Casi todo el mundo sabe que históricamente los índices de suicidio son en Cuba elevadísimos, pero pocos se han dedicado a estudiar este hecho que por lo insólito constituye todo un reto para las ciencias sociales y la psicología colectiva. Pedro Marqués ha investigado durante años en los archivos de la Isla y actualmente escribe un libro sobre el tema. Para empezar un diálogo que prevemos revelador, le pedimos que nos ofrezca una especie de cuadro general. ¿cuán altas son y han sido las tasas del suicido en nuestro país? ¿qué distingue, más allá de los índices, al suicidio en Cuba?
Existen una serie de rasgos que han distinguido históricamente al suicidio en Cuba, esto es que persisten por largas décadas y son exclusivos o casi exclusivos de nuestro país. Creo que se impone describirlos, aclarando de que se trata de un mapa en principio necesariamente amplio. Estos rasgos son:
1) Tasas elevadas durante todo el siglo XX, próximas y en ocasiones superiores a las de algunas de las naciones tradicionalmente suicidas de Europa, y por lo general distantes de las que se reportan en todos los países de América, África, el sur de Europa y Asia-Oceanía (excepto en Japón, China Rural, Sri Lanka y algunas islas del Pacífico).
2) Tasas de suicidio femenino persistentemente elevadas en el mismo período, por mucho tiempo las más altas del mundo occidental.
3) Proporción estrecha y convergencia creciente entre los índices masculino y femenino, también a todo lo largo del siglo, lo que rompe la clásica relación 3-4/1 de los naciones occidentales, y sólo se observa de modo destacado en países asiáticos.
4) Tasas particularmente elevadas en mujeres jóvenes (entre 15 y 24 años), por largo tiempo las más altas de Occidente.
5) Mayor y mucho más amplia incidencia del suicidio por fuego respecto a todos los países a excepción (otra vez) de algunos asiáticos.
6) Tasas históricamente altas en los principales componentes étnicos de la nación, esto es, tanto en españoles y chinos como en cubanos blancos, negros y mestizos (en los tres últimos no muy distantes entre sí, comportamiento que no se aprecia en otros países de parecida composición étnica).
Se puede añadir otro rasgo de no poca trascendencia para explicar el fenómeno internamente: 7) Rápida tendencia a la homogenización de las tasas regionales, lo que se observa entre 1902 y 1932.
Ciñéndonos al primero de estos rasgos, sin duda el más importante, corresponde mostrar de modo más preciso las distancias entre las tasas cubanas y las de otras naciones. Si con una buena cantidad de datos a mano se examinan las curvas de los países que llamé tradicionalmente suicidas (a los que se añade Japón), vemos que éstas se distinguen por situarse un gran número de años por encima de los 20 suicidios por cada 100 000 habitantes. Así, durante el siglo XX, mientras Hungría, Austria, Alemania en cualquiera de sus etapas, Dinamarca y Suiza sobrepasan esta cifra entre 95 y 75 veces, Rusia, Finlandia, Francia, Checoslovaquia y Japón lo hacen entre 30 y 45. Cerca de estas naciones e incluso por encima de Suecia, se coloca Cuba, donde la cifra en cuestión fue rebasada en 31 ocasiones.
Otro dato interesante es que las tasas cubanas alcanzan valores récord en los años críticos de 1930 y 1931 (31,1 y 30, 7), únicamente superados en Austria (38,3 y 40,8) y en Hungría (32,3 y 31,7). Curiosamente, Estados Unidos y Uruguay fueron los países donde las tasas experimentaron el mayor crecimiento respecto a 1927; pero aún así eran un 50% inferiores a las registradas en Cuba, donde el alza -aunque también importante- fue menor pues ya los índices se habían disparado desde 1921. Se trata, en los tres casos, de países donde las economías caen de modo más abrupto que en Europa durante la Gran Depresión.
Hay que tener en cuenta que desde finales de siglo XIX y hasta la década de 1910, varias ciudades populosas de Estados Unidos superan los 20 suicidios por 100 000 habitantes; y que ello ocurre hacia la misma época (en ocasiones) en ciudades latinoamericanas que reciben un importante flujo migratorio: Buenos Aires y Asunción. En Uruguay el suicidió marco en 1900 un valor de 16, 7.
Si las comparamos con las de otros países latinoamericanos las diferencias resultan aún más extraordinarias. En 1950 la tasa cubana era 3 veces más alta que la de Chile, 5 que la de Costa Rica y 8 que la de México. En 1994 era 1,6 veces más alta que las de Uruguay y El Salvador; 3,3 que las de Argentina y Chile; y superaba 6 veces las de Ecuador, Brasil, Colombia y Nicaragua.
Al observar a vuelo de pájaro otras épocas, el suicidio cubano puntuaría los siguientes lugares, en cuadros que incluyen cada vez más países a nivel mundial: undécimo entre 1900-1909, con media todavía inferior pero muy próxima a las de Estados Unidos y Uruguay; igual posición en la década siguiente, ya ligeramente por encima del país sudamericano; sexto entre 1920 y 1929 (período de notable aumento de las cifras cubanas), dejando atrás por el resto del siglo a Estados Unidos y Uruguay; y más o menos el mismo puesto hacia 1935. A continuación el suicidio en la isla experimentan una tendencia descendente, más acusada a comienzos de los años cincuenta, hasta que se alcanza en 1963 el valor más bajo desde 1902 (10,6/10,2).
Sin embargo, a partir de 1970 las tasas aumentan de nuevo hasta colocarse, al cabo de diez años, una vez más entre las primeras a nivel mundial; por ejemplo, cuando se marca en 1982 el récord del período revolucionario (23, 2), sólo Hungría y Austria superan dicha cifra. Durante la Revolución lo más notable será el crecimiento en la década de 1970 (63,5%); el extraordinario aumento de los índices de suicidio femenino; y el hecho de que las tasas se hayan mantenido nada menos que 16 años por encima de los 20 x 100 000 habitantes (1980-1995).
Muchas cosas llaman la atención en este cuadro que has esbozado. Se pregunta uno, por ejemplo, si esa tendencia al suicidio no desmiente el estereotipo del cubano como pueblo alegre, pues ¿cómo explicar que la isla tropical de la rumba y el choteo tenga a lo largo de todo un siglo tasas comparables a la de ciertos países nórdicos? Lo que más da que pensar es justamente esta constancia, el hecho de que los índices se hayan mantenido elevados después de la abolición de la esclavitud en las dos últimas décadas del siglo XIX, después del advenimiento de la República en 1902 y, finalmente, después del triunfo de la revolución de 1959. Sobreviene entonces la tentación de comprender esta extraña tradición suicida que atraviesa los grandes parteguas de nuestra historia como un rasgo de alguna manera esencial de “lo cubano”. Pero creo que sería equivocado atribuirlo a factores de raza, etnia y clima, pues, como señalas, otros países de la región con similares composiciones demográficas presentan tasas mucho más bajas, así que habría que buscar en la historia las posibles causas de este fenómeno que constituye, más allá de los estereotipos y los discursos, una de las más sorprendentes singularidades de nuestro país. Una historia “profunda”, muy diversa a la que nos contaban en la escuela, y que tiene que ver con las modos en que la “gente sin historia” ha experimentado la muerte y la vida en la Isla. ¿Qué crees tú? ¿Cuáles son, en tu criterio, las causas principales de este fenómeno?
Es difícil explicar por qué las tasas de suicidio varían tanto de un país a otro. Sin duda intervienen numerosos factores -económicos, culturales, religiosos, de mentalidad, etc.- que se combinan de modo bastante complejo. En el caso de Cuba la dificultad se agudiza no sólo en virtud de la enorme diferencia sino también de la constancia histórica de esa diferencia respecto a otros países del área con características más o menos parecidas. No obstante, creo que la respuesta debería comenzar por hacer menos abismal, hasta donde eso es posible, esta excepcionalidad cubana, es decir por volverla tangible. Como el terreno es amplio me voy a limitar a lo ocurrido en el continente americano.
Un primer elemento a señalar es que el aumento a gran escala de los suicidios durante los últimos doscientos años se vincula sobre todo a dos eventos principales: o bien a los cambios que se derivan de la industrialización acelerada, ligados por lo general a grandes movimientos migratorios, éxodo rural, etc.; o bien a un ecosistema determinado como fue la esclavitud. Sin embargo, esta última no parece legar una “cultura del suicidio”. En países con modernizaciones tan distintas como Brasil y los Estados Unidos, las cifras entre afrodescendientes caen de manera brusca durante la post-emancipación, para alcanzar luego valores bajos próximos a los de las sociedades africanas, mientras se reportan -en cambio- índices crecientes en la población blanca y altos en inmigrantes europeos -tal como ocurre también en Uruguay y Argentina.
Mucho más acusado, en Cuba el fenómeno no se comporta de igual modo en lo relativo a los afrodescendientes, pero guarda cierta similitud en cuanto a lo acontecido en la población blanca nativa, así como en inmigrante españoles. Por ejemplo, ya en la década de 1880 es visible en La Habana y en otras ciudades del occidente de la isla un aumento considerable del suicidio de los blancos en comparación a las exiguas cifras de mediados de siglo que escandalizan a Saco (1866); y las tasas en este grupo van a aumentar de modo galopante a partir de 1902 en toda la isla. Ahora bien, diversos elementos indican que el suicidio también aumentó, desde niveles bajos, en afrocubanos que descendían de los negros y mestizos libres del siglo XIX, mayormente urbanos, lo que se manifiesta con claridad en las primeras décadas de la República; y que todavía en 1906 no se había producido, como en Brasil, una merma significativa en ex-esclavos africanos y en la población negra insertada en antiguas regiones esclavistas.
Súmese a ello que la distribución regional, que a comienzos de siglo aun favorecía a las provincias occidentales, cambia en cuestión de pocos años: ya a finales de la década de 1920 el mapa del suicidio es bastante homogéneo, si bien las tasas más altas se registran siempre en la capital. En este sentido, es ilustrativo el rápido aumento de los suicidios en Camagüey, territorio receptor de grandes masas provenientes del oeste, ascenso ya notable en 1914 cuando apenas despegan las inversiones fuertes en el sector azucarero. Sin dudas, estas tendencias informan de los intensos efectos que el mundo del azúcar tuvo sobre todo el país. Pero aún así, la precoz y superior proporción de suicidios en La Habana (donde las tasas superan con frecuencia los 30 x 100 000) y en otras ciudades algún peso demográfico, plantea la cuestión de dos espacios bastante bien delimitados, cualquiera que sean los ligámenes entre ambos. De una parte, el fenómeno responde al modelo de “civilización urbana” (rápida movilidad social, sensibilidad a las fluctuaciones financieras, inmigración principalmente foránea, subsistencia informal limitada, etc.); y, de otra, apunta al complejo “agro-industrial en expansión” (nuevo patrón geográfico del trabajo, desplazamientos desde el occidente, aparición de nuevos pueblos alrededor de los centrales, carácter estacional de la producción, altos índices de masculinidad, etc.).
En fin, todos estos datos y otros en los que no es necesario entrar, indican que fueron los procesos modernizadores en general y la industrialización en particular, los factores que acompañaron a esta emergencia del suicidio en Cuba, así durante la post-esclavitud como en el periplo que va desde la independencia hasta la crisis estructural de la economía; esto es, mientras Cuba se convierte en una sociedad de inmigración libre, a la par que se transita del trabajo esclavo al asalariado y de un orden de castas a otro de clases, y mientras el país atraviesa una guerra de enorme coste humano y material para llegar -por fin- al estatus de joven República.
Estos procesos determinan en breve tiempo profundas mutaciones de los espacios sociales y de las dinámicas de sociabilidad, y tienen enorme alcance en un territorio más bien pequeño cuyos patrones demográficos y de división del trabajo cambian como consecuencia de las transformaciones en la industria y el comercio. Se trata por lo común, si integramos estos elementos -económicos, sociales, políticos, etc.-, de transiciones sucesivas, complejas y poco resueltas que involucran a sectores humanos de diverso origen e inciden en una población joven donde las expectativas son altas –es una sociedad bisoña en muchos aspectos-, mientras la producción del principal recurso del país se multiplica con asombrosa rapidez (2 veces entre 1880 y 1894, más de 4 hasta 1914 y casi 9 hasta 1925).
Ahora bien, es a nivel de los efectos de estas estructuras sobre los grupos sociales, y en el curso de procesos de socialización en que están envueltos los individuos, donde debería procurarse una explicación que pudiera dar cuenta de la complejidad de asunto. Claro está, ello exige incorporar muchos otros factores que también jugaron un papel más o menos activo.
Menciono algunos, aunque sin ánimo de ordenarlos ya que están bastante interrelacionados: 1) El desarraigo de la mayor parte de la gente y no sólo de los inmigrantes 2) La ausencia de valores tradiciones y de estilos de vida asociados al catolicismo, sin que la religiosidad popular parezca ofrecer un efecto protector 3) Las crecientes aspiraciones en todos los grupos sociales (incluyendo ex-esclavos), mientras las demandas de autonomía propias de la “sociedad de los individuos” se imponen de manera súbita 4) Los gran cambios poblacionales, seguidos de una rápida transición demográfica, y en particular la acusada tendencia a la disminución de la fecundidad 5) Los niveles de competencia ligados al mercado laboral y sus efectos en algunos sectores 6) El escaso acceso a la tierra y la falta de un campesinado reconstruido 7) La emergencia de coerciones económicas hasta entonces inéditas, sobre todo en el mundo del azúcar 8) Las tensiones étnicas en todas las esferas de la vida social 9) Algunas características de las familias y de los roles de sobrevivencia 10) Los contenidos sociales de las relaciones amorosas, en un contexto de fuerte dominación masculina 11) La fragilidad de algunos grupos en particular. Todos estos factores tienen en Cuba una importancia enorme, y a menudo no se manifiestan de la misma manera que en otros países del área.
Para responder finalmente a la primera parte de tu pregunta: creo que la frecuencia del suicidio desmiente con claridad el estereotipo del cubano como pueblo alegre, esto es lo desmiente en cuanto estereotipo dominante. Pero ello no niega que la “alegría” sea un componente más o menos notorio en Cuba. Miguel del Carrión decía que la alegría del cubano es una alegría roída por dentro, y Rodolfo J. Guiral habla de un pueblo “maniaco-depresivo”, aunque no parece que sea exactamente así. Además, si el suicidio es expresión más o menos directa del "humor colectivo" es porque incluye otros ingredientes. Cuando Hernández Catá habla de esa “pereza furiosa” que embarga a la gente en los campos de la isla, intuye sin duda un fondo de violencia.
Bueno, como decía al inicio, el tema es muy interesante y sobra tela por donde cortar. Por ahora creo que es mejor dejar el tema del carácter nacional para más adelante y destacar en el panorama que has esbozado algunos puntos importantes. Primero, que a diferencia de otros países del continente, donde a partir de la abolición de la esclavitud las tasas de suicidio en los negros descienden, en Cuba aumentan en las primeras décadas del siglo XX. Sería justamente en el período comprendido en los lustros posteriores a la abolición -que culminó, como sabemos, en 1886 pero comenzó seis años antes-, que se forma en nuestro país lo que podría llamarse una “tradición suicida”. En 1880 se produce un corte histórico importante, como consecuencia de la Guerra Grande: Cuba cambia de status para convertirse en una provincia de España; se crean los primeros partidos políticos; se levanta la censura y comienza a constituirse una esfera de opinión pública que se consolida en los primeros lustros de la República. Entonces, entre 1899 y 1902, un nuevo parteaguas: el fin de la dominación española y la fundación del estado nacional, consecuencia de una guerra que arruinó al país y creó grandes expectativas para amplios sectores de la población, entre los que se encontraban los negros y mulatos. Cuando mencionas las tensiones étnicas supongo que aludes sobre todo a esas primeras décadas del siglo, en que los negros fueron marginados y se produjo el estallido de violencia de 1912. También son estos, entre 1880 y la primera guerra mundial, años de una rápida modernización estrechamente vinculada a la influencia norteamericana en general y al crecimiento de la industria azucarera en particular. Me llama la atención esa dicotomía que señalas: La Habana, por un lado, y la plantación azucarera, por el otro. Pérez de la Riva hablaba de dos Cubas: la “Cuba pequeña” de la pequeña propiedad rural, que favoreció en el siglo XVIII una esclavitud patriarcal; y la “Cuba grande” de la plantación azucarera y las masas de esclavos, que se impuso en el siglo XIX sobre todo en el occidente del país. Podría hablarse, quizás, de La Habana y la plantación azucarera como dos Cubas claramente diferenciadas, o mejor, dos focos fundamentales de la vida social y económica de la isla. La Habana, cosmopolita y disipada, produce un tipo peculiar de violencia urbana que recogerá la crónica roja; la plantación azucarera proletariza a los pequeños campesinos y atrae a grandes masas de proletarios: haitianos y jamaicanos, antiguos esclavos y sus descendientes. ¿Podrías explicar un poco más cómo las estadísticas de suicidio reflejan esta dualidad?
Aunque se mataban los indios y después los negros esclavos y los culíes chinos, esto no explica que se maten luego con tanta frecuencia los cubanos. Esa herencia de muerte de que habla Novás Calvo para referirse al supuesto legado de los siboneyes en la psicología cubana, funciona como metáfora, en el mismo sentido de la leyenda del Yumurí o del mito del esclavo inmolado. Se trata de relatos urdidos por las élites, muy ricos a nivel discursivo, pero que apenas tocan el problema más complicado de una "tradición". No obstante, Novás señala factores de peso como la escasez de desafíos sociales a causa del rápido exterminio de los indios, de la falta de oro y del vacío poblacional, etc., lo que marca la condición de la isla como sitio de paso. No existen, en efecto, extensiones a dominar, ni es necesario construir templos enormes pues la culturas autóctonas apenas dejan restos. La esclavitud, por su parte, se enclava en una sociedad criolla en vías de formación, impidiendo que las instituciones adquieran cierta madurez y extendiéndose, además, hasta ser alcanzada por cambios tecnológicos (que la impactan por dentro) y casi hasta coincidir con el comienzo de otra guerra. En este sentido, la idea de Moreno Fraginals acerca de Cuba como una sociedad siempre "nueva", que se va a haciendo "a retazos", cobra particular importancia. Sin duda, la falta de un orden tradicional regala un terrero frágil, que debió favorecer esta tradición de suicidios. Pero la esclavitud en cuanto tal, al contrario, no la explica, aun cuando participa del proceso al aportar rasgos propios, los cuales deben ser consideradas en la perspectiva de los cambios modernizadores.
Para lo que me propongo, es el período que va desde 1878 hasta 1894 el más significativo, pues entonces muta -de manera radical- una dinámica por largas décadas dominada por la esclavitud. Como dice Roger Bastide, el ecosistema esclavista es una condición específica, que al propiciar el suicidio en cantidad incomparablemente superior, pone en causa su influencia sobre el conjunto de la sociedad y su legado durante el paso hacia el trabajo libre... Es durante esta etapa que el clásico patrón de alta incidencia en esclavos y colonos asiáticos, y baja en blancos y libres de color, desaparece. Ahora todos los suicidas son formalmente hombres libres y las diferencias cuantitativas -si bien existen, como es lógico- no son amplias y favorecen incluso a la población blanca. Ahora los actores son más variados y se insertan en territorios sociales a menudo diferentes y regidos por lógicas distintas. Por tanto, más que ante el comienzo de una "tradición suicida" estamos ante su emergencia, a la vez múltiple y simultánea. Claro está, el carácter "unificador" de las transformaciones sociales y económicas, más violentas en el primer cuarto de la República, contribuyó a consolidar el fenómeno, pero aún así ciertos rasgos diferenciales van a persistir.
En cuanto al clima político posterior al Zanjón, es sin duda inseparable de lo anterior. Surgen en breve varios partidos políticos, buen número de sociedades y asociaciones y numerosos periódicos que conforman un espacio público moderno que altera las dinámicas sociales y los modelos de representación (incluso los del suicidio). Aunque la pulsión organizativa es enorme y las ciudades que la guerra destruyó se recuperan en poco tiempo, la desregulación es el elemento dominante. Se trata de una sociedad "que no se hace presente en los individuos", para decirlo con la frase de Durkheim, demandando de éstos autonomía cuando pende sobre muchos el fardo de la dependencia. En estos años regresan al país miles de emigrados políticos que tienen que reorientar sus proyectos. Por otra parte arriban, entre 1882 y 1894, cerca de 100 000 españoles en la tercera emigración masiva que conoce el siglo XIX cubano. Muchos proceden de aldeas pobrísimas y se amontonan en La Habana, en busca de mejor suerte en el mundo del comercio, en un caso típico de éxodo rural transocéanico, pero también de rápida movilidad social sobre un terreno resbaladizo. Aumentan las tensiones en todas las esferas de la vida cotidiana, desde el trabajo hasta las relaciones amorosas, al tiempo que bajan los niveles de confianza y crecen los riesgos y las personas al margen de las redes de apoyo. Téngase en cuenta que existen cerca de 20 000 mendigos y 1000 prostitutas en la capital y que, tras una recesión de varios años que conduce a una crisis financiera aguda, viene a seguidas un despegue sin precedentes de la economía, al crecer casi cuatro veces las exportaciones de azúcar (1884-94); pero las fluctuaciones económicas siguen siendo frecuentes y el costo de la vida se mantiene alto. La inmigración, que ya había comenzado a menor escala en la década de 1860, significó para negros y mulatos libres una sórdida competencia y sobre todo el desplazamiento de ciertos oficios que sólo ellos ejercían con anterioridad. Las tensiones étnicas y la animadversión por motivos políticos aumentan a la par. En las fábricas de tabaco rigen todavía coerciones propias de un régimen de esclavitud... Cuando se hojean los periódicos de la época sorprende la frecuencia de crímenes pasionales. En 1884 se registran 274 homicidios en todo el país y 64 en La Habana, valores no igualados -en términos relativos- hasta los años veinte. El médico alienista Tomás Plasencia, que en 1887 publicó el primer estudio sobre el suicidio en Cuba, captó muchos de estos desórdenes. Cualquiera sea el rango moral de sus consideraciones y su afán de legitimar un método sociológico, Plasencia señaló cuestiones cruciales como el "estado incierto de las fortunas, cuyas oscilaciones y vaivenes" explican "el crecido número de suicidas entre los que se dedican al comercio"; el desarraigo de inmigrantes "por las alteraciones que impone el solo hecho de cambiar de localidad"; el consumo excesivo de bebidas alcohólicas; y la violencia ligada a la prostitución.
Ahora bien, este nuevo perfil del suicidio a finales del siglo XX se percibe mejor si se reúnen varias fuentes estadísticas que permiten extender la observación a todo el período (1879-1894): así, durante tres lustros, las tasas rebasan a menudo los 20 x 100 000, se confirma la alta incidencia en cubanos blancos y en peninsulares, y se establece un patrón dominante de suicidio masculino, por lo común de jóvenes que apelan a las armas de fuego. Esto es, no se trata en modo alguno de una cuestión pasajera, sino que, por el contrario, este comportamiento forma parte de un continuum que sólo un evento como la Guerra del 95 podía interrumpir, entre otras cosas al desaparecer los registros... Lo cierto es que desde 1899 en lo adelante asoma otro cambio de fisonomía, aunque ahora parcial: a la vez que el suicidio de los blancos aumenta y se mantiene la incidencia en españoles (casi el 50% en 1900 y poco más de 20% según un estudio de 1912), crece también de modo ostensible el suicidio en la población afrocubana, y en particular en las mujeres, que "ponen de moda" el suicidio por fuego. (De estos años es que parte la tendencia convergente entre los índices masculinos y femeninos, siempre más acentuada en la población de color y de carácter progresivo -salvo en las crisis económicas- hasta prácticamente emparejarse durante la Revolución, cuando las mujeres llegan a matarse casi tanto como los hombres). Si el descenso en los años en que la esclavitud se desarticula se produce en la capital a costa de esclavos y ex-esclavos (como indican las estadísticas de la Audiencia y de la Morgue, entre otras), ahora en cambio el crecimiento apunta a una población en su mayor parte descendiente de negros y mestizos libres. Esta última afirmación parte de la constatación de que el tan temido éxodo de ex-esclavos rurales hacia la capital, no se produjo salvo en escasa medida, conservando La Habana un semblante demográfico relativamente estable, en virtud de que el desarrollo de la industria se orientaba hacia el Este.
Veamos ahora qué pudo ocurrir en el resto del país. Tal como en la capital, a partir de 1902 el suicidio aumenta tanto en la población que califica de blanca como en la de color, con la particularidad, en estos últimos, de que todavía en 1906 se reportan cifras muy elevadas en regiones que concentran una nutrida población de ex-esclavos, como Jovellanos (23,2) y Cárdenas (22,4), al tiempo que la tasa en africanos residentes en la isla marca el valor de 32,7. ¿Qué indica esto? Que, al contrario de La Habana, en el occidente plantacional no debió producirse un descenso tan pronunciado en los años posteriores el fin de la esclavitud (1886-1894). Con toda seguridad, se trata de un impacto inmediato de la industria azucarera en transformación, con sus efectos locales y a distancia durante el paso hacia el trabajo asalariado, y no de un mero remanente de la esclavitud. Del mismo modo, el reporte en 1906 de una tasa de 16,2 en Gibara, ya convertida en zona azucarera, podría ser un indicador en este sentido. Por supuesto, es más adelante que el impacto del nuevo complejo agro-industrial se manifiesta en toda su crudeza, al equipararse las tasas provinciales a expensas -sobre todo- de un aumento más pronunciado en las regiones orientales; pero repito, siempre con efectos a distancia, pues todavía en 1923 las tasas de suicidio en afrodescendientes radicados en Matanzas -una comunidad en disolución- superan la media nacional del mismo grupo.
Esto lleva a las dos Cubas que Pérez de la Riva establece y sus lazos con la evolución del suicidio. Las correlaciones entre el Occidente -plantacional- y el Este -predominante ganadero-, calculadas por este historiador a partir de varios indicadores del Censo de 1862, también cambian a partir de 1880 y de modo sustancial en el primer tercio del siglo XX. Por ejemplo, la producción conjunta de Oriente y Camaguey, que ya en 1902 era el 16% del total del país, en 1931 supone el 59,2%. Esta expansión económica se acompañó de un arrastre demográfico sin precedentes, que afectaría sobre todo a las antiguas regiones plantacionales (Matanzas y Las Villas principalmente), las cuales pierden una parte considerable de la población de color. Mientras en el Este surgen numerosos pueblos de más de 1000 habitantes (por lo general ligados al Central) y se registran por amplio margen las mayores índices de crecimiento poblacional, en el Oeste disminuye el peso relativo de la población. Por su parte, los niveles de urbanización, que ya eran altos en 1898, apenas crecen en relación a 1931, si bien continúan entre los primeros de América Latina. Incluso la capital no aumenta en términos relativos durante este período, aunque sí mucho en valores absolutos. En fin, todo esto da una idea general de cómo se transforma el esquema establecido por Pérez de la Riva. Claro está, La Habana se consolida en tanto centro financiero y comercial, sumando ahora a su precoz expansión en el siglo XIX su pujanza durante en estos años dorados de la economía cubana. Es por ello que se puede hablar de dos polos que dominan la dinámica nacional, y esto se refleja en el suicidio. Ambos polos influyen de uno u otro modo sobre todo el país, de ahí que se les deba tener en cuenta a la hora de analizar el comportamiento del suicidio en cada región en particular, si bien éstas aportan elementos propios, ajenos a esta dinámica... No obstante, hay que señalar que los perfiles regionales sólo se dejan dibujar a grandes rasgos, pues además de incompletas, las estadísticas sanitarias y judiciales suponen un mínimo de datos al lado de las informaciones económicas, demográficas, etc.; por ejemplo, sólo es abundante la información sobre el suicido en La Habana, mientras resulta escasa la de otras ciudades, así como a nivel de los municipios y en general entre el mundo urbano y el rural. No obstante, los datos existentes permiten trazar la evolución nacional y por provincias con sus respectivas tasas, proporciones de género y étnicas, distribución de los métodos, entre otras variables, incluyendo el polo urbano que La Habana representa.
Señalas como un rasgo relevante que en las primeras décadas de la República comienzan a acercarse las tasas de suicidios masculino y femenino, y esto, por lo que dices, está relacionado con el aumento de la práctica del suicidio por fuego entre mujeres negras y mulatas. ¿En qué medida constituiría este caso específico dentro del panorama general del suicidio en Cuba una especificidad de nuestro país? El fuego tiene, evidentemente, connotaciones simbólicas asociadas a la pasión, y es obligatorio pensar entonces en Cecilia Valdés y en el estereotipo de la mulata fatal. ¿Qué aspectos raciales y clasistas están detrás de las altas tasas de suicido por fuego entre las mujeres negras y mestizas? ¿qué refleja esto? ¿ha continuado ese fenómeno después de 1959?
El suicidio por fuego influyó en este sentido, pero también el aumento del suicidio femenino en general, practicado tanto por mujeres blancas como negras. Sin embargo, el suicidio por fuego permite interpretar mejor esta tendencia por varias razones. Una de ellas es que se trata de un método cada vez más empleando, el cual pasa del 12,3 % de todas las muertes voluntarias en la República, a más del 35 % con la Revolución; es decir, se dispara justo cuando los índices de género llegan casi a equipararse. Otra razón radica en el hecho de ser un medio al que apelan de modo corriente las mujeres negras y mestizas, por lo general muy jóvenes, de menores ingresos económicos y algo más expuestas a la dominación masculina, quienes se queman -a iguales poblaciones- casi dos veces y media más que las blancas. Y esto resulta significativo, pues la incidencia de esta modalidad de autodestrucción va determinar que las mujeres afrodescendientes se maten más que los hombres del mismo grupo, tal como ocurre en La Habana de modo estable, y en todo el país en no pocas ocasiones durante el período republicano. Así, mientras en la Habana el suicidio por fuego aporta a este grupo el 68% de todas las muertes, en la isla rinde cerca del 50%. Por tanto, la estrecha proporción entre géneros en afrocubanos a comienzos del siglo XX podría funcionar como una especie de indicador, en el sentido de que anticipa lo que luego acontece en toda la población, cuyos índices evolucionan del siguiente modo: 2,10/1 (1902-1906); 1,79/1 (1908-1919); 1,94/1 (1920-1936); 1,56/1 (1943-1953); 1,54/1 (1965-75) y 1,14/1 (1980-1990). Como puede apreciarse, esta tendencia al estrechamiento, ya acusada en la década de 1940, habla a favor de un aumento relativo de los suicidios en las mujeres blancas... Si la proporción de género en la población blanca era en los años 20 y 30 de 2,13/1, en los 40 y 50 será apenas de 1,66/1, mientras en afrodescendientes se mantiene casi igual: de 1,38 a 1,26. Del mismo modo, cuando se aprecian las tasas femeninas se observa que si entre 1910 y 1921 eran invariablemente superiores en negras y mestizas, de 1943 a 1953 tienden a serlo por el contrario -si bien a menor distancia- en las que califican -civilmente- de blancas. También ocurre que éstas últimas eligen cada vez más el suicidio por fuego, aún cuando este método continúa predominando en afrocubanas. Toda esta información señala, en fin, que se asiste a una progresiva precariedad del mundo femenino a medida que el siglo avanza. ¿Hibridación de la violencia suicida? Casi seguro. Pero sobre todo y de modo más explícito: vulnerabilidad creciente en el orden de las relaciones entre los sexos, la cual no resulta de que las mujeres sean más débiles, sino de que el umbral de adaptación se reduce, en éstas, como consecuencia de una desproporción básica a diferentes niveles. Claro que los últimos tramos de esta trayectoria muestran que es durante el socialismo que dicha vulnerabilidad alcanza su momento más agudo. Por desgracia, son escasos los datos para cada grupo étnico en esta etapa. No obstante, el ascenso marcado -como ya insinué- del suicidio por fuego durante la Revolución podría indicar un nuevo repunte en mujeres afrocubanas. En 1965 las quemaduras eran responsables del 19,7% de todas las autodestrucciones; en 1970 llegan al 29,7%; en 1973 al 31,1%; y 1974 al 32,1%. Y este ascenso se mantiene en la década de los ochenta, por mucho la más suicidaria dentro de la Revolución, caracterizada por índices femeninos -aunque también masculinos- extraordinariamente elevados y por un aumento sostenido en regiones como Las Tunas, Holguín y Granma, es decir, en el otrora triángulo-cuna del independentismo cubano. Por otra parte, el recurso de darse candela influyó desde siempre en las altísimas tasas en edades juveniles -otro rasgo exclusivo de la isla-, pues una porción notable de estas mujeres no pasaba de 24 años. Ser mujer joven constituyó siempre un factor de riesgo. Los índices de género son en este caso todavía más atípicos: en la República, mientras las adolescentes blancas se matan dos veces más que los varones, las negras y mulatas lo hacen 3,6 veces, con un índice general de 1/2,5. Con la Revolución, la diferencia se mentiene hasta los años ochenta, sin que sepamos el comportamiento en cada grupo en particular. De modo que habría que remitirse a China o a Bangladesh para encontrar algo semejante.
En resumen, estamos ante una cuestión crucial. Y es que esta tendencia al suicidio femenino trasciende las relaciones más o menos positivas - o "fecundas"- entre variables económicas específicas y el comportamiento de las tasas en una u otra época. Si ciertos indicadores macroeconómicos -oscilaciones en la producción y el PIB, costo de la vida, períodos de crisis, etc.- influyen de modo comprensible aunque siempre complejo en el movimiento de las mismas, la convergencia entre los índices de género apunta, en cambio, a una perturbación más profunda, de carácter crónico, e insidiosamente agudizada. Resulta difícil dar con una explicación justa, pero todo señala a una crisis del orbe doméstico cubano en sentido amplio -familiar, conyugal, amoroso, etc.-, en un contexto de fuerte dominación masculina. Cuando se observa la evolución de todos los indiciadores en el tiempo y el espacio de cada región particular -esto es, cuando se les considera a la menor escala posible-, no puede menos que arribarse a las siguientes conclusiones: que los cambios en la industria azucarera y los procesos modernizadores influyeron en las variaciones "fuertes", aquellas que determinan la irrupción y el extraordinario alcance del fenómeno; mientras el orbe doméstico -perturbado por estos cambios y por los efectos negativos de la modernización socialista- aporta sobre todo los elementos de base -sociales, culturales, interpersonales, de mentalidad, etc.- que tienden a sostenerlo. Y es aquí, en este orbe abierto a las presiones "externas" (económicas, políticas, etc.), en cuyo interior conviven hombres y mujeres, donde habrían de localizarse aquellas lógicas conflictuales que conducen tanto a la conducta suicidaria como a su aceptación en calidad de respuesta adecuada -compartida por numerosos actores sociales- frente a las circunstancias. Llegado a este punto, corresponde señalar que en Cuba existen algunos factores que apenas se modificaron a lo largo del siglo XX, entre los cuales menciono tres: ciertas características de las familias y de los roles de sobrevivencia, lo que tiene uno de sus puntos de partida en el XIX; ciertos contenidos sociales de las relaciones amorosas; y la particular fragilidad de algunos grupos.
Voy a referirme solamente a la situación de las jóvenes negras y mestizas, tomando otra vez como modelo el suicidio por fuego. Una primera pregunta sería: ¿por qué no se registró este método en los tiempos coloniales? Otra, más compleja ¿por qué gana terreno en tan breve tiempo, al contrario de lo que ocurre en otras latitudes? Al parecer, los primeros casos debieron producirse a inicios de la década de 1890, camuflados de accidentes caseros, pues es entonces que la población se comienza a familiarizar con el kerosene, en principio empleado como medio de iluminación. Poco más tarde, en el curso de la campaña sanitaria, este derivado del petróleo -de fácil acceso por su bajo costo- será usado a gran escala para combatir la fiebre amarilla y el paludismo, marco el que se reportan los primeros casos reconocidos. Sin embargo, sólo a partir de 1902 comienzan a repetirse según un patrón en apariencia epidémico, de amplio predominio en el occidente. Algunos médicos captan el fenómeno desde sus inicios y deciden estudiarlo por separado, o bien le prestan especial atención en estudios generales. De modo que ya en 1907 al suicidio por fuego se le tipifica un tanto agoreramente como "modus morendi" en Cuba. Este interés en verlo como una modalidad nacional responde por supuesto a los requerimientos discursivos de la época. Así los médicos construyen en la figura de la negra o mulata que se da candela a una especie de "nuevo salvaje" que brota, en plena modernización a la americana, de lo más hondo de la esclavitud, mientras apenas insisten en el hecho, no menos inusual para el común de los observadores, de que los blancos -sobre todo hombres- se matan con mayor frecuencia. En este sentido, los datos no parecen tener la misma "elocuencia", para usar el término de marras, a los ojos de los demógrafos. Ahora bien, lo más importante es que de frente a las supuestas causas del suicidio por fuego, se va a acusar a la prensa periódica de favorecer una suerte de "contagio sugestivo". Esta es, en todo momento, la principal invocación etiológica. Curiosamente, en este marco emergen también aquellos estudios de psicología social que pretender definir el carácter del cubano. No es casual que a la "mulata en llamas" se le atribuyan las mismas características que a una muchedumbre exaltada, permeable a las sugestiones y a todo tipo de vicios. Sin embargo -y apartando los aspectos propiamente discursivos, a desarrollar en otro momento-, la propagación de un acto de esta naturaleza debió involucrar resortes más directos -socioeconómicos, ambientales, etc.- y a la larga de mayor calado, que terminaron por fijarlo de modo propio en la memoria de la gente. Tal es así que tras la censura de las "crónicas de sucesos" -absoluta a partir de la década de 1960- lejos de disminuir el suicidio por fuego aumenta como nunca antes. Acto en extremo vívido, encontró en ambientes de fuerte tensión emocional y perceptiva, por lo general ligados a otros modos de violencia, un terreno propicio para su aprendizaje, siendo reforzado e incorporado a todo un repertorio de las conductas en situaciones de crisis, las cuales se cargan a su vez de significados sociales siempre más extensos. En este sentido, darse candela deviene, en sí misma, una acción discursiva aceptable que se estabiliza en el tiempo. No sólo la mayoría de los primeros casos se concentraron en La Habana (1902-1914), sino que es en esta urbe donde se registra el mayor número a lo largo de la República: cerca del 35% de todas las inmolaciones que ocurrieron en el país y hasta un 20% en relación al resto de los métodos empleados en la capital (1902-1953). Curiosamente, esta modalidad de muerte apenas se expande en principio hacia Pinar del Río, donde se produce mientras tanto otro fenómeno epidémico, si bien más circunscrito: las pinareñas -casi todas blancas- apelan al Verde París (acetoarsénico de cobre), un plaguicida altamente letal con el que se familiarizan en las vegas de tabaco. Sin embargo sí hay una ostensible expansión hacia Matanzas, donde las inmolaciones aumentan hasta alcanzar el 43% entre todos los métodos empleados (1926-1930), así como en menor medida hacia Las Villas. Y aunque se reportan valores en aumento en las provincias más orientales, su frecuencia en estas zonas, donde los índices de género son más holgadamente masculinos hasta los años 30, es bastante inferior; por ejemplo en 1914 -cuando ya la cifra inicial e muertes por quemaduras se ha quintuplicado- en Camaguey y Oriente se registra apenas el 16%. De predominio occcidental, puede decirse que el fuego "viaja poco" con el desarrollo de la industria azucarera; por el contrario, "prende" allí donde un vasto número de mujeres tiende a fijarse tanto en términos demográficos como laborales: el espacio urbano habanero y las ciudades próximas al antiguo reducto plantacional.
Ahora bien, regresando a los inicios de esta problemática en La Habana, no resulta difícil identificar el territorio donde el suicidio por fuego encontró sus condiciones de posibilidad. Basta ver las notas de prensa de la época -que algunas veces indican las moradas-, así como los datos que Jorge Le Roy (1907) y Antonio Barreras aportan en sus respectivos estudios (1912) -a lo que se añaden otras fuente literarias, sociomédicas, etc.-, para señalar a los solares y accesorias como el locus por excelencia. En ellos convive buena parte de la población más desfavorecida y se localizan no pocos de los prostíbulos existentes. Estos ligámenes entre pobreza y violencia de género no son en modo alguno gratuitos, si se considera no sólo el alto número de mujeres que se dedican a la prostitución, sino el hecho de que de los prostíbulos se inserten en el interior de estos conjuntos habitacionales. Se trata de un sector profundamente afectado por la Guerra y la Reconcentración, que acaba de atravesar -y atraviesa aún en muchos sentidos- una experiencia social límite. Muchas de estas mujeres, que como era usual no tenían padres conocidos y vivían en hogares matrifocales, han perdido a sus madres y otras tantas son viudas. No pocas han ejercido la prostitución en épocas recientes o la ejercen todavía; y cuando no, es el oficio de madres, hermanas o vecinas. La violencia, real o simbólica, tiende pues a repartirse allí donde existe una contigüidad de géneros de vida. No es exagerado suponer que muchas padecen de disturbios psicológicos post-traumáticos (lo que los médicos de la época califican de "histerismo", siempre pensado en la "impresionabilidad del alma negra"), pues no pocas habrán sido abusadas sexualmente en la infancia o la adolescencia, además de que han asistido al espectáculo de la muerte -de gran impronta finisecular-, el cual les tocó de cerca. No es necesario insistir por ahora en la condiciones de vida, el acceso al empleo, etc. En cambio sí en el hecho de que este sector arriba a la República en marcada desventaja cultural, o si se prefiere, de mentalidad. Durante casi todo el siglo XIX, a diferencia de Brasil y de otras colonias del Caribe, en Cuba estuvo prohibido el matrimonio interracial. Ello no se debió tanto a la existencia de la esclavitud (aunque ella cuenta), como sí a una tradición jurídica cuyo objetivo era asegurar el orden de casta y la supremacía blanca. Y aunque esta ley no se propuso frenar el mestizaje, pues el concubinato y los vínculos ocasionales entre personas de diferentes etnias -estimulados por diferentes razones- apenas fueron interferidos; sí marcó en profundidad el imaginario de la sociedad multiétnica que se forma en este espacio de "ilegitimidad". Huérfana, cuando no culpable de su origen o por lo menos en constante sentimiento de "falta", esta sociedad del todo periférica incorpora a pulso los valores de la cultura blanca y criolla, y con ello una serie de prejuicios que todavía no han desaparecido. De estos prejuicios, que marcan desde entonces, de manera obsesiva, las referencias al cuerpo y al color de la piel en Cuba, la aspiración de "adelantar la raza" es acaso el más acentuado, en tanto expresa una internalización en extremo fuerte de la cultura dominante. Sin embargo, tras eliminarse este dispositivo legal en 1881, y más tarde en la República "con todos y para el bien de todos", estos valores y sobre todo las aspiraciones ligadas a ellos apenas se modifican y se muestran particularmente frágiles de frente a las contingencias que dimanan de los cambios, en particular el tránsito hacia una sociedad de clases que no atenúa, sino más bien oculta, la mentalidad de casta. En fin, en este marco en el que aumenta la complejidad de la vida y se reducen las posibilidades de adaptación, no ceden los prejuicios raciales y sexistas, que ahora se expresan de modo más directo en la convivencia diaria, sea en las escuelas públicas, en las gestiones médicas y civiles, en las fábricas y talleres.
En cuanto a la cuestión de los estereotipos, es importante señalar que a menudo no es tan amplia la distancia entre ciertos contenidos ideológicos -aunque sea clara la intención moral o política de éstos- y lo que acontece en el "mundo vivido". (De hecho, se tiene la impresión, cuando se escucha a la gente hablar de "raza" en Cuba, que se está ante un guión eugenésico tanto o más espléndido que el soñado por las élites.) Más que de una "superestructura" debería hablarse de diferentes niveles de un mismo proceso: la percepción del letrado, la del hombre común, la del propio sujeto caricaturizado que internaliza dichos valores en modo más complejo, etc. Por tanto, es innegable que sobre el cuerpo de estas mujeres inciden representaciones y prácticas que las formatean -desde el nacimiento hasta la muerte-, si bien no siempre de manera fatal sí a presión constante. Y este proceso -válido para cualquier grupo humano- es el que las dota de aptitudes más o menos específicas, de un sentir, un andar, una manera de seducir para defenderse, etc. Prácticas que además las infravaloran, cuando no las criminalizan. La pasión de Celia Valdés, que por otro lado existió y continúa existiendo, sólo se la puede entender como forjada en el torno de la ley y de las normas dominantes, y en este sentido en tanto pasión subalterna. Su histerismo -tampoco mera ficción- no se asemeja en nada al de la "joven artificial" que tanto preocupa a los médicos del siglo XIX, pues es la expresión -más bien brutal y pública- de quien se forma en la calle -esas calles que apenas recorren las mujeres blancas salvo cuando van en volantas-, en un periplo que se extiende desde la infancia en peligro hasta la adolescencia francamente peligrosa. Y como al personaje de señá Clara, quien después de muchos fracasos termina casándose con un mulato, a Cecilia también le aguardan más "quemaduras que pelos en la cabeza"; pero ni lo sabe ni quiere saberlo, pues todo se dispone -en el teatro de la realidad- para velar el auto-conocimiento y llevar al sujeto a un final trágico. Como apunta Rine Leal a propósito de las tramas en la dramaturgia cubana -y aquí ideología y "mundo vivido" vuelven a cruzarse como ocurre también en los malos folletines de corte naturalista- no pocas veces "la mulata termina por darse candela, renunciar a su amor, morir violentamente y ceder su lugar en el lecho conyugal al hijo de buena familia, porque lo que no existe en el repertorio es un final feliz entre amantes de diferentes razas y clases”. En este sentido, el amor pasión se ve atravesado de tensiones identitarias, sin duda más devastadoras allí donde no se llegan a establecer comunidades locales o étnicas fuertes. En Cuba, parece ser que la pasión rompe todos los récords -así lo muestran el bolero y las radionovelas, que funcionan más bien como válvulas de escape- mientras el fuego adquiere connotaciones insospechadas. Sin embargo, más que trazar homologías demasiado densas prefiero arriesgar la idea de que estas connotaciones simbólicas (atribuidas desde afuera: no conozco ningún estudio sobre el "inconsciente cubano", y aunque existiese, sería bastante polémico) no flotan por así decirlo en un especie de stock étnico o nacional, sino que se incorporan de manera fragmentaria -y nunca de modo preciso, o definitivo- a la experiencia cotidiana. Lo cierto es que las esclavas no apelaron nunca a este tipo de muerte, mientras el ambiente inmediato que la configura se resiste en cambio a desaparecer: los fogones que Walter Evans muestra en sus fotografías todavía existen y no menos los rostros y las poses de espera de la gente. Eso sí, el fuego se aviene con algunos rasgos psicológicos de las jóvenes que lo eligen: impulsividad/agresividad/espectacularidad y demanda de "purificación" ante sentimientos de "falta", en entornos familiares y sociales donde los dispositivos de confesión/comunicación resultan por lo general escasos y endebles. Ahora bien, lo que sí puede asegurarse es que el suicidio por fuego, en tanto acto concreto, se codifica como un evento esencialmente femenino, y esto tanto en una como en otra latitud. En este sentido, darse candela muestra ser una acción destinada a marcar la piel como superficie de intercambio. Se trata, quizás, de privar al Otro -un otro avasallador y violentamente internalizado- del objeto de su deseo.
Has dicho que la década de los ochenta fue la más suicida de la Revolución, y creo que vale la pena detenernos ahora en el comportamiento del suicidio durante la etapa castrista, pues de la misma manera que los índices históricos de suicidio desmienten el estereotipo del cubano como pueblo alegre, la pervivencia, o el aumento, del suicidio después de 1959 echa por tierra el discurso del régimen, según el cual el suicidio debería disminuir toda vez que la alineación social que lo origina ha sido erradicada.
La Revolución interrumpe una tendencia al descenso de las tasas de suicidio que había comenzado en los años posteriores a la Gran Depresión, primero lentamente, pero que se acelera en las décadas de 1940 y 50 e incluso durante el primer lustro del nuevo régimen. Si tomamos como punto de partida las cifras que preceden a la crisis económica -es decir, los ya críticos años que van de 1924 a 1928- vemos que el descenso en cuestión llega ser nada menos que del 50%. Por tanto, cualquier análisis sobre la evolución del suicidio durante el proceso revolucionario debería partir de estos antecedentes. Claro que preexiste una "tradición suicida", pero lo pertinente aquí es considerar sus notorias variaciones, a fin de no verla como un hecho dado, es decir como una instancia inmóvil, o peor, como una faceta del "ser nacional". Esto último sí sería tendenciosamente político, pues conduce a escamotar las dimensiones del cambio. También el socialismo supuso un agravamiento de los índices de suicidio en países marcados por sus propias tradiciones: aumentan en Hungría, en la RDA -de modo particular en Berlín Oriental-, así como en Checoslovaquia y Yugoslavia. Por su parte, la industrialización a marcha forzada se acompañó en la URSS de un aumento sin precedentes. Y se dispararon incluso las cifras de países menos expuestos con anterioridad, como Polonia, Bulgaria y Rumanía.
¿Por qué disminuyen las tasas a lo largo de la segunda República? De nuevo la respuesta resulta difícil. No obstante, es innegable que en esta etapa se asiste a un cierto equilibrio entre el ritmo de crecimiento económico -fuerte en algunos momentos, pero no aparatoso ni demasiado fluctuante- y los cambios -por lo común positivos- que tienen lugar en el orden social. Cualquiera que sean las secuelas de los años 30, se transita hacia una etapa de gradual distensión, en la que se estabilizan las expectativas en virtud de una menor violencia estructural. Si bien es cierto que la industria azucarera, con tendencia a un estancamiento crónico y a la suerte de las oscilaciones del mercado, sigue dominando la dinámica económica, también lo es que el país se vuelve menos sensible a las variaciones de los precios. Por su parte, los niveles de renta per cápita se elevan y, más significativo en función de lo que nos ocupa, se muestran menos desigualmente distribuidos que a comienzos de la República. Tal es así que los indicadores de consumo, servicios sociales, sanitarios y de educación se elevan considerablemente. Además, la economía se diversifica, bien que de manera limitada, pero comportando un incremento en el número de trabajadores empleados en los sectores no azucareros, el cual se duplica por estos años. Aumentan, por otra parte, los salarios, así como los índices de ocupación en mujeres y afrocubanos, entre otros. Se mantienen sí, altos índices de desempleo -los datos son escasos-, como también los problemas derivados del carácter estacional de la producción; pero, aparte de que mejora la calidad de vida en los pueblos ligados al Central y en general en ciertos entornos otrora deprimidos, el desempleo no siempre rinde correlaciones positivas con los índices suicidio, tal como se aprecia cuando se les considera durante varios períodos. Por otra parte, no puede hablarse de una gran "presión demográfica" pues las relaciones entre el incremento de la población y el de los recursos del país se mantienen a niveles bastante estables, por lo menos hasta principios de los 50. De hecho, el ritmo de crecimiento demográfico se hace más lento entre 1931 y 1943 tras cesar el ciclo de migración externa, lo que reduce las fricciones en el mercado laboral, ahora regulado por leyes que protegen a los trabajadores cubanos. La salida del país de un apreciable número de españoles, no poco de ellos ancianos, también pudo obrar a favor del descenso de las muertes. En fin, este relativo equilibrio entre procesos económicos y soportes sociales -propio del estado benefactor que la Constitución de 1940 representa-, parece haber amortiguado no pocas tensiones. Si atendemos al movimiento de las tasas, podríamos concluir con los siguientes datos, válidos para mostrar las diferencias entre los años previos a la Depresión y los comienzos de la década pre-revolucionaria: 1) tanto el suicidio masculino como el femenino disminuyen a la mitad, y 2) la homogeneidad regional de las tasas -que como vimos fue una respuesta a la industrialización acelerada- se desfigura, mostrando ahora un patrón parecido al de 1902-1906: tasas más bajas en Camaguey y Oriente, y por tanto un marcado descenso en estas regiones, aunque también en la capital, el otro polo de la dinámica de la muerte voluntaria.
Con la Revolución, el suicidio experimenta su último período de crecimiento durante el siglo XX. Como se ha dicho, este aumento fue tan acusado como en la República temprana y en la década del veinte, con la diferencia de que ahora las tasas se mantienen 16 años -entre 1980 y 1995- por encima de los 20 suicidios por cada cien mil habitantes, esto es una "respuesta suicidaria" más prolongada. Sin embargo, sorprende que las cifras no se hayan disparado desde los inicios del proceso, a pesar de que ocurren cambios súbitos y radicales que llevan a otra crisis económica, con caída aparatosa de la producción de azúcar y estancamiento de las riquezas. Si bien la mencionada tendencia a la baja se interrumpe en 1964, las tasas apenas crecen en los años posteriores, para elevarse únicamente a partir de 1970, tras el fracaso de la zafra de los 10 millones. Al parecer, varios factores se conjugaron en este sentido. La propia tendencia al descenso, consolidada entre tanto, pudo comportar todavía efectos inhibitorios. El éxodo de una parte importante de las clases altas y medias evitó, sin duda, males mayores en quienes habían sido gravemente afectados por las expropiaciones, los despidos y pérdidas de empleos, y, en fin, la clausura de las libertades con lo que llevó aparejado: la descalificación de todo un estilo de vida. Por su parte, el entusiasmo de vastos sectores que acomodan sus expectativas a las promesas del régimen, aunque también a mejoras sociales y económicas tangibles -algunas de ellas, como la reducción de los alquileres y el aumento de los salarios, efectivas de manera inmediata-, pudo compensar las crecientes carestías materiales. Por lo común, las capas populares ascienden en la escala social, ahora de manos de un Estado cada vez más inclusivo que dota a la gente de sentimientos de participación, mientras les involucra en la lógica del compromiso. Súmese que el país atraviesa una serie de conflictos que tienden a reforzar la "cohesión interna": Crisis de los Misiles, luchas contra la oposición, y, al menos en principio, las grandes movilizaciones.
Sin embargo, este equilibrio no podía extenderse demasiado, pues además de comportar efectos acumulativos, los cambios continuaron siendo drásticos. Los dos modelos de desarrollo que se ensayan en esta década, desde los planes de industrialización acelerada hasta la motivación política como estímulo de la producción, fracasan estrepitosamente, mientras los ingresos del país apenas alcanzan para compensar el notable crecimiento demográfico. Ya en 1968 se produce un alza apreciable, si bien no extraordinaria, en las cifras de suicidios. Era sin duda un anuncio, diferente del que pudo presagiar el cómputo de 1959, cuando también las cifras se elevan; pero si lo que resalta entonces es el clima de persecución contra miembros y colaboradores del depuesto régimen, lo que se ahora se insinúa es un empeoramiento de la calidad de vida y, en consecuencia, una quiebra del entusiasmo en un contexto que sanciona con rigor cualquier desvío político. Al liquidar los últimos vestigios de propiedad privada, la "ofensiva revolucionaria" afecta directamente a 200 000 personas, entre dueños y familiares, ahondando la crisis que la sociedad padece; además, con ella se suprimen la lotería y las peleas de gallos, lo que tuvo un gran impacto psicológico, como en general la supresión de numerosas tradiciones. Por su parte, las salidas del país, que se venían enlenteciendo, se ven interrumpidas en 1973, año que marca un alza de los suicidios masculinos. Si el éxodo hacia Estados Unidos de 135 000 cubanos entre 1961 y 1962 como respuesta a la radicalización del proceso, y de otros 260 000 a través de los "vuelos de la libertad", pudo operar como válvula de escape, también es cierto que las divisiones y rupturas familiares -cada vez más dramáticas- se intensifican. Mientras tanto, y como expresión de un disciplinamiento que muestra la otra cara de la "cohesión interna", se elevan las "poblaciones de riesgo": UMAP, Sistema Nacional de Prisiones, Servicio Militar Obligatorio, Hospitales Psiquiátricos, etc., a la que se suman luego los contingentes militares en África. Claro que nunca vamos a saber cuántas personas se quitaron la vida -y aún se la quitan- en estas instancias, pero lo importante es considerar el vasto número de gente que, a lo largo de casi cinco décadas, pasó parte de sus vidas en estos sitios, donde por lo común las tasas superan dos y tres veces las de la población general.
Por supuesto, es en el contexto de la familia donde ocurre la mayor parte de las muertes por suicidios. Algunos cambios significativos fueron los siguientes. Del último lustro de los sesenta al primero de los setenta, las tasas aumentan en todo el país. Si al principio las diferencias son apreciables a favor de La Habana y Camaguey, ya en 1975 la distribución es tan homogénea como en los años veinte, pues se han duplicado, tras el fin de la guerra civil, las cifras en Las Villas y Matanzas. Pero también se comienza a esbozar, a partir de estos años, y cada vez con mayor claridad, la que parecer ser la tendencia más significativa del suicidio durante la Revolución: escaso crecimiento en la capital -salvo en algunos años- y una notable densidad en el resto del país, pero en particular en Holguín, Granma y Las Tunas, regiones que concentran desde entonces y hasta la actualidad, las tasas más persistentemente elevadas. Serán estas provincias -si se excluye el caso ocasional de Isla de Pinos- las primeras en superar la cifra de alerta de 20 x 100 000 habitantes (1977) y las únicas que sobrepasan el valor crítico de 30, con una media que tiende a mantenerse por encima de los 25 (1981-1995). Curiosamente, son las regiones que aquejan mayor despoblamiento rural y a la vez un poblamiento más súbito de sus cabeceras de provincias, así como de numerosos pueblos, a lo que se suman las tasas de fecundidad más altas y una notable migración externa, principalmente hacia La Habana. El hecho de que este fenómeno se verifique en el resto del país -aun cuando a menor escala- permite tomarlo como modelo, no de la suicidabilidad como tal, pero sí de las muchas problemáticas sociales que la acompañan. Se asiste ahora a una errancia de signo contrario a la de la expansión de la industria azucarera durante la República: una marcha hacia el Oeste. Habiendo comenzado justo en 1959, esta marcha no deja de progresar a lo largo del tiempo, vaciando de paso aquellas zonas rurales mayormente pobladas tras la crisis del 30. Por tanto, en apenas dos generaciones las poco asentadas familias cubanas vuelven a sufrir una importante remoción. Sólo que esta mudanza de los patrones regionales de la economía se produce ahora como resultado de una profunda crisis agraria y de una estatalización compulsiva de la sociedad. Como se sabe, los planes económicos del gobierno se proponían fortalecer las cabeceras de provincia, en detrimento del predominio de La Habana, con el propósito de extender luego el desarrollo hacia los pequeños asentamientos. Pero ocurrió lo contrario: las diferencias entre ciudad y campo lejos de acortarse se incrementaron, mientras la capital del país se convierte, de frente a estos desequilibrios, en una "zona de refugio". Por desgracia, la estadísticas una vez más se muestran escasas y no permiten llevar mucho más lejos el análisis. Pero a grandes rasgos puede afirmarse lo siguiente: Que el aumento de los suicidios corre parejo tanto al poblamiento brusco y desordenado de ciudades y pueblos, como al despoblamiento de los campos. De hecho, varios cómputos de los años 80 y 90 indican que los índices urbanos y rurales de suicidio tienden primero a igualarse y llegan, después, a ser mayores en los estratos rurales. En 1998, cuando ya las tasas nacionales han caído, la distribución era la siguiente: rural (17,5), periurbano (16,8) y urbano (13,7), lo que marca una diferencia en relación a la República, pues entonces los suicidios ocurrían mayormente entre la población urbana. Es probable que nunca antes se mataran tantas personas -en particular mujeres- en las zonas montañosas de Oriente, en las que, además de substistir algunos rasgos propios de un "campesinado reconstruido", los efectos de la modernización eran menores. Al menos en los primeros años de la Revolución, el éxodo rural desde estas provincias fue abruptamente masculino. Cuando se observan los índices de mujeres al frente de núcleos familiares, que siempre fueron altos en Cuba, resultan sorprendentemente elevados, sobre todo en los campos. Reynaldo Arenas recrea en varias de sus novelas este mundo de hombres idos y de mujeres solas cargadas de hijos que corren una y otra vez de la casa al pozo, mientras rumian fantasías de muerte. Ahora bien, con los años el éxodo rural se hizo cada vez más femenino, estableciéndose una desproporción en las regiones campestres, donde viven, desde hace ya décadas, más hombres que mujeres y menos jóvenes que en las ciudades.
Si en 1982 -año en que se llega al valor récord dentro de la Revolución- las cifras masculinas han crecido un 76 por ciento, las femeninas lo han hecho un 125, diferencia que se mantiene hasta mediados de los noventa. Como se ha dicho, el clásico patrón de respuesta suicidaria a las crisis económicas es masculino, lo que se evidenció en Cuba -si bien de modo menos fuerte que en otros países- en 1921 y en la depresión del 30; pero ahora no ocurre nada semejante, ni siquiera en mínima medida durante el descalabro de los sesenta. La proporción entre los índices de género pasa de 1,54/1 (1965/75) a 1,14/1 (1980/1990). Puede afirmarse, por tanto, que se asiste a una suicidabilidad más intensa del lado de los vínculos familia/economía de Estado y por tanto dentro del orden doméstico. Lo cierto es que aunque el país se recupera, con fluctuaciones y tendencia al estancamiento, la estatalización supone una falta de dinamismo que implica, entre otros efectos, cambios profundos en los roles masculinos. Al tener trabajos por lo común estables a cuenta del Estado, disminuyen para los hombres los riesgos vitales ligados a la inseguridad económica -quiebras, desempleo, tiempo muerto, etc.-, es decir, aquellos que se presentaban de modo súbito o cíclico. Pero esta falta de riesgos supone al mismo tiempo una castración del poder masculino, que quiebra la autoestima y repercute en las expectativas de crecimiento familiar. El exiguo papel del hombre como sostenedor de la familia se refuerza durante el socialismo, lo que conlleva a un desplazamiento de los conflictos hacia las relaciones conyugales y paterno-filiales. Por su parte, la incorporación de la mujer al trabajo no se comporta como un elemento liberador, a pesar de que los soportes sociales no son despreciables. Si la reducción de las diferencias de status entre los sexos no llevó, en la inmensa mayoría de los países durante los últimos cincuenta años, a un igualamiento de las tasas de suicidio (el "doble rol" no hace más suicidas a las mujeres, ni en los países ricos ni en los pobres), ¿cómo explicar que índices crecientes de participación femenina se acompañen en Cuba de una reducción de la distancia entre las tasas? Pues bien, si consideramos que esta tendencia ya era acusada desde antes de la Revolución, cuando la mayoría de la mujeres no trabajaba, entonces cabe afirmar que la incorporación al trabajo durante los años duros del socialismo no influye en el aumento del suicidio, a menos que se acepte lo siguiente: que este proceso, lejos atenuar la dominación masculina, supuso todo lo contrario; y, segundo, que la elevación del status femenino fue insuficiente en sí mismo e inferior a su movilidad en de los hombres. Ambos factores, a lo que se suma la precariedad del rol masculino, deben considerarse a la hora de analizar las tensiones domésticas. Es indudable que las calamidades de la sobrevivencia diaria recaen sobre las mujeres, sin que su condición se modifique visiblemente. Habría que recordar, además, que la transición de la casa hacia el trabajo se produce de manera brusca, y, al menos en los primeros años de la Revolución, a expensas de labores duras y poco remuneradas dentro del sector agrícola. Sin embargo, otras muchas mujeres permanecen en sus hogares. Hacia mediados de los setenta comienza un campaña para frenar la incorporación laboral, pues entretanto se verifica cierto desempleo masculino. Un estudio a nivel nacional realizado en los años ochenta, en base al cual se elabora luego el tardío Programa Nacional de Prevención del Suicidio (1989), indica una incidencia mayor en amas de casa. Por su parte, el Estado fomenta el machismo y se convierte -a través de los ojos del Partido y de los CDR- en celoso guardián de la honorabilidad masculina. Según la apreciación de psiquiatras que cumplieron misiones en Angola y Etiopía, los "eventos vitales" más frecuentemente asociados al suicidio de los soldados fueron la infidelidad de sus parejas -que se les comunicaba a través de las famosas "tarjetas amarillas" o una vez de regreso al país- y el haber tenido prácticas homosexuales mientras estuvieron en campaña, lo que también trascendía.
Por otra parte, en la década del 60 se produce un boom de nacimientos casi tan intenso como el que tuvo lugar tras el fin de la Guerra contra España. En 1965 casi el 40% de los cubanos tenía menos de 15 años, y la población había crecido en un 27%. Es cierto que esta expansión demográfica obedeció, en buena parte, a la atmósfera de optimismo y a las facilidades en materia de educación y salud; pero también lo es que varios millones de cubanos van a crecer en hogares invadidos por una moral de Estado que resta autonomía a la familia y limita cualquier iniciativa individual. Cuando esta profusa generación y la de los nacidos en la década anterior arriban en los años 70 y 80 a la edad de hacer familia, se van topar con condiciones sumamente adversas. La falta de viviendas torna más sórdida y violenta la vida cotidiana, pues se multiplican los conflictos relativos al espacio y la privacidad. Como consecuencia, los divorcios se elevan aceleradamente. Si una década antes no eran escasos en relación a otros países de América Latina, sí lo son todavía respecto a la inmensa mayoría de los países desarrollados. Sin embargo, ya en 1975 Cuba tiene la tercera tasa a nivel mundial. Claro está, ello responde a un incremento espurio de los matrimonios, ya que fueron fomentados artificialmente -esto es, sin costo alguno y a cambio de regalías o en el curso de "campañas"- como ocurre hasta 1970 y durante el Período Especial. Pero aún así, estas rupturas traducen un creciente malestar, que apunta sobre todo a las condiciones materiales y al carácter agónico de las dinámicas conyugales. Por supuesto, entre los niveles de divorcios y de suicidios no existe una relación de causa, pero sí un vínculo positivo -estadísticamente fecundo- que indica que ambas variables expresan un fondo más o menos común de disturbios sociales. Mientras tanto, aumenta el número de madres adolescentes. De todos los nacimientos que ocurren en estos años más del 60% resultan de uniones consensuales, sin que se sepa la cifra de disolución de estas parejas, por lo común más inestables. Súmese a ello que, así como es alto el número de divorcios, también lo es el de segundas o terceras nupcias y, por lo tanto, la cantidad de hijos de diversos padres que conviven bajo el mismo techo. Un repaso a las tasas de suicidio en edades juveniles indica que las mismas se elevan desde 17, 5 en 1953 hasta 25, 4 en 1981, y que las mujeres han sido de nuevo las más expuestas: sus índices pasan de 22, 4 a 34, 7. Todo una tradición que ha rendido cotas paradigmáticas en afrodescendientes apunta a una vulnerabilidad histórica, particularmente intensa en la "edad reproductora". Si a comienzos de los años 50, para no ir más lejos, el 79 % de los suicidios femeninos ocurre en mujeres menores de 45 años, en la década del setenta se ha producido un descenso del 10%: apreciable sí, pero insuficiente si se tiene en cuenta el notable incremento de la esperanza de vida. Al contrario de lo que acontence en casi todos los países occidentales (en Francia por la misma época sólo un tercio de los suicidios femeninos ocurre a dicha edad), para escapar a los "riesgos de autodestrucción" las mujeres cubanas deben primero envejecer: perder su valor de uso como objetos sexuales o, por lo menos, rebasar las fronteras etáreas de establecer parejas, casarse y criar hijos pequeños. Es demasiado rotunta esta tendencia, como para que no implique un fenómeno de "mentalidad", reactivado sí, durante la Revolución, pero que obra por sí mismo en tanto no se modifican sustancialmente, desde el siglo XIX y comienzos del XX, ciertos patrones de sexualidad, ciertos tipos de hogares y ciertos códigos de dominación.
También en estas dos décadas se incrementan las consultas por motivos psiquiátricos. Al tiempo que se prohiben formas tradicionales de asistencia como el espiritismo y los cultos afrocubanos, se crea una extensa red de Salud Mental que pronto se ve saturada. Con toda seguridad, nunca hubo en Cuba más "enfermos mentales" como tampoco tantos psiquiatras dispuestos a diagnosticar. Los "síndromes ansiosos-depresivos" se elevan de año en año, a la par del número de ingresos y de peritajes. Pero la secuela más extraordinaria será el consumo de psicofármacos, mucho de ellos altamentente adictivos. Como decía Piñera, "nos permiten tomar pastillas y callar". Sin duda, el meprobamato se convierte en la panacea por excelencia del socialismo cubano. Por su parte, la prevalencia de "posibles alcohólicos" se triplica de 1986 al 1994 según informes del Ministerio de Salud. A pesar de que el consumo per cápita disminuye durante el Período Especial, el alcoholismo aumenta, pues los modelos de consumo se tornan en extremo desfavorables. De igual modo, con el Periodo Especial se disparan las tasas de suicidio en la población de más de 60 años, la cual marca en 1993 una cifra récord de 62,3. El suicidio en ancianos venía elevandóse desde 1970. Claro que los cambios en la esperanza de vida debe de haber contribuido. Sin embargo, el incremento de la edad media de los suicidas, que duplica entre 1953 y 1996 al aumento de este mismo indicador para la población general, sugiere que los cubanos afrontan cada vez mayores problemas a medida que envejecen.
Hasta aquí, un interesante recorrido por la notable incidencia del suicidio en Cuba los últimos cien años y algunas tesis sobre sus causas fundamentales. En una segunda parte de este diálogo, que publicaremos en próximas semanas, pretendemos acercarnos al tema desde otra perspectiva: la de los discursos; nos detendremos en cómo los científicos e intelectuales han comprendido el fenómeno, sobre todo durante las primeras décadas de la República, en el marco de los discursos sobre el carácter nacional y la frustración nacional que entonces proliferaban. Habrá que hablar también sobre el reciente libro de Louis Pérez Jr. To die in Cuba. Suicide and Society (2005), y valorar hasta qué punto su énfasis en el sacrificialismo revolucionario alcanza a dar cuenta de la histórica magnitud del suicidio en nuestro país. A propósito, no podemos dejar de considerar aquella tradición de suicidios políticos de la que hablara Cabrera Infante. Y me interesa, para terminar, preguntarle a Pedro por su propia experiencia como “médico de la familia” en los años críticos del “período especial”; saber de qué manera ese “trabajo de campo” condiciona la perspectiva de alguien que, por otro lado, no es un historiador profesional como Pérez Jr.