Ror Wolf, relatos


Hombres varios

Ror Wolf

Traducción: José Aníbal Campos
Estos relatos pertenecen a Mehrere Männer.

Un hombre tomó una llama, le abrió un agujero en la garganta, y a través de ese agujero retiró todo lo que se encontraba en el interior de la llama, es decir, no sólo las vísceras, sino también la carne y los huesos, de modo que al final sólo quedó una piel hueca. En ocasiones, cuando no había ninguna llama a mano, otra cosa tenía que ocupar su lugar.

Un hombre le dio dos veces la vuelta a la Tierra y lo vio todo. Entre otras cosas, vio en Coo a un velocista. Apostó con él que era capaz de correr mucho más rápido, y ganó la apuesta. A partir de entonces, actuó como velocista. Adondequiera que llegaba la gente se apiñaba. En un tiempo fabulosamente corto recorrió todos los países, y en todas partes dejó una estela de asombro. Luego no se le vio más.

Un hombre al que le habían encargado esclarecer el derrumbe de una casa, hecho que entonces mantuvo en vilo a amplios círculos, encontró un envoltorio de papeles escritos con letra muy apretada y que habían estado por mucho tiempo guardados bajo llave en un húmedo escritorio. Mientras leía al vuelo las primeras líneas, su rostro se ensombreció. De inmediato decidió irse a su oficina para continuar allí la lectura, con lo cual desaparecieron su habitación caliente y la comida que le había traído, y también la mujer que se la trajo; al igual que toda la noche siguiente, durante la cual una tormenta y un aguacero tremendo arrasaron los cimientos de la casa, de tal modo que ésta, finalmente, se derrumbó.

Un hombre al que en otras circunstancias no valdría la pena mencionar, salió una mañana --y lo menciono aquí sólo al margen--, por una puerta. Todo lo que esperamos ahora es un disparo, un golpe, una caída. En realidad, no es pedir demasiado.

Un hombre vino y colocó una chistera dentro de una cazuela llena de agua fría. Puso la cazuela en el fogón y dejó hervir el agua lentamente. Luego retiró la cazuela del fuego, dejó enfriar el agua, sacó la chistera, se la puso en la cabeza y salió otra vez de allí muy resueltamente, convencido de la solidez de su chistera.

El intento por escapar a las circunstancias de este lugar, expulsó a un hombre fuera del país. Se levantó de la mesa, pero antes de salir, comenzó a hurgar en sus pantalones en busca de algo que fuera importante para continuar; ya no recuerdo qué era, él tampoco lo encontró. Por el contrario, halló algo que había estado buscando por mucho tiempo y que bien podría servirle para quedarse. Entonces se sentó y se quedó. A las circunstancias de este lugar se adaptó.

Durante tres días, un hombre anduvo vagando por el centro comercial de Utrecht en busca de la salida. Había perdido la orientación en el tumulto de las vísperas de Pascuas. Cuando fue rescatado, el hombre declaró que no se había atrevido a preguntar por la salida.

Un día un hombre se cayó de una silla. Según se dijo, estaba sentado en una silla de la manera más natural y de repente se cayó. Mientras estaba en el suelo vio a otro hombre, al que no había prestado atención antes, caerse también de una silla, y poco después a un tercer hombre que no había aparecido hasta ese momento. Cuando todos estaban en el suelo, comenzó de verdad la cosa: de repente, un cuarto hombre también se cayó de una silla. Pero eso no fue nada todavía comparado con lo que sucedió después.

Un hombre tenía la intención de atravesar el mundo andando, y una mañana se puso en marcha. A mediodía se detuvo para ganarse las simpatías del lector. Relató algo acerca de la ciudad de Bex, e hizo una observación graciosa sobre Buchs, seguida de unas palabras apropiadas sobre Bitsch. Pero antes de que hubiéramos conocido debidamente a Bitsch, el hombre ya estaba en Brig, de donde fue a Lax, describiendo una curva redonda, sin haber olvidado, naturalmente, considerar una pequeña excursión a Gletsch. Así charlaba a través del continente, acariciaba los objetos de la naturaleza, pero también los viaductos torcidos, los largos puentes que se saltaban hondas quebrada; se deslizaba por las aguas y por el aire. Y poco después ya cautivaba nuestra atención con una cosa completamente distinta, los lugares pasaban volando. Este hombre no gritaba, ni siquiera en voz alta, yo diría: susurraba.

Un hombre tuvo que bostezar de repente sin ningún motivo, y lo hizo aquí, delante de nuestros ojos. Eso nos da ocasión para interrumpir por el momento esta historia que acabamos de empezar.

Un hombre oyó que algo goteaba en su habitación, buscó un balde y lo colocó debajo de la gotera, pero el balde tenía un hueco, por eso lo puso dentro de una jofaina, pero como la jofaina tenía un hueco tuvo que colocarla en una tina, que también tenía un hueco, por lo que puso la tina en una bañera. Entonces se dio cuenta de que también la bañera tenía un hueco, pero ya el hombre no supo qué hacer, y arrojó la bañera con la tina con la jofaina con el cubo con el hueco en el mar frente a su casa. A partir de entonces tuvo tranquilidad y no oyó nunca más una gota.

Un hombre pesado, muy pesado, rompió a cantar con toda su fuerza, al punto de que le echaron de la taberna. Nadie sabe decir cuánto pesaba este hombre en realidad, pero es posible suponer sin más que pesaba muchísimo. Si era éste realmente el hombre más pesado de todos los hombres posibles, como afirmó el tabernero, es algo que no puede verificarse. Decían que le era completamente imposible caminar o acostarse, debía pasar día y noche sentado en un sillón, y como se trataba de un sillón de un tamaño tan monstruoso que no cabía por ninguna puerta del mundo, tenía que sentarse a la intemperie, bajo tempestades, bajo la lluvia y bajo el brillo de la luna, con sus ojos pequeños hundidos en la carne.

Un hombre estaba buscando a una mujer que le acompañase al piano. Esta mujer, un día, perdió la paciencia y se arrojó en los brazos de un extranjero, se enfermó y diseminó la enfermedad entre veinte hombres antes de perecer de la manera más miserable. El hombre que hemos mencionado al principio, cuyo nombre era Krott, se quedó tan horrorizado que vino a verme para contarme toda la historia. En un momento de gran atención pública se inclinó sobre mí, y vi que me estaba hablando con insistencia, aunque lo que decía no parecía ser distinto de lo que ya he contado; no le prestaba ninguna atención, sólo le miré su boca abierta, y vi allí dentro un minúsculo pedacito arrancado, una mancha negra, algo en realidad sin importancia; eso sí, sin ningún esfuerzo la descripción de esta mancha podría llenar un libro sustancial; solamente para describir la boca abierta se necesitaría un capítulo entero, seguramente varias frases, o al menos algunas palabras.

Para poner un ejemplo, voy a mencionar a un hombre que hace unos veinte años alcanzó cierta triste celebridad en Berlín. Ese hombre, cuyo nombre prefiero callar, había conocido mejores días, y gozó de una elevada cultura, pero terminó cayendo hasta el escalón más bajo de la depravación humana. No sé cuál habrá sido su final. Al fin y al cabo, era sólo un ejemplo.

En mi viaje al este de Uganda, a principios de septiembre, vi a un hombre parado y solo. Me acerqué a él y me di cuenta de que una hoja inmensa estaba bajando tan pesadamente que tuve la impresión de que estaba a punto de aplastar a todo el país, y por lo tanto también a ese hombre y a mí. Sin embargo, para mi sorpresa, nada de eso ocurrió; aquella hoja pesada y carnosa se quedaba suspendida en el aire vaporoso como una gigantesca cuchara de cuenco profundo, una cuchara con la cual se hubiera podido sacar a cucharadas el mundo entero. El viento no se movía. Tampoco el hombre se movía; pero un día, después de haber estado mirándome por largo rato, se marchó. Sin embargo, su manera de caminar no era más que un empujar de piernas, sus pies no se desprendían del suelo, sino que vadeaban el barro que cubría todo el país como huevas de peces. Más tarde, ese hombre tendría un papel importante en esa región; pero en mi vida, de hecho, no aparece nunca más.

Un hombre –hay varios hombres aquí, centenares, miles, tal vez más todavía—, pero el caso es que este hombre del cual estoy hablando, este hombre a quien aparentemente casi no le gusta que se le mencione, este hombre tenía cierto aspecto deprimido en su rostro, como de alguien siempre rechazado, nunca amado. Manejaba con cierta ternura retortas y tubos, los tomaba, los alzaba con gran dulzura hacia la luz, y su cara entonces cobraba una expresión de espera, de una paciencia y una modestia infinitamente solemnes. Sus palabras, que yo repito aquí con las mías propias, sus palabras parecían despedazadas por mordidas; caían sueltas de su boca, aplastadas, quebrantadas, calvas, húmedas. Ahora se podía ver su cara iluminada de oscuridad, que parecía esperar el efecto de las palabras. Pero ya para entonces estaba sordo, y desde hacía mucho había perdido el recuerdo de la gran fuerza de los sonidos; se necesitaba mucho tiempo para entender lo que estaba diciendo, y pasará mucho tiempo para que se entienda lo que yo quiero decir.