no estás aquí
dónde tú estás
tienes que descubrirlo tú mismo
dando por supuesto que tienes
que descubrir dónde estás
aquí no estás de ninguna manera
aquí nada más estamos nosotras
ciento noventa letras


•••

dios es rojo y su carne salvaje
brota de pieles desgarradas
son sus ojos amarillos succionadores
bolas de lágrimas en las cuales
están flotando los astros
incluyendo a la tierra.
gases son el mensaje que brota
de los huecos que tiene por bocas,
de dentaduras de tiburón está cubierto
su cuerpo informe.
uno que se escupe a sí mismo es dios,
surtidor de sangre que se devora a sí mismo,
un miembro procreador que se quedó trabado
en su propio cerebro


antípodas

una hoja
y bajo esta
una hoja
y bajo esta
una hoja
y bajo esta
una mesa
y bajo esta
un piso
y bajo este
un cuarto
y bajo este
un sótano
y bajo este
un planeta
y bajo este
un sótano
y bajo este
un cuarto
y bajo este
un piso
y bajo este
una mesa
y bajo esta
una hoja
y bajo esta
una hoja
y bajo esta
una hoja
y bajo esta
una hoja


descripción de un poema

con los labios cerrados
sin mover boca y garganta
acompañar cada inhalación y exhalación
con la frase
pensada despacio y sin voz
te quiero
de manera que cada entrada del aire por la nariz
coincida con esa frase
cada salida del aire por la nariz
y el tranquilo subir
y bajar del pecho


la butaca con letrero
Para harry & angelika

yo tiene un butaca
tener escrito JANDL detrás
cuando yo alguna vez no saber
si ser yo o no ser yo
mí bastar con sentarme
y esperando hasta que por detrás
algún venir y me decir al oído


evita tu vida

eres un hombre, pariente de la rata
niega a dios.
nada comiences, para que no tengas que terminar nada.
no te comenzaste –fuiste comenzado.
reventarás, lo quieras o no.
tener suerte: matarte y matar a tu madre en el parto.
busca una sola cosa: tu muerte rápida indolora.
responde a pedidos de ayuda con oídos sordos.
usa tu pensamiento para olvidarlo todo.
borra el amor de tu vocabulario.
quema tu diccionario.

respírate hasta morir

Read more

EL LIBRO PERDIDO DE LOS ORIGEXIONISTAS, Orlando Luis Pardo Lazo

Orlando Luis Pardo, todos los lunes desde La Habana, con su columnata, Lunes de post-revolucción.


Voy a seguir contando las cosas que no fueron, lo que se echó a perder por algunas palabras.

"En diciembre, viendo volar", A.J.P.

La fiesta vigilada


A Antonio José Ponte (Matanzas, 1964) decidí leerlo gracias a un gracia de Fidel D. Castro: trovador que dirige El Caimán Barbudo y heterónimo de los best-sellers de El Diablo Ilustrado. Fidel D. Castro acusaba a Ponte en la revista Temas de ser uno de esos "jóvenes intelectuales orgánicos del anticastrismo de segunda generación".


Era circa 2002 y, por supuesto, yo no sabía qué significaba semejante lexema entrecomillado. Mucho menos sabía de la existencia de esa pedante fonía del hezpañol: lexema. Pero si El Diablo Ilustrado estaba tan furioso como para que su heterónimo Fidel D. Castro cometiese un exabrupto así, entonces yo quería leer al autor desencadenante. Y así llegué a él.


Leí a Ponte como exorcismo contra la prosa poética de El Diablo Ilustrado y sus diez millones de lectores locales (incluido yo). Leí a Ponte como la maldición contagiosa de un HIV-pólitipositivo. Leí a Ponte en tanto causa primera de "una diatriba contra el fundador de la nación cubana: ni los enemigos de Martí en vida fueron jamás tan lejos en su intento de denigrarlo" (¿cómo la oficiosa Temas no censuró una línea tan promocional?). Leí a Ponte como desinencia de la disidencia, como barbarie y ejercicio limítrofe de incivilitez (valga el barbarismo). Leí a Ponte como campañita (sin)táctica de analfabetización, como guerrillero dextrógiro a las órdenes de los "actuales anexionistas" (Fidel D. Castro dixit): un Narcisista López o un José Antonio Aponte calesero de nuestra sigloveintiumnidad. Más preocupante aún: leí a Ponte para imitar su pose literaria entre esos "jóvenes intelectuales orgánicos del anticastrismo de segunda generación". Lo leí con la misma avidez de un clásico para Todas-las-Edades de nuestra incipiente pornopolítica: PornTE. Y, para resumir este alef maléfico, lo leí como Puente con ese siglo XXI que mi generación Año-Cero aún no se atreve a fundar (ver mis "RefleXXIones" en el episodio-4 del e-zine de escritura irregular The Revolution Evening Post).


Antonio José Ponte en persona, por su parte, con sus dos nombres de próceres independentistas cubanos del XIX (dos lápidas que tal vez le pesen piñerianamente demasiado), poco después desplegaba toda su cinicrónica elegancia para refutar unos textos míos que le envié por e-mail: "Épater les prolétaires", se titulaba aquel fichero fatal. En el 2004, para colmo de concurrencias, como jurado Ponte favoreció mi cuento "Sweet Habana" en un concurso convocado aquí por la Embajada (del Partido Popular) de España, evento que levantó tantas ronchas como dólares no ya en el campo sino en el campismo literárido local.


Ahora, en un mayo de 2008 con arenas del Sahara contaminando la atmósfera del Caribe (lo que ha provocado una esterilizante oleada de calor), vuelvo a leer a Ponte desde nuestros respectivos exilios: geopolítico el suyo, ocioexcritural el mío. Se trata de un libro prestado, casi alquilado: "La fiesta vigilada" (Narrativas Hispánicas, Anagrama, España 2007). Y, como era previsible, acaso por ósmosis inversa, terminé releyendo de paso los dos libros de El Diablo Ilustrado editados en Cuba por el propio Fidel D. Castro (queda pendiente una columna para "Fogonero Emergente" que se llamará El Diablo y el Estado).


"La fiesta vigilada" es, por fin, lo que no ha podido hacer Ponte con su anterior narrativa hispánica (entre otras cosas, porque la narrativa en sí ya está imposibilitada de hacer algo). "La fiesta vigilada" es el desplazamiento del relato hacia una ensayística personal de muchas lecturas y pocas citas, de muchos cortocircuitos asociativos y poco rigor mortis academicoide, de una sobredosis de ficción pura a partir de un sobrecogedor purismo testimonial. Es una paradójica exquisitez. Y una joya jovial, hilarante y dramática: trama sin trauma, entertainment light de alta narratividad reflexiva. Son capas y capas de un imaginario horizontal que da la impresión de recubrirlo todo desde la superficie: don de la interfase ubicua, ubícuba. Es una bocanada de aire freesco en un pantanito preso por tanta tonta estructuración y tantos tópicos típicos.


"La fiesta vigilada" es, pues, un corrimiento de géneros (¿transgenital?) que no tiene nada que ver con el state-of-the-art ni con el know-how de esta epoquita post-epocal, en la cual sobrevivimos los dos o doce escritores remanentes en Cuba (casi los podría nombrar dentro de este mismo paréntesis). Y, aunque a muchos teóricos les reviente la idea, nuestra newrrativa transnacional ha de pasar por estos "cotos de menor realeza" (y realismo). Estéticamente, nos debería dar pena seguir formalizando historietas, como si escribir tuviera algo que ver con contar y, en última instancia, escribir. Éticamente, alguien tenía que oficiar de verdugo y, escalpelo en mano, protagonizar la autopsia de un corpus literari que, aún sobresaturado de suicidas, nunca se ha sabido del todo suicidar.


En este sentido, "La fiesta vigilada" es programático sin trazas de lo pedagógico: traza líneas de fugas como una shooting-star o un cometa que no volveremos a ver en vida. Los que no lo saben leer, lo loan: ahí están las notas de contracubierta y solapa. Los que lo saben no leer, lo lian con cualquier otra cosa: incluida la prosopoética levotrovadoresca de El Diablo Ilustrado. Este libro opera como una fiesta de perchero que te invita a ejercer tu derecho a la liberatura. Así como en "Archipiélago GULAG" Alexander Solzhenitzin lamenta la pérdida de la capacidad de narrarse uno mismo, así yo he recuperado la mía con la lectoura de este viaje inmóvil dentro y fuera de Cuba. "Afina tus sensores y afloja tu autocensor"; "afinca rodilla en tierra y afánate en una obsesión"; "la vida que pierdas en La Habana la habrás perdido exclusivamente en La Habana"; "sé político antes que polite (o siempre serás un pionerito redactor)": yo he recibido estas teleclases al leer a Ponte con un océano de por medio. Por eso ahora lo remiendo y lo recomiendo.


En verdad, es un texto propenso de anexionismos: plurineuronal en su múltiple conectividad, relajado y abierto a la Cuba que siempre ha sido y, por eso mismo, nunca fue ni podrá ser. Es un texto inactual, como corresponde para no agotarse. Es una novela decepcionante si alguien quiere saber algo de Cuba con ella (para eso está el Departamento de Opinión del Pueblo, adscrito creo al PCC). Es un ensayo despótico donde no hay cabida para una hipócrita equidad: su ego gotea en cada sentencia (se impone de tan Ponte), y uno percibe que semejante discurso es autocanónico ya. Tal oficio de ofidio atrae hipnóticamente, como todo autor extrañado que se convence a sí mismo de su flujo mnemónico y su estilo self, sin grandes verosimilitudes y sin ninguna anagnórisis moral: la ironía lo relativiza todo y persuade de tan suave y caústica, casi a pH cero. Es un pensar-escritura sticky que Ponte resuelve dialógicamente desde su propia invaginación, remando a solas contra lugares cómicos de tan comunes, sin más aliado que una altanera alteza, hasta que de pronto ya es demasiado tarde para que replique el lector (con la salvedad de El Diablo Ilustrado tal vez). "Si lo dejan hablar", decía mi abuela Cristina, "no lo matan". To kill a mocking-ponte.


De ahí, tal vez, la prohibición que gravitó sobre él desde su expulsión virtual de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Cero publicación, cero presentación en público, cero permiso temporal de salida: en una pontefóbica Operación 03P, cuya involuntaria excepción sería acaso el show televisivo infantil que todavía arrastra su nombre ("Ponte al día", Canal Cubavisión, domingos 9:15 AM). De ahí, tal vez, la negativa de Ponte cuando un top-funcionario de Cultura le ofreció una tregua fecunda para editar en Cuba su libro perdido "El libro perdido de los origenistas" (Aldus, México 2002). De ahí, tal vez, los rumores ministeriales sobre su presunta autoría de "La lengua suelta" de Fermín Gabor, esa otra suerte de Diablo Ofuscado de la derecha desfachatada cubanietzsche. Y por ahí, también, el susto de secuestro que casi tuvo la tirada del #8 de la revista Extramuros (La Habana, enero/abril 2002), cuando se detectó publicada allí una reseña de Ponte que, a la postre, creo que fue su colofón intranacional.


En otro sentido, "La fiesta vigilada" funciona como una de esas guerrillas semióticas que, por más que las mercadee Umberto Eco, no tienen tanto eco en Cuba como su culebrón bilingüe medieval. "La fiesta vigilada", en tanto máquina de moler edipo-adolescenteces ñoñas y roñosas, es la no-ficción ficticia menos necional que he leído en lo que va de este siglo XX infinito. Es un gesto de adusta adultez en un medio adulterado y medio. Y ese arte de corte y desvío Ponte lo consigue sin dejar de contextualizar ni una sola de sus 240 páginas de fiesta vigilada o forzosa vigilia.


Supongo que esta sea una aceptable lección (o loción) para que el cadáver de Calvert Casey no siga intrigado en cómo narrar costumbres sin caer en el costumbrismo. Porque, y esto lo saben bien carniceros tugurizados de La Habanada, cortar es sólo aprovechar los huecos negros innatos a todo cuerpo o corpus patrio. De hecho, antes o a la par que Ponte, los escritores del proyecto Diáspora(s) ya habían pretendido cavar "huecos conceptuales" dentro de una "sublimidad-de-la-mentalidad-literaria" que "tiende a simplificarlo todo" para "convertirlo en LiteraturaNación", dentro de un "espacio envejecido por la tradición y la ontología reaccionaria de sus escritores": incluidos los "lugares comunes" de la "identidad nacional", el "fundamentalismo origenista", y el "canon de lo cubano como medida de todas las cosas". Según ellos, "un poquito terror literario –sobre todo en los medios de representación– no le haría daño a la nación [...] entendida como el lugar de las letras: al Canon Nacional de las Letras, siempre inflacionario –hasta el ridículo– en cualesquiera de sus aspectos". (Lástima que las autoridades policiaco-literarias discreparan de ellos y muchos terminaran diasporizado(s), no sin sus respectivos empujones y almuercitos de reconciliación.)


Esquizocondriaco más que paranoico, el narrador de "La fiesta vigilada" tiende espontáneamente hacia la Seguridad del Estado. Sea ahora el Museo de la Inteligencia o, como en su novela "Contrabando de sombras" (Mondadori, España 2002), el Ministerio de la Guerra después de la Guerra: el efecto colateral es el mismo. Intuyo que Ponte intuye que los peritos segurosos son los últimos lectores piglianos de nuestra realidad: es decir, constituyen el narratario por excelencia a quien dirigir automática y (surrea)listamente cualquier conato de creación. Al respecto, aunque sea odioso auto(fago)citar el mismo bullet-in digital, en mis "RefleXXIones" asumo que esos dulces agentes secretos que literariamente nos atienden son ya los únicos que literalmente aún nos atienden, siendo ellos "los núcleos narrativos que tiñen de sobreentendido cada frase y cada gesto cubano, por más que parezcan ser de origen espontáneo o incluso contestatario" (acaso el mío sea un caso crítico del Síndrome de Estoeselcolmo, pero nadie delira como quiere sino como puede).


Excluido de honor de las antologías sigloveintureras nacionales, Ponte ha chapoteado en amarguinútiles polémicas ad hominem que sellaron su aislamiento insular. Castillo sin puentes de apoyo en el gremio, siempre lo imaginé cabeceando en el comedor de su casa sobre un mantel de alusiones gástricas (incluido un pomito de Alusil), o regando con un spray reciclado sus maticas en maceticas, mientras el desierto crecía grano a grano a su alrededor con cactus de alambre de púa (que en inglés espectral se subtitula barb-wire: un alambre tan barbudo como un caimán).


"La fiesta vigilada", para rematar, en tanto arte del desastre, regurgita esa vocación de ruin "ruinólogo" que atraviesa "Contrabando de sombras", pero también los otros libros que conozco de él: "Las comidas profundas" (Deleatur, Francia 1997), "Cuentos de todas las partes del Imperio" (Deleatur, Francia 2000), y el poemario "Asiento en las ruinas" (Letras Cubanas, Cuba 1997). No por gusto el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana (2006) rechazó por motivos técnicos el filme de Florian Borchmeyer donde Ponte protagoniza a Ponte en su decorado urbano de posguerra (urbe o ubre reseca): rumiante de ruinas que justifiquen esa invasión apócrifa con que frustrantemente ningún presidente yanqui nos inmortalizó. (En The Revolution Evening Post #4 teorizo al respecto en términos tan tórridos como el "timo que nunca fue", la "anexión como el equilibrio entre una cámara de gas letal y un balón de oxígeno", y la "puertorriquización de la República de las Letras Cubanas, hasta ahora siempre varada en insularismos integristas, diásporas disidentes, y otras cacharrosas cursilerías".) Es también en dicho filme alemán ("Havanna: Die Neue Kunst Ruinen Zu Bauen") donde Ponte rompe el hechizo del Innombrable y, al contrario de su último libro, por primera vez se anima a pronunciar la palabra clave Fidel, pues lo más parecido en el vocubalario de "La fiesta vigilada" es la falsa cognada Eiffel.


Estando dicha palabra clave en el retiro irreversible de su propia sección "Reflexiones" (es sabido que en otra vida a Fidel Castro le hubiera gustado ser escritor); estando el falso cognado Fidel D. Castro renuente a confesar la gracia de sus diabluras ilustradas para grandes y chicos; y siendo Antonio José Ponte director de la revista Encuentro de la Cultura Cubana que se edita en Madrid (recién me ha publicado el cuento "Ipatria, Alamar, un cóndor, la noche y yo"); tengo la ilusión de que "nuestro hombre en La Habana" por fin pueda serlo ahora yo. Yo, un fantasma que corre y corroe las runas ilegibles de La Habanada. Yo, un topógrafo intrigulador o un duelista en terra aliena. Igual es un placer y un privilegio ser el único paseante de esta ciudad abandonada en tanto iconografía histórica: Troya de tramoya bajo las sucesivas fallas de nuestra non-fiction ficción. La arqueología podrá ser el pasto más potable de los deprimidos, pero es sólo desde esta enfermedad llamada esperanza que yo me explico las dos últimas cifras del prontuario inaugural (septiembre 1997) de la revista independiente Diáspora(s):


17- Pensar que se triunfa.

18- Vivir de esa ilusión.


Para el futuro, no me queda ya nada que declarar excepto el siguiente diálogo telescópico que, a pesar de su prolija intertextualidad con Our Man in Havana de Graham Greene, Ponte olvida invitar a nuestra fiesta vigiladamente innombrable:


Agente Wormold: "Quiero saber quién es Raúl".


Doctor Hasselbacher: "Ya lo sabe".


Agente Wormold: "No tengo ni idea".


Ignorante del RDAlemán, sintonizo sólo el subtitulaje del espía británico: Worm-old, gusano viejo.

Read more