Le Monde, 3 de noviembre de 2001. Traducción de Luis Antonio Ramírez.
Hemos tenido acontecimientos mundiales –de la muerte de Diana al mundial de fútbol–, o acontecimientos violentos y reales, de guerras a genocidios. Pero, acontecimiento simbólico de envergadura mundial, es decir, no solamente de difusión mundial, sino que ponga también en jaque la mundialización misma, no habíamos tenido ninguno. A lo largo de aquel estancamiento de los años 90 acontecía la “cesación de los acontecimientos” (según la expresión del escritor argentino Macedonio Fernández). Pues bien, la cesación ha terminado. Los acontecimientos han levantado la huelga. Aún hay algo de que ocuparnos; con los atentados de Nueva York y del World Trade Center, tenemos el acontecimiento absoluto, la “madre” de los acontecimientos, el acontecimiento puro que concentra en él todos los acontecimientos que no han tenido lugar nunca.
Todo el juego de la historia y del poder se ha trastocado, pero también las condiciones del análisis. Hay que tomarse el tiempo, pues mientras que los acontecimientos estaban estancados, era preciso anticiparse e ir más rápido que ellos, y cuando se aceleran a este punto, hay que ir más lento. Con todo, no hay que dejarse sepultar bajo el fárrago del discurso y la nube de la guerra, conservando al mismo tiempo intacto el fulgor inolvidable de las imágenes.
Todos los discursos y los comentarios revelan una gigantesca repulsión al acontecimiento mismo y a la fascinación que ejerce. La desaprobación moral y la unión sagrada contra el terrorismo están a la medida del prodigioso regocijo de ver destruir esta superpotencia mundial, más aún, de verla en cierto modo, destruirse a sí misma, suicidarse con señorío, pues es ella quien por su insoportable poder ha fomentado toda esta violencia infundida en el mundo, y por consecuencia, esta imaginación terrorista que (sin saberlo) nos habita a todos.
Que hayamos soñado este acontecimiento, que todo el mundo sin excepción lo haya soñado –porque nadie puede negar el imaginar la destrucción de una potencia que ha alcanzado tal hegemonía–, eso es lo que resulta inaceptable para la conciencia moral occidental, siendo sin embargo, un hecho que está justamente a la altura de la violencia patética de todos los discursos que quieren borrarlo.
Después de todo, son ellos quienes lo han hecho, pero somos nosotros quienes lo hemos querido. Si no se tiene en cuenta esto, el acontecimiento pierde toda dimensión simbólica; sería un accidente puro, un acto puramente arbitrario, la fantasmagoría sangrienta de algunos fanáticos a quienes tan sólo habría que suprimir. Ahora bien, sabemos perfectamente que no es así. De aquí parte todo el delirio contra-fóbico del exorcismo del mal: pues él está aquí, por todas partes, como un oscuro objeto del deseo. Sin esta complicidad profunda, el acontecimiento no tendría la repercusión que ha tenido, y en su estrategia simbólica, los terroristas saben sin duda alguna que pueden contar con esta complicidad inconfesable.
Esto sobrepasa con creces el odio hacia la potencia mundial por parte de los desheredados y los explotados, aquellos que han caído en el lado malo del orden mundial. Este malvado deseo está en el corazón mismo de aquellos que comparten los beneficios. La alergia a todo orden definitivo, a todo poder definitivo, afortunadamente es universal, y las dos torres del World Trade Center, justo en su gemelidad, encarnaban perfectamente ese orden definitivo.
No hay necesidad de una pulsión de muerte o de destrucción, ni incluso de efecto perverso. Lógica e inexorablemente, el incremento de poder de la potencia exacerba la voluntad de destruirla, siendo ella cómplice de su propia destrucción. Cuando las dos torres se desplomaron, se tenía la impresión de que respondían con su propio suicidio al suicidio de los pilotos-suicidas. Se ha dicho: “Dios no puede declararse la guerra a sí mismo”. Pues bien, sí puede. Occidente, en posición de Dios (de omnipotencia divina y legitimidad moral absoluta) se convierte en suicida y se declara la guerra a sí mismo.
Las innumerables películas-catástrofes dan testimonio de este fantasma que evidentemente conjuran en la imagen, diluyendo todo bajo los efectos especiales. Pero la atracción universal que ejercen, al igual que la pornografía, muestra que el paso al acto está siempre cerca –la veleidad de denegación de todo sistema es más fuerte en tanto se acerca a la perfección o a la omnipotencia.
De otro lado, es probable que los terroristas (¡tal como los expertos!) no hayan previsto el derrumbe de las Torres Gemelas, que fueron, mucho más que el pentágono, el shock simbólico más fuerte. El derrumbe simbólico de todo un sistema se ha llevado a cabo mediante una complicidad imprevisible, como si, derrumbándose a sí mismas, suicidándose, las torres hubiesen entrado en el juego para concluir el acontecimiento.
En un sentido, es el sistema entero quien, por su fragilidad interna, se presta para la acción inicial. En cuanto más se concentre mundialmente el sistema, constituyendo en últimas una única red, más vulnerable ha de volverse en un solo punto (desde el fondo de su computador portátil, un solitario hacker filipino había logrado ya lanzar el virus I love you, que dio la vuelta al mundo devastando redes enteras). En este caso, han sido dieciocho suicidas quienes desencadenaron un proceso catastrófico global gracias al arma absoluta de la muerte.
Cuando la situación es monopolizada así por la potencia mundial, cuando se está implicado en esta formidable condensación de todas las funciones mediante la maquinería tecnocrática y el pensamiento único, ¿qué otra vía hay diferente a una transmisión terrorista de situación? Es el sistema mismo quien ha creado las condiciones objetivas de esta retorsión brutal. Recogiendo todas las cartas para él, obliga al Otro a cambiar las reglas de juego. Y las nuevas reglas son feroces puesto que aquello que está en juego es feroz. En un sistema en el que el exceso de poder mismo plantea un desafío insoluble, los terroristas responden con un acto definitivo en el que el intercambio es también imposible. El terrorismo es el acto que restituye una singularidad irreductible en el corazón de un sistema de intercambio generalizado. Todas las singularidades (las especies, los individuos, las culturas) que han pagado con su muerte la instalación de una circulación mundial regida por una sola potencia, se vengan hoy mediante esta transmisión terrorista de situación.
Terror contra terror: ya no hay ideología detrás de todo esto. Ahora estamos mucho más lejos de lo ideológico y de lo político. Ninguna ideología, ninguna causa, ni siquiera islámica, puede dar cuenta de la energía que alimenta el terror. Esto ni siquiera apunta ya a transformar el mundo, esto apunta (como las herejías en su tiempo) a radicalizarlo mediante el sacrificio, mientras que el sistema pretende realizarlo mediante la fuerza.
El terrorismo, como los virus, está por todas partes. Hay una difusión mundial del terrorismo, algo así como la sombra producida por todo sistema de dominación dispuesto a despabilar en todas partes como un espía doble. Ya no hay línea de demarcación que permita delimitarlo, está en el corazón mismo de esta cultura que lo combate, y la fractura visible (y el odio) que opone sobre el plano mundial los explotados y los subdesarrollados al mundo occidental, une secretamente la fractura interna al sistema dominante. Éste puede hacer frente a todo antagonismo visible. Pero el otro posee una estructura virulenta –como si todo aparato de dominación secretara su antidispositivo, su propio fermento de desaparición– y contra esta forma de reversión casi automática de su propio poder el sistema es impotente. En consecuencia, el terrorismo es la onda de choque de esta reversión silenciosa.
No es pues un choque de civilizaciones ni de religiones, esto va mucho más lejos del Islam y de Estados Unidos, sobre los cuales se ha intentado focalizar el conflicto para dar la ilusión de un enfrentamiento visible y de una solución de fuerza. Se trata ciertamente de un antagonismo fundamental que, no obstante, señala a través del espectro de Estados Unidos (que es tal vez el epicentro, pero de ningún modo la encarnación de la mundialización por sí solo) y a través del espectro del Islam (que tampoco es la encarnación del terrorismo), la mundialización triunfante enfrentada consigo misma. En este sentido, se puede hablar sin duda de una guerra mundial, no la tercera, sino la cuarta y la única verdaderamente mundial, pues lo que pone en juego es la mundialización misma. Las dos primeras guerras mundiales respondían a la imagen clásica de la guerra. La primera puso fin a la supremacía de Europa y de la era colonial. La segunda puso fin al nazismo. La tercera –que sin duda tuvo lugar– bajo la forma de guerra fría y de disuasión, puso fin al comunismo. En el tránsito de una a otra, nos hemos acercado cada vez más a un orden mundial único. Habiendo llegado virtualmente a su término, éste se halla enfrentado hoy a las fuerzas antagonistas difundidas por doquier en el corazón mismo de lo mundial, en todas las convulsiones actuales. Guerra fractal de todas las células, de todas las singularidades que se sublevan bajo la forma de anticuerpos. Enfrentamiento tan inaprehensible que de vez en cuando es necesario salvar la idea de la guerra mediante unas escenografías espectaculares, tales como las del Golfo o actualmente la de Afganistán. Pero la cuarta está en otra parte. Está en lo que ronda a todo orden mundial, a toda dominación hegemónica (si el Islam dominara el mundo, el terrorismo se levantaría contra el Islam). Pues es el mundo mismo quien se resiste a la mundialización.
El terrorismo es inmoral. El acontecimiento del World Trade Center, ese desafío simbólico, es inmoral, y responde a una mundialización en sí misma inmoral. Entonces, seamos nosotros mismos inmorales, y si queremos comprender algo de esto, llevemos la mirada un poco más allá del Bien y del Mal. Ya que tenemos un acontecimiento que desafía no sólo la moral, sino también toda forma de interpretación, tratemos de tener la inteligencia del Mal. El punto crucial está justamente aquí: en el contrasentido total de la filosofía occidental, la [filosofía] de las Luces, en lo que corresponde a la relación del Bien con el Mal. Creemos ingenuamente que el progreso del Bien, su incremento de poder en todos los dominios (ciencias, técnicas, democracia, derechos humanos) corresponde a una derrota del Mal. Nadie parece haber comprendido que el Bien y el Mal aumentan su potencial al mismo tiempo y según el mismo movimiento. El triunfo de uno no acarrea la desaparición del otro, por el contrario. Se considera el Mal, metafísicamente, como una imperfección accidental, pero este axioma, de donde se desprenden todas las formas maniqueístas de lucha del Bien contra el Mal, es ilusorio. El Bien no reduce al Mal, ni tampoco a la inversa: son a la vez irreductibles el uno al otro y su relación es inextricable. En el fondo, el Bien sólo podría poner en jaque al Mal renunciando a ser el Bien, puesto que, apropiándose el monopolio mundial del poder, ocasiona por eso mismo un efecto reversible de una violencia proporcional.
En el universo tradicional había aún una balanza del Bien y del Mal según una relación dialéctica que aseguraba de algún modo la tensión y el equilibrio del universo moral, un poco como en la guerra fría, donde el cara-a-cara de las dos potencias aseguraba el equilibrio del terror. Así pues, ninguna supremacía del uno sobre el otro. Esta balanza se rompe a partir del momento en que haya una extrapolación total del Bien (hegemonía de lo positivo sobre cualquier forma de negatividad, exclusión de la muerte, de toda fuerza potencialmente adversa, triunfo de los valores del Bien en todo sentido). A partir de ahí, el equilibrio se ha roto, y es como si el Mal retomara entonces una autonomía invisible, desarrollándose en lo sucesivo de un modo exponencial.
Guardando las proporciones, es un poco lo que se ha producido en el orden político con la desaparición del comunismo y el triunfo mundial de la potencia liberal: surgió entonces un enemigo fantasmal, propagándose sobre todo el planeta, filtrándose por todos lados como un virus, surgiendo de todos los intersticios de la potencia: el Islam. Pero el Islam sólo es el frente móvil de cristalización de este antagonismo. Este antagonismo se halla en todas partes y en cada uno de nosotros. Así pues, terror contra terror. Pero terror asimétrico. Y es esta asimetría la que deja a la omnipotencia mundial completamente desarmada. En el enfrentamiento consigo misma, sólo puede hundirse en su propia lógica de relaciones, sin poder jugar sobre el terreno del desafío simbólico y de la muerte, de la cual ya no tiene ninguna idea puesto que la ha excluido de su propia cultura.
Hasta aquí, esta potencia integrante ha logrado con creces absorber y reabsorber toda crisis, toda negatividad, creando por esto mismo una situación profundamente desesperante (no sólo para los condenados de la tierra, sino también para los acomodados y los privilegiados, en su comodidad radical). El acontecimiento fundamental consiste en que los terroristas han cesado de suicidarse en pura pérdida, en que ponen en juego su propia muerte de manera ofensiva y eficaz, según una intuición estratégica que es simplemente la de la inmensa fragilidad del adversario, la de un sistema llegado a su cuasi-perfección, y de golpe vulnerable al más mínimo destello. Han logrado hacer de su propia muerte un arma absoluta contra un sistema que vive de la exclusión de la muerte, cuyo ideal es el de cero muerte. Todo sistema de cero muerte es un sistema de suma nula. Y todos los medios de disuasión y de destrucción nada pueden contra un enemigo que ha hecho ya de su muerte un arma contra-ofensiva. “¡Qué importan los bombardeos americanos! ¡Nuestros hombres tienen tanto deseo de morir como los americanos de vivir!”. De ahí la inequivalencia de los 7.000 muertos infligidos de un solo golpe a un sistema de cero muerte.
Así pues, aquí todo se juega desde la muerte, no sólo por la brutal irrupción de la muerte en directo, en tiempo real, sino además por la irrupción de una muerte mucho más que real: simbólica y sacrificial, es decir, el acontecimiento absoluto y sin apelación.
Tal es el espíritu del terrorismo.
No atacar nunca el sistema en términos de relaciones de fuerzas –éste es el imaginario (revolucionario) impuesto por el sistema mismo que sólo sobrevive induciendo sin cesar a quienes lo atacan a combatir sobre el terreno de la realidad que es por siempre el suyo–, sino desplazar la lucha a la esfera simbólica, donde la regla es la del desafío, de la reversión, de la sobrepuja. Tal como la muerte, a la que sólo puede respondérsele con una muerte igual o superior. Desafiar al sistema mediante un don al cual no puede corresponder más que con su propia muerte y su propio hundimiento.
La hipótesis terrorista consiste en que el sistema mismo se suicida en respuesta a los múltiples desafíos de la muerte y del suicidio. Pues ni el sistema ni el poder escapan en sí mismos a la obligación simbólica, y es sobre esta trampa que reposa la única oportunidad de su catástrofe. En este ciclo vertiginoso del imposible intercambio de la muerte, la muerte del terrorista es un punto infinitesimal que, no obstante, provoca una aspiración, un vacío y una convección enormes. Alrededor de este punto ínfimo, todo el sistema, de lo real y de la potencia se vuelve denso, tetánico, se encoge en sí mismo y se hunde en su propia sobre-eficacia.
La táctica del modelo terrorista es la de provocar un exceso de realidad y hacer que el sistema se hunda bajo este exceso de realidad. Todo el escarnio de la situación, al unísono con la violencia movilizada del poder, se vuelven contra él, pues los actos terroristas son a la vez el espejo exorbitante de su propia violencia y el modelo de una violencia simbólica que le es prohibida, de la única violencia que él no puede ejercer: la de su muerte.
Por esta razón, todo el poder visible no puede hacer nada contra la muerte ínfima, pero simbólica, de algunos individuos.
Es preciso reconocer la evidencia de que ha nacido un terrorismo nuevo, una forma de acción nueva que juega y se apropia de las reglas del juego para perturbarlo más. Esta gente no sólo lucha con armas desiguales, puesto que ponen en juego su propia muerte, a la cual no hay respuesta posible (“son unos cobardes”), sino que además se han apropiado de todas las armas de la potencia dominante. El dinero y la especulación bursátil, las tecnologías informáticas y aeronáuticas, la dimensión espectacular y las redes mediáticas: de la modernidad y la mundialidad han asimilado todo, sin cambiar su rumbo, que es el de destruirlas.
Colmo de la astucia, han utilizado la banalidad de la vida cotidiana americana como máscara y doble juego. Durmiendo en sus suburbios, leyendo y estudiando en familia, antes de despertarse de un día para otro como bombas de explosión diferida. El dominio infalible de esta clandestinidad es casi tan terrorista como el acto espectacular del 11 de septiembre, pues hace sospechar de cualquier individuo: ¿Cualquier ser inofensivo no es un terrorista en potencia? Si aquellos pasaron inadvertidos, entonces cada uno de nosotros es un criminal inadvertido (cada avión también se vuelve sospechoso), y en el fondo tal vez es cierto. Esto corresponde quizás a una forma inconsciente de criminalidad potencial, disfrazada y meticulosamente inhibida, pero siempre susceptible, si no de resurgir, por lo menos de vibrar secretamente ante el espectáculo del Mal. Así, el acontecimiento se ramifica hasta el detalle, fuente de un terrorismo mental todavía más sutil.
La diferencia radical es que los terroristas, disponiendo de las armas que son las del sistema, disponen además de una fatal: su propia muerte. Si se contentaran con combatir al sistema con sus propias armas, serían eliminados inmediatamente. Si ellos no opusieran al sistema más que su muerte, desaparecerían con igual velocidad en un sacrificio inútil, cosa que el terrorismo ha hecho casi siempre hasta ahora (como en los atentados suicidas palestinos) condenándose por ello al fracaso.
Todo cambia en cuanto conjuran todos los medios modernos disponibles con esta arma altamente simbólica. Ésta multiplica al infinito el potencial destructor. Es esta multiplicación de los factores (que nos parecen inconciliables) la que les da tal superioridad. En cambio, la estrategia de cero muerte, aquella de la guerra “limpia”, tecnológica, deja precisamente de lado esta transfiguración del poder “real” mediante el poder simbólico.
El problema se arma con el éxito prodigioso de semejante atentado, y para comprender algo de esto es preciso alejarnos de nuestra óptica occidental para ver lo que pasa en la organización y en la cabeza de los terroristas. Semejante eficacia supondría en nosotros un mayor cálculo, una mayor racionalidad, que nos cuesta imaginar en los otros. Y aún así, como en cualquier organización racional o servicio secreto, habrían todavía imperfectos y cosas que se nos escaparían.
Pues bien, el secreto de semejante éxito está en otra parte. La diferencia es que en el caso de los suicidas no se trata de un contrato de trabajo, sino de un pacto y de una obligación sacrificial. Tal obligación está a salvo de cualquier deserción y de cualquier corrupción. El milagro consiste en haberse adaptado a la red mundial, al protocolo técnico, sin perder nada de la complicidad con la vida y la muerte. Al contrario del contrato, el pacto no ata los individuos; incluso su “suicidio” no es un heroísmo individual, es un acto sacrificial colectivo sellado por una exigencia ideal. Y es la conjugación de dos dispositivos, el de una estructura operacional con un pacto simbólico, lo que hizo posible un acto tan desmesurado.
No tenemos ya ninguna idea de lo que es un cálculo simbólico, como en el poker o en el potlach: apuesta mínima, resultado máximo. Exactamente lo que obtuvieron los terroristas en el atentado de Manhattan, que ilustraría demasiado bien la teoría del caos: un choque inicial que provoca consecuencias incalculables, mientras que el despliegue gigantesco de los americanos (“Tormenta del Desierto”) obtiene tan solo unos efectos irrisorios (el huracán que termina, por decirlo así, en un aleteo de mariposa).
El terrorismo suicida era un terrorismo de pobres, éste es un terrorismo de ricos. Y es esto particularmente lo que nos produce terror: que se han vuelto ricos (tienen todos los medios) sin cesar de querer arruinarnos. Claro está, según nuestro sistema de valores, ellos hacen trampa: no es un juego poner en juego su propia muerte. Pero no les importa esto, y las nuevas reglas del juego ya no nos pertenecen.
Todo vale para desacreditar sus actos. Se les trata de “suicidas” y “mártires”, para añadir inmediatamente que el martirio no prueba nada, que no tiene nada que ver con la verdad, que es incluso (citando a Nietzsche) el enemigo número uno de la verdad. Desde luego, su muerte no prueba nada, pero no hay nada que probar en un sistema en que la verdad misma es inasequible; o bien, ¿somos nosotros quienes pretendemos detentarla? De otro lado, este argumento altamente moral se invierte. Si el martirio voluntario de los suicidas no prueba nada, entonces el martirio involuntario de las víctimas del atentado tampoco prueba nada, y hay algo inconveniente y obsceno en hacer de ello un argumento moral (esto no prejuzga en nada su sufrimiento y su muerte).
Otro argumento de mala fe: estos terroristas cambian su muerte por un lugar en el paraíso. Su acto no es gratuito, y en consecuencia, no es auténtico. Sería gratuito sólo si no creyeran en Dios, si la muerte fuera sin esperanza, como lo es para nosotros (a pesar de ello, los mártires cristianos no contaban con otra cosa que esta equivalencia sublime). Entonces, aún en este caso, ellos no luchan con armas iguales puesto que tienen derecho a la salvación, de la cual nosotros ni siquiera podemos mantener la esperanza. Así, nosotros representamos el duelo de nuestra muerte, mientras que ellos pueden hacer de ella una apuesta de muy alta definición.
En el fondo, todo esto, la causa, la prueba, la verdad, la recompensa, el fin y los medios, son formas de cálculo típicamente occidentales. Incluso la muerte la evaluamos en tasas de interés, en términos de relación calidad/precio. Cálculo económico que es un cálculo de pobres que no tienen ni siquiera el valor de poner el precio.
¿Qué puede ocurrir por fuera de la guerra, que es en sí misma sólo una pantalla de protección convencional? Se habla de bioterrorismo, de guerra bacteriológica o de terrorismo nuclear. Pero esto no corresponde en nada al orden del desafío simbólico, sino más bien al aniquilamiento sin frase, sin gloria, sin riesgo, al orden de la solución final.
Ahora bien, es un contrasentido ver en la acción terrorista una lógica puramente destructiva. Me parece que su propia muerte es inseparable de su acción (es justamente lo que la convierte en un acto simbólico), y de ningún modo la eliminación impersonal del otro. Todo está en el desafío y en el duelo, es decir, una vez más en una relación dual, personal, con la potencia adversa. Ella ha humillado, es ella quien debe ser humillada. Y no simplemente exterminada. Hay que hacerle perder la cara. Y esto no se obtiene nunca mediante la fuerza pura y la supresión del otro. Éste debe ser puesto en la mira y debe ser herido en plena adversidad. Por fuera del pacto que une a los terroristas entre sí, hay una especie de pacto dual con el adversario. Es pues exactamente lo contrario de la cobardía de la cual se les acusa, y es exactamente lo contrario de lo que hicieron por ejemplo los americanos en la guerra del Golfo (y que están retomando en Afganistán): blanco invisible, liquidación operacional.
De todas estas peripecias nos queda, por encima de todo, la visión de las imágenes. Y tenemos que retener esa imposición de las imágenes y su fascinación, pues ellas son, se quiera o no, nuestra escena primitiva. Al radicalizar la situación mundial, los acontecimientos de Nueva York han radicalizado, al mismo tiempo, la relación de la imagen con la realidad. Mientras participábamos de una profusión incesante de imágenes banales y una oleada de acontecimientos simulados, el acto terrorista de Nueva York resucita a la vez la imagen y el acontecimiento.
Entre las demás armas del sistema que los terroristas han vuelto contra él, han sacado partido del tiempo real de las imágenes, de su difusión mundial instantánea. Se lo han apropiado así como se han apoderado de la especulación bursátil, de la información electrónica o de la circulación aérea. El papel de la imagen es extremadamente ambiguo, pues al mismo tiempo que exalta el acontecimiento, lo convierte en rehén. Actúa como multiplicación al infinito, y simultáneamente como diversión y neutralización (así fue también para los acontecimientos de 1968). Lo que siempre se olvida cuando se habla del “peligro” de los medios de comunicación. La imagen consuma el acontecimiento, en el sentido en que lo absorbe y lo da a consumir. Sin duda le da un impacto desconocido hasta hoy, pero en cuanto acontecimiento-imagen.
¿Qué queda entonces del acontecimiento real, si por doquier la imagen, la ficción y lo virtual se difunden en la realidad? En el presente caso se ha creído ver (tal vez con cierto alivio) un resurgimiento de lo real y de la violencia de lo real en un universo supuestamente virtual. “Han culminado todas sus historias de lo virtual. ¡Esto es real!”. Así mismo, se ha podido ver aquí una resurrección de la historia más allá de su anunciado fin. ¿Pero es cierto que la realidad supera a la ficción? Si aparenta hacerlo es porque absorbe su energía y porque ella misma se ha vuelto ficción. Casi podría decirse que la realidad tiene celos de la ficción, que lo real tiene celos de la imagen... Es una especie de desafío entre ellos para ver cuál será más inimaginable.
El derrumbe de las torres del World Trade Center es inimaginable, mas no basta para hacer de él un acontecimiento real. Un incremento de violencia no es suficiente para acceder a la realidad, pues la realidad es un principio y es este principio lo que se ha perdido. La realidad y la ficción son inextricables, y la fascinación del atentado es ante todo la de la imagen (las consecuencias, que encierran a la vez el júbilo y la catástrofe, son ellas mismas lo suficientemente imaginarias).
En este caso, entonces, lo real se suma a la imagen como una prima de terror, como un estremecimiento de más. No sólo es terrorífico, sino que además es real. No es que la violencia de lo real esté ahí primero, ni que se sume al escalofrío de la imagen, sino que es la imagen la que está ahí primero, sumándose al escalofrío de lo real. Algo así como una ficción de más, una ficción rebasando la ficción. Ballard (después de Borges) hablaba así de reinventar lo real como lo último y la más temible ficción.
Esta violencia terrorista no es pues un efecto reversible de la realidad, ni mucho menos de la historia. Esta violencia terrorista no es “real”. Es peor, en el sentido en que es simbólica. La violencia en sí puede ser perfectamente banal e inofensiva. Sólo la violencia simbólica es generadora de singularidad. Y en este acontecimiento singular, en esta película-catástrofe de Manhattan se conjugan al más alto nivel los dos elementos de la fascinación de masas del siglo XX: la magia blanca del cine y la magia negra del terrorismo. La luz blanca de la imagen y la luz negra del terrorismo.
Se busca imponerle ulteriormente cualquier sentido, encontrarle cualquier interpretación. Pero no las hay, y es la radicalidad del espectáculo, la brutalidad del espectáculo lo único original e irreductible. El espectáculo del terrorismo impone el terrorismo del espectáculo. Y contra esta fascinación inmoral (aún si desencadena una reacción moral universal), el orden político no puede hacer nada. Es nuestro teatro de la crueldad privado, el único que nos queda, extraordinario en tanto reúne el más alto nivel de lo espectacular y el más alto nivel del desafío. Es al mismo tiempo el micro-modelo fulgurante de un núcleo de violencia real con cámara de eco maximizado –por ende la forma más pura de lo espectacular– y un modelo sacrificial que opone al orden histórico y político la más pura forma simbólica del desafío.
Cualquier masacre les sería perdonada si tuviera un sentido, si pudiera interpretarse como violencia histórica: tal es el axioma moral de la buena violencia. Cualquier violencia les sería perdonada si no fuese realzada por los medios de comunicación (“el terrorismo no sería nada sin los medios de comunicación”). Pero todo esto es ilusorio. No hay un buen uso de los medios, los medios hacen parte del acontecimiento, hacen parte del terror, y actúan en uno u otro sentido.
El acto represivo recorre la misma espiral imprevisible que el acto terrorista, nadie sabe dónde va a detenerse ni las reversiones que van a resultar. No hay distinción posible, al nivel de las imágenes y de la información, entre lo espectacular y lo simbólico, no hay distinción posible entre el “crimen” y la represión. Y este desencadenamiento incontrolable de la reversibilidad es la verdadera victoria del terrorismo. Victoria visible en las ramificaciones e infiltraciones subterráneas del acontecimiento: no sólo en la recesión directa, económica, política, bursátil y financiera del conjunto del sistema, y en la recesión moral y psicológica que resulte de ello, sino además en la recesión del sistema de valores, de toda la ideología de libertad, de libre circulación, etc., que representaba el orgullo del mundo occidental y del cual se vale para ejercer su influencia sobre el resto del mundo.
Hasta el punto de que la idea de libertad, idea nueva y reciente, está ya borrándose de las costumbres y de las conciencias, y de que la mundialización liberal está realizándose bajo la forma exactamente inversa: la de una mundialización policial, un control total, un terror de la seguridad. El desajuste culmina en un máximo de coerciones y restricciones equivalente al de una sociedad fundamentalista.
Disminución de la producción, del consumo, de la especulación, del crecimiento (¡mas no de la corrupción!): todo transcurre como si el sistema mundial efectuara un repliegue estratégico, una revisión que anula sus valores –al parecer, en reacción defensiva al impacto del terrorismo, pero respondiendo en el fondo a sus exhortaciones secretas–, regulación forzada nacida del desorden absoluto que el desorden se impone a sí mismo, interiorizando en cierto modo su propia derrota.
Otro aspecto de la victoria de los terroristas consiste en que todas las otras formas de violencia y de desestabilización del orden actúan en su favor: terrorismo informático, terrorismo biológico, terrorismo del ántrax y del rumor, todo es imputado a Ben Laden. Él podría incluso reivindicar a su favor las catástrofes naturales. Todas las formas de desorganización y de circulación perversa sacan provecho de él. La estructura misma del intercambio mundial generalizado actúa en favor del intercambio imposible. Es como una escritura automática del terrorismo, realimentada por el terrorismo involuntario de la información. Con todas las consecuencias terroríficas resultantes: si en toda esta historia de ántrax, la intoxicación actúa por sí misma mediante una cristalización instantánea, como una solución química al simple contacto de una molécula, es porque todo el sistema ha alcanzado una masa crítica que lo vuelve vulnerable a cualquier agresión.
No hay solución a esta situación extrema, sobre todo no a la guerra, que ofrece tan sólo una situación ya muy conocida, con el mismo diluvio de fuerzas militares, información fantasma, golpizas inútiles, discursos pérfidos y patéticos, despliegue tecnológico e intoxicaciones. En resumen, como en la guerra del Golfo, un no-acontecimiento, un acontecimiento que no ha tenido lugar verdaderamente.
Por lo demás, aquí está la razón de ser de la contra-ofensiva norteamericana: sustituir un verdadero y formidable acontecimiento, único e imprevisible, por un pseudo-acontecimiento repetitivo y ya visto. El atentado terrorista correspondía a una primacía del acontecimiento sobre todos los modelos de interpretación, mientras que esta guerra bestialmente militar y tecnológica corresponde, al contrario, a una primacía del modelo sobre el acontecimiento, por ende a una apuesta artificial y a un no-lugar. La guerra como una prolongación de la ausencia de política por otros medios.