Buscando imágenes para Europa...

Diálogo entre Patxi Lanceros, Remo Bodei, y Massimo Cacciari.

Traducción Cuqui Séller

revista Minerva, marzo 2007

PATXI LANCEROS

Comencemos por el principio, por lo que nos ha traído aquí hoy, que es la cuestión de Europa. El título del congreso que nos ha reunido, Buscando imágenes para Europa, me parece particularmente acertado al menos por dos razones: por la inclusión del término imagen –y por su inclusión en plural– y por su afán de búsqueda, que parece estar justificado por el hecho de que no dispongamos de tal imagen o imágenes de Europa. ¿Creéis que hay imágenes de Europa, que se deben buscar imágenes de Europa? ¿Atraviesa Europa una situación de incertidumbre que deba resolverse a través de la búsqueda de imágenes, de ideas, de proyectos?

MASSIMO CACCIARI

Se pueden buscar y se pueden hallar muchas imágenes de Europa, pero lo que no se puede hacer es definir un Estado europeo. Con imágenes de Estado difícilmente conseguiremos representar el espíritu europeo. Europa siempre se ha pensado como lo que debe venir, lo que tendrá que ser, lo que queremos que exista, pero siempre de manera indefinida, sin un papel físico-geográfico, sin una imagen cultural y espiritual. De ahí el carácter paradójico de Europa. Muchas veces se ha intentado definir la identidad de Europa en relación o en contraposición a algo distinto, pero nadie ha conseguido hallar su identidad en el sentido tradicional del término. Por ejemplo, el debate sobre las raíces, a mi modo de ver, contradice la realidad política europea. Europa es una civitas mobilis, una civitas futura. Las imágenes de Europa son imágenes de proyecto, de destino –en el sentido de meta– , no de arraigo. Y esto no es algo que tenga que ver únicamente con la cultura contemporánea. Desde sus orígenes, cuando Tucídides nos dice que los atenienses viven en una embarcación, ya está todo dicho, no necesitábamos a los posmodernos para eso. Así pues, tanto el discurso que trata de concebir Europa como un Estado cultural y político como el que intenta definir Europa a partir de sus raíces están destinados al fracaso, no podrán en ningún caso alcanzar esta identidad paradójica que constituye nuestro ser europeo.

PATXI LANCEROS

Me gustaría volver en algún momento sobre esa metáfora de las raíces que me parece peligrosa, entre otras cosas porque genera una noción naturalista, orgánica, que Europa nunca ha tenido ni debe tener. Remo Bodei ha empleado en su conferencia la metáfora de las raíces, pero sólo para contradecirla inmediatamente; identifica tres «raíces de proyección», por así decirlo, y nos da nombres geográficos que traduce inmediatamente en impulsos constructivos: Atenas, Roma, Jerusalén, cuya traducción sería, por ese orden, Democracia, Derecho, Cristianismo.

REMO BODEI

La imagen de Europa no es unitaria. Europa, desde Maquiavelo, se ha definido precisamente como la patria de las diversidades y, por lo tanto, de la coexistencia en mosaico de distintas formas de identidad, que a veces conviven pacíficamente y a veces chocan. Por eso he elegido como título de mi intervención «Las fallas de Europa», en analogía con las fallas geológicas. Existen zonas de fractura y de fricción que históricamente han atravesado Europa y en parte aún la atraviesan. Algunas son sísmicas, mientras que otras ya están inactivas. Por ejemplo, una zona que durante mucho tiempo fue lugar de conflictos es la frontera francoalemana, por donde pasaba el limes que separaba dos tipos de civilización: dicho banalmente, la del vino y la de la cerveza. Es una zona en la que se ha derramado sangre durante siglos y que, desde 1945, está bastante tranquila. Hay otra falla clásica más activa que es la de Kosovo, por donde pasaba antiguamente la frontera entre el Imperio Romano de Oriente y el de Occidente, entre el Imperio Otomano y el Imperio de los Habsburgo, un lugar en el que existen importantes diferencias religiosas (fundamentalmente tres: dos cristianas –católica y ortodoxa– y una musulmana) e incluso alfabetos distintos: cirílico, latino, etc. Actualmente, parece que esta zona se está estabilizando. Hay otra área de fricción que es la de la Prusia Oriental, donde se producían enfrentamientos entre pueblos eslavos y germánicos y que también parece haberse calmado sustancialmente. Cuando dentro de diez años Turquía pase a formar parte de la Unión Europea, adhesión de la que soy partidario, tendremos un gran problema ya que habremos incorporado la frontera del Cáucaso, una zona terriblemente sísmica con la cercanía de Irán, Irak y Siria.

Teniendo en cuenta estos aspectos, hablar de raíces me parece muy poco apropiado, sobre todo si esas raíces se reducen –como han pretendido los dos últimos pontífices, Juan Pablo II y Benedicto XVI– a las raíces cristianas. Y no tanto porque sea históricamente falso que Europa tenga una base cristiana, sino porque las raíces de Europa son muchas y distintas. Europa es inconcebible sin el Derecho Romano o sin la tradición de la filosofía griega. Además, la idea de raíces conlleva cierto quietismo: los árboles no caminan. Se niega así ese aspecto de proyección del que hablábamos. Se niega también su carácter libre de vínculos para el futuro: si la identidad europea tiene bases religiosas cristianas, la incorporación de Turquía, con gran cantidad de ciudadanos de origen no cristiano, acarreará una enorme fricción.

Por lo demás, encuentro también muy peligroso ese movimiento de la Iglesia católica de entablar batalla contra el llamado relativismo, contra la «dictadura del relativismo», como dice Benedicto XVI. La tolerancia democrática surge, precisamente, de la relativización de las guerras de religión que tanta sangre hicieron correr en los siglos XVI y XVII, de ese paso atrás desde los valores últimos, que se afirman a través de la fuerza, hasta los valores «penúltimos ». Lo cual no quiere decir que la religión deba ocupar necesariamente una posición débil en la sociedad, sino que el espacio público, de todos, debe estar separado del ámbito religioso.

PATXI LANCEROS

Es interesante la referencia que hace Remo al relativismo; para Hans Kelsen la democracia sería, justamente, la forma política del relativismo. Pero hay una cuestión en la que quiero insistir, aunque cambiando el punto de vista: Europa, decía Nietzsche, es una enfermedad y yo creo que ese concepto, rescatado etimológicamente de infirmitas, es crucial tanto para la Europa histórica como para la Europa en construcción. Generalmente, cuando se habla de la construcción europea se piensa en un proceso que arranca muy tarde, después de 1945, y se alude a la Europa pacificada, que se identifica con la idea de democracia. Pero, como los dos habéis apuntado, la historia de Europa es una historia de radical movilidad, de incorporación de elementos extraños como son la escritura alfabética, el dinero y un determinado dios, procedentes, todos ellos de esa franja-gozne que existe entre Europa y Asia, elementos que poco a poco se van transformando hasta identificarse como lo propiamente europeo: ya no se trata de la escritura alfabética, el dinero y el dios cristiano, sino de la imprenta, el capitalismo y la Reforma. Y a partir de ahí se proyecta una línea que va a ablandar los registros duros tanto de la política como de la cultura y con la que ya sí nos empezamos a identificar, aunque arranque con una primera sangría: la de las guerras de religión. Y siguiendo esta línea se emprenden por todo el mundo las «misiones» alfabética, capitalista y religiosa. En este sentido, puede decirse que se produce un salto, una especie de europeización del mundo a través de eso que yo he definido como mecanismos de trascendencia y por los cuales, como decía Hegel, Europa se vierte hacia fuera, mira allende sí misma. Creo que es una idea que merece la pena rescatar y quizá traducir en estos momentos: Europa como inquietud, Europa como infirmitas.

MASSIMO CACCIARI

Esta enfermedad –no estar nunca contentos con el sitio de donde uno es– supone un espíritu de descubrimiento que, es preciso reconocerlo, ha sido también fuente de legitimación de la conquista. Yo conquisto esta tierra. ¿Por qué? ¿Qué me legitima? Que la he descubierto yo. Por lo tanto, hay que estar muy atentos para no interpretar en sentido quimérico esta movilidad europea, esta insecuritas, esta infirmitas, que es, o puede ser, una apertura al otro, en el sentido de conocer, de reconocer, pero que es también la raíz de la voluntad de poder. ¿Se puede eliminar esta duplicidad europea? No lo sé. Hay quien afirma que esta insecuritas, esta infirmitas es y debe traducirse en un espíritu de ilusión que no se distingue realmente del espíritu de conquista. Y hay quien dice que no, que esta insecuritas es sana curiositas, es apertura, es voluntad de conocimiento recíproco. Yo creo que Europa estará siempre dividida entre estas dos tendencias alimentadas por una savia común.

En cuanto al relativismo, quisiera añadir un comentario. Estoy de acuerdo en que la Iglesia se equivoca de parte a parte en su polémica contra el relativismo, pero precisamente porque no comprende la diferencia radical que existe entre relativismo y relatividad. ¿Qué quiero decir si digo que soy relativista? Que los valores que yo defiendo, tus valores y sus valores son para mí sustancialmente equivalentes. Pero la democracia no funciona así, no es que todo resulte indiferente: yo estoy convencido de mis valores y quiero defenderlos. No considero en modo alguno que sean intercambiables, como si de mercancías se tratara; pero sí es cierto que conozco mis valores en tanto que están en relación con los tuyos. Esto sí es la relatividad de los valores y la diferencia es fundamental. Yo estoy convencido de mis valores, no mantengo una posición relativista en relación con mis valores, pero también sé que no son absolutos, que están en relación con los tuyos y que únicamente viven en relación con los demás. La Iglesia adultera esta diferencia radical: la democracia no es relativismo, es conciencia de que cada valor tiene una existencia relacional y que todos los valores son comparables. Y eso es algo que un cristiano sabe también desde el punto de vista teológico. En el Evangelio se afirma constantemente la verdad de Jesucristo pero se afirma en relación; por ejemplo, cuando dice «me ha sido dicho y yo os digo: vengo a cumplir y no a negar». También en el Corán, si se lee como es debido, la verdad aparece constantemente en relación. Estas tradiciones nos invitan a ver la relación incluso en los valores más altos, es decir, en los de tipo religioso.

REMO BODEI

Esta concepción resulta, además, muy importante para esa misión de Europa de la que se hablaba antes. Desde luego, si hay un proyecto que merezca la pena abordar es el de diferenciar Europa del resto de los grandes bloques mundiales, por ejemplo, de Estados Unidos. Si Europa, que ha sido un continente colonial, logra convertirse en un puente entre Asia y África, puede llegar a representar una forma de acercarse a los otros precisamente sobre la base de esta relatividad, de esta voluntad de confrontar los valores. Porque si sostenemos que nuestros valores son absolutos, cualquier relación que establezcamos, tanto de cara al exterior como con los nuevos ciudadanos que entrarán en la Unión, o bien estará marcada por la prepotencia o bien creará escisiones en el cuerpo social. Desde este punto de vista, Europa siempre ha sido «de uso externo», como se dice de los medicamentos; no ha habido nunca una Europa de uso interno porque siempre ha existido en oposición a algo. Ya desde los años de las batallas de Maratón y Salamina (490 y 480 a. C.) se construye el relato que achaca la victoria de los griegos a la libertad de la que gozan, en contraposición con el despotismo oriental; a partir de ahí, se forja la idea de Europa como patria de la libertad. A Europa también se la representa a menudo –estoy pensando en la obra de Tiepolo en Wurzburg– como una Minerva armada, una inteligencia armada, capaz de guiarse por sí misma. Yo creo que debemos retomar la idea de la inteligencia –dejemos a un lado las armas– en la relación con los demás y creo también que la idea de una Europa que nace por oposición puede ser muy fecunda. Por muchos intentos de unificación que haya habido –Carlomagno lo intentó, también Napoleón– nunca ha existido un estado europeo con posterioridad a la caída del Imperio Romano. De todas formas, el problema de Europa depende de qué tipo de cemento podamos emplear en su construcción. Si no, si optamos por conservar todas nuestras pequeñas patrias, lo que tendremos será únicamente un traje de arlequín.

PATXI LANCEROS

Creo que deberíamos detenernos y profundizar en una referencia que hemos dejado pasar y que es la de Europa como centro, como mediación entre dos grandes extremos. Se trata de un esquema que, aunque ha sufrido variaciones de contenido y, sobre todo de escala, permanece constante, como mínimo, desde Aristóteles, motivo por el cual genera –todos lo hemos estudiado– una especie de continuo histórico conceptual que posiblemente no sea del todo acertado. Aristóteles decía: está Asia, está Europa y entre medias está Grecia, que tiene lo que las otras dos no tienen, incapaces como son de organizarse; sobre todo, precisamente, Europa. Después, en un horizonte ampliado, tiene lugar toda la reflexión sobre Mitteleuropa como gozne amenazado y, a la vez, como único fulcro capaz de equilibrar el mundo occidental que tiende por un lado hacia el Atlántico y por otro hacia Rusia. Ahora, en un mundo definitivamente globalizado, autocomprendido como una unidad económica o, al menos, financiera, parece que Europa pretende –aunque falta por ver si lo conseguirá– ocupar un lugar específico de mediación entre el extremo del liberalismo, representado por el modelo estadounidense –curiosamente teñido de fundamentalismos de todo tipo–, y esa especie de comunitarismo o corporativismo que ejemplifica Asia. ¿No resulta curioso que el esquema se mantenga? ¿Creéis que en estos momentos Europa está preparada para mediar o pensáis que el esquema resulta inapropiado y que corremos el riesgo de ser absorbidos por alguno de esos dos extremos de la tenaza?

MASSIMO CACCIARI

En mi opinión, si trata únicamente de mediar, no lo logrará. El mediador, como tal, es una figura que no tiene nada nuevo que decir frente a los términos entre los que quiere mediar. Europa debe elaborar un proyecto propio y proponerlo en serio en el ámbito global, en el ámbito planetario. Si no, estará vendida a los neocon americanos, a su fundamentalismo democrático, por decirlo así. Por otra parte, si se limita a reconocer, un poco superficialmente, que en su cultura coexisten diversos componentes –judaísmo, islamismo y otras tantas tradiciones– y a intentar yuxtaponerlos, tampoco obtendrá resultados. Así ha sido un poco la vida de Europa: el sueño de los Habsburgo era el de mantener unidas las distintas naciones. Pero todas las anécdotas que se cuentan en Italia sobre la dominación austriaca en Trieste revelan que se trataba de un dominio muy suave; intentaban mantener unidos a italianos, eslovenos, croatas, serbios, bosnios… y sólo les pedían: «Reconoced al emperador de Cacania1 ». Y este dominio benévolo –ya que, a fin de cuentas, no había represión, no había dictadura y se reconocía las autonomías– ha desembocado en un suicidio europeo. No basta con estar juntos. El nuevo proyecto europeo debe ser fuerte, también en el plano político; tiene que llevar consigo una idea de un nuevo derecho internacional, una reforma de las Naciones Unidas, de la banca mundial… En definitiva, Europa debe poner en marcha una política activa y propositiva bien definida, bien delineada, desde el ámbito jurídico hasta el militar. No puede ser sólo un intento de vivir juntos, intentando llevarnos bien pero reconociendo que la superpotencia es otra y que no debemos molestarla. Este sería el modelo de Cacania: el emperador no puede salir de sus fronteras pero, eso sí, dentro intentamos llevarnos todos bien.

PATXI LANCEROS

Lo cierto es que en este momento de cierto desmayo del proyecto debido a los reveses de los referendos en Holanda y en Francia, muchos de los discursos europeos actuales, suenan, efectivamente, a una suerte de Neocacania resignada. Sin duda hay un reconocimiento tácito de la hegemonía norteamericana; hay también un temor al futuro inmediato de Asia, sobre todo de China, y hay, por último, una delectación, que no resulta políticamente operativa, en nuestro peso cultural, en nuestras tradiciones, no sólo las literarias, artísticas, filosóficas o científicas, sino también las cívicas. Me refiero a ese modelo de la civitas distintivamente europeo y que, éste sí, se podría tal vez elaborar como alternativa.

MASSIMO CACCIARI

Pero, veamos: ¿cuál es el sentido del proceso de construcción europea? ¿Acaso avanza en sentido opuesto a la idea de la definición de una política europea que sea realmente política? Yo creo que no. Desde la Segunda Guerra Mundial, la idea de una Europa políticamente unida y representativa, capaz de sostener una política más allá del simple intento irenista de hacer de puente, ha ido cobrando más y más importancia. Incluso el proyecto de Constitución, aunque no sea una verdadera constitución, ha permitido poner sobre la mesa la cuestión de una política europea.

REMO BODEI

Pero lo cierto es que carecemos de un proyecto general autónomo que vaya más allá de las zonas residuales que nos dejan EE UU, Rusia, China, etc. No obstante, hay un problema mucho más inmediato que el de las relaciones con EE UU: a Europa llegan continuamente, sobre todo a través del Mediterráneo, centenares, millares, pronto serán millones de ciudadanos del África subsahariana, del norte de África, de la India, de China. ¿Qué hacemos para integrar a todas estas personas? Europa necesita dotarse de una política mediterránea autónoma. Desde luego, si nuestro papel se limita al de mediador, a poner un freno al expansionismo americano, entraremos en un juego en el que lo único que se nos concederá serán las migajas que dejan los demás.

Por otra parte, está el problema de los países del Este, que no son esa quinta columna de EE UU que decía Chirac, pero sí son más filoamericanos que filoeuropeos. Su nivel de vida es, de media, un 40% inferior al nuestro y, naturalmente, existe el temor a que vengan trabajadores polacos, letones, etc., que acepten sueldos inferiores y bajen nuestro nivel de vida. Por eso, yo hablaría de nuevas fallas europeas que, aun siendo menos dramáticas que las otras, resultan muy activas.

PATXI LANCEROS

Hemos tocado dos temas que, efectivamente, pueden ser pensados como problemas. Uno es el de la inmigración. Ahí está la pregunta de cuánta diversidad puede soportar Europa –lingüística, religiosa, cultural– y qué cantidad de población puede asumir. En ese sentido, me parece obvio que hace falta una política común de inmigración. La otra cuestión que podría pensarse como problema es la de si no habrá habido cierto apresuramiento, cierta falta de reflexión en el paso a una Europa de veinticinco miembros que no sólo es muy difícil –y muy cara– de gestionar, sino que, además, nos aboca a un futuro de mayor incertidumbre.

MASSIMO CACCIARI

Yo creo que para afrontar la cuestión de la inmigración es fundamental pensarla no como un peligro, sino como una necesidad; estamos en una situación análoga a la que se dio en el siglo II o III d. C. en el Imperio Romano, para el que era una necesidad vital absorber poblaciones bárbaras. Si los europeos seguimos viendo la inmigración como un problema, o peor, como una amenaza, no comprenderemos nada. Hay un desequilibrio evidente de condiciones de vida y de tasas demográficas y el mundo es un sistema de vasos comunicantes; si se quiere que Europa sobreviva físicamente, es necesario acoger a estas personas. Se puede optar por el gran modelo romano de ampliación de la ciudadanía, del que soy ardiente defensor –toti cives romani, el gran mito de Caracalla– o se puede optar por la política de los contingentes, de acogerlos a veces sí y a veces no, con normas, con requisitos, incluso disparando si superan la cuota. Pero lo cierto es que la segunda ciudad turca, después de Estambul, es Berlín. Los musulmanes en Europa son más de cincuenta millones. O lo hacemos a la romana y somos todos ciudadanos europeos a un mismo nivel o estaremos sentando las condiciones para que, como sucedió en Londres, el que pone una bomba en el metro sea un súbdito inglés. Este es el punto fundamental: si queremos una política de acogida e integración inteligente no es porque seamos buenos y democráticos, sino porque la necesitamos materialmente.

PATXI LANCEROS

Pero, ¿cómo se puede plantear una renovación de ese concepto de ciudadanía que sea efectivamente integradora?

MASSIMO CACCIARI

El concepto de ciudadanía no puede tener raíces étnicas, ni religiosas, ni culturales. La raíz, entre comillas, de la ciudadanía europea es el reconocimiento de la relatividad de los valores, de su «comparabilidad». Sobre esta base se debe y se puede convivir y reconocerse, incluso en términos polémicos, porque la democracia es conflicto, confrontación de valores, que se resuelve a través de determinados procedimientos absolutamente artificiales; por ejemplo, el hecho de que un partido gane las elecciones no significa que tenga razón. Y el ciudadano lo es porque reconoce todo esto; nadie le pide que se haga cristiano, que sea judío o que crea lo que yo creo. Trabaja aquí, produce aquí, paga los impuestos aquí y vota aquí. Es muy sencillo: se trata, simplemente, de una ciudadanía desvinculada del genos. Esta es la diferencia fundamental entre polis y civitas. En el primer caso se es ciudadano ateniense porque, de alguna manera, se tiene una raíz ateniense; en el segundo caso, se es ciudadano romano porque se obedece a las leyes romanas.

PATXI LANCEROS

Esto nos devuelve, una vez más, a la cuestión de las raíces, que a mí me parece una metáfora harto inadecuada. Naturalmente, en tanto que profesionales, aficionados, devotos o hooligans de la filosofía, siempre vamos a tener presentes las raíces pero, al menos a mí, me interesan más los frutos, los diferentes resultados –algunos fastos y otros nefastos– que se han ido produciendo a partir de esas raíces. Me parece muy bien que las raíces estén donde tienen que estar: bajo el suelo y podridas; esa es la única manera de que fructifiquen. En estos momento no son tanto las raíces como las últimas desinencias de esas raíces –pensadas más en términos lingüísticos que en términos biológicos– las que son capaces de propiciar la integración de elementos que, por lo demás, no son en modo alguno ajenos a Europa; hace falta ser un notorio fundamentalista religioso o tener una notoria ceguera histórica para decir que Turquía no tiene nada que ver con Europa, como se ha dicho en algunas ocasiones. En definitiva, lo que interesa son los desarrollos a través de los cuales se ha ido edificando una Europa plural, agonística, contradictoria en ocasiones, que ha dado lugar a todos los escenarios del horror pensables e impensables, pero que los ha integrado y ha sido capaz de hacer una crítica severa.