Ernesto Hernández Busto: RECUERDOS (CUBANOS) DE UNA VIDA DAÑADA.


Libro y campaña

Epitafio para Haroldo, el traductor.

Apología de Andrea Zanzotto.

Entrevista. (Radiografía Mundial)

De: Inventario de saldos (apuntes de literatura cubana). Editorial Colibrí, 2005.

-------En el verano de 1991, el libro más prestado de mi biblioteca habanera fue Microfísica del poder de Michel Foucault, un volumen en rústica, de tapas amarillas, editado en Madrid por La Piqueta. Una de las normas no escri­tas de préstamo rezaba que nadie podía llevarse dos libros de Foucault de una sola vez: la tentación de desaparecer con ellos hubiera sido demasiado grande. Así que Foucault era dosificado en unidades mínimas; «convoya­do», por así decirlo, con algún Derrida, un Baudrillard tal vez, si ese día el bibliotecario estaba de buen humor, aunque lo más común era que termi­nara escoltando a cualquier filósofo menos glamoroso, como Spinoza, Kant o Hegel.

Por esa época, el arte de citar a los postestructuralistas franceses había conseguido entre nosotros el refinamiento de un ritual oriental y la obli­gatoriedad de una tratativa cortesana con autoridades indiscutibles. No hay ensayo de la época en el que no asomen Deleuze, Guattari, Derrida o Barthes. Pero el filósofo ejemplar, el maitre á penser de mi generación fue aquel profesor de una universidad francesa de provincias, muerto de sida en 1984 sin imaginar que unos lectores cubanos lo elevarían muy pronto al puesto canónico de sus maestros: Nietzsche, Freud y Marx.

Esa fascinación se alimentaba con lecturas semisecretas: la Biblioteca Nacional, por ejemplo, tenía una sola edición de Las palabras y las cosas y otra de La arqueología del saber (no en préstamo; había que consultarlas in situ). Traducciones de la Historia de la locura en la época clásica y El nacimiento de la clínica aparecían ocasionalmente en casa de emigrados chilenos o psi­coanalistas argentinos. Pero el Foucault más buscado era el genealogista de La Piqueta, el descubridor de una nueva concepción del poder donde diver­sas técnicas y tácticas de dominación venían a sustituir los criterios de Estado y soberanía.

No es difícil deducir las razones de aquella popularidad: Foucault había escrito sobre nuestra principal preocupación de intelectuales emer­gentes: el tema del poder y de sus relaciones con el Estado, por un lado, y con el saber, por otro. Sus tesis eran la coartada perfecta de un malestar político que desbordaba los límites de la filosofía del compromiso, ese omnipresente partidismo que durante décadas había sido el «enfoque ofi­cial» de las relaciones entre los intelectuales y el Estado. Quedaba, por supuesto, el caso de Pensamiento Crítico, donde Gramsci había sido una refe­rencia importantísima. Pero tampoco ese grupo de pensadores más o me­nos polémicos había conseguido rebasar una perspectiva marxista de las relaciones entre el poder y los intelectuales. En Pensamiento Crítico, como en El Caimán Barbudo de la época de Jesús Díaz, se detectaba sin mucho esfuerzo el complejo de culpa por aquel pecado original que el Che Gue­vara endilgara a los intelectuales en su panfleto fascista El socialismo y el hombre en Cuba: no ser auténticamente revolucionarios. En cambio, la socio­logía del postestructuralismo propiciaba la ilusión de un nuevo Estado (red de comunidades abiertas, fragmentadas en micropolíticas), que acogería, pródigo, a los futuros intelectuales. Al menos desde esa perspectiva, Cuba parecía capaz de comunicarse en igualdad de condiciones con la vanguar­dia del pensamiento occidental.

Me limito a esbozar el comienzo de un curioso fenómeno fechado entre 1988 y 1992: una promoción de filósofos formados en una universidad marxista descubrió buena parte de la filosofía occidental a partir de revi­siones postestructuralistas. Nuestro Spinoza era el de Deleuze, nuestro Schelling el de Heidegger, nuestro Nietzsche el de Foucault, y hasta las acciones en baja de Marx subieron notablemente después que descubrimos el marxismo estructuralista de Godelier. Aquel deseo de «actualizarnos» aireó el ambiente enrarecido de la academia y suscitó la ilusión de un cono­cimiento inseparable de cierta rebeldía a lapage. Pero en lo concerniente a las relaciones entre el poder y los intelectuales, el discurso postmoderno ocupó el lugar de un pensamiento disidente que razonara el cambio de gobierno y la falta de democracia.


Esta paradoja, según la cual la postmodernidad conseguiría el milagro de igualar la realidad política cubana con los ámbitos teóricos de las exhaustas democracias occidentales, tenía mucho de pirueta generacional; era, para decirlo con la jerga de aquella época, una «estrategia de legiti­mación». Hacíamos tabula rasa del modelo de intelectual comprometido porque nadie quería repetir en carne propia las aventuras de los años 60 y 70. El camino dej intelectual comprometido exigía el precio de la disci­plina partidista o la irrenunciable condición «orgánica» de un estamento ancilar dentro de las «prioridades» de la revolución. Sin embargo, tras aquel arrasado «bosque de olmos», los nuevos intelectuales sentían la nece­sidad de anunciarse como «perales»; de ocupar, al mismo tiempo, el lugar del discurso crítico y el de algunos valores socialmente reconocidos.

Una disyuntiva semejante había atormentado, en los 60, al grupo de intelectuales vinculado al suplemento Lunes de Revolución. También ellos consagraron buena parte de sus ilusiones perdidas a otro intelectual fran­cés. En 1960, Jean-Paul Sartre llegó a La Habana con demasiadas ganas de «pensar contra sí mismo». Como recuerda Rafael Rojas, el trópico le entre­gó lo que buscaba: una comunidad orgánica, regida por una misteriosa voluntad colectiva, que la hacía avanzar hacia metas concretas (alfabetiza­ción, reforma agraria, «lucha contra bandidos») siguiendo la voz de un líder joven y hermoso. En Huracán sobre el azúcar —dice Rojas— Fidel Cas­tro aparece como un ángel panteísta: «Lo es todo a la vez, la isla, los hom­bres, el ganado, las plantas y la tierra..., él es la isla entera». Boquiabierto en la Plaza, Sartre se extasía ante la perfecta comunión política entre el cau­dillo y el pueblo: «Sola, la voz, por su cansancio y su amargura, por su fuer­za, nos revelaba la soledad del hombre que decidía por su pueblo en medio de quinientos mil silencios».

Veinte años después, nadie de mi generación creía en las virtudes del éxtasis sartreano. Para entonces, habíamos leído el número de Casa de las Amérkas dedicado al affaire Padilla. Allí se reproducía también el Discur­so de Clausura del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, donde Fidel Castro dejaba clara su vocación de Gran Inquisidor:

¿Concursitos aquí para venir a hacer el papel de jueces? ¡No! ¡Para hacer el papel de jueces hay que ser aquí revolucionarios de verdad, intelectuales de verdad, combatientes de verdad! Y para volver a recibir un premio, en concurso nacional o internacional, tiene que ser revolucionario de verdad, escritor de verdad, poeta de verdad, revolucionario de verdad. Eso está claro. Y más claro que el agua.

Compárese esta ramplona apología de la censura con las sutilezas de una declaración foucaultiana: «El rol de los intelectuales —le decía Foucault a Deleuze en 197Z—, ya no es ubicarse de alguna manera, por encima y a un lado para expresar la sofocada verdad de la colectividad; más bien, con­siste en combatir contra las formas de poder que lo transforman en su obje­to e instrumento en las esferas del conocimiento, la verdad, la conciencia y el discurso. En este sentido la teoría no expresa, traduce, o sirve para apli­carse a la práctica: es práctica».

La conclusión de Foucault anulaba, de golpe, la monserga guevarista sobre el «pecado original» del intelectual en la Revolución. Pero también propiciaba la ilusión de que al cambiar ciertas «estrategias del saber» haciamos algo realmente político. Desde ese punto de vista, era casi lo mismo criticar a un profesor o armar una biblioteca independiente que proponer una nueva constitución; publicar un artículo polémico sobre la estética contemporánea que exigir elecciones libres. Los cambios políticos ya no deberían pasar por el pluripartidismo puesto que la acción de algunos micropoderes conseguiría burlar, al mismo tiempo, la realidad totalitaria y los gastados métodos de la democracia representativa. La idea de que el poder no se posee sino que se ejerce, sin dejar de tener un gran atractivo intelectual, consiguió hacernos olvidar que en Cuba el poder político lle­vaba más de treinta años en las mismas manos.

En una sociedad eminentemente holística como la cubana, el discurso postmoderno fue recibido con obvias reticencias. En realidad, sólo ponía en peligro un vetusto aparato pedagógico que apenas comenzaba a discutir a Althusser y seguía viendo con recelo a Nietszche o a Heidegger. Aquella renovación (tentativa y limitada) de algunas instituciones propició cierto espíritu conspirativo y alertó a la Seguridad del Estado, doblemente moles­ta por unos locuaces «elementos conflictivos», cuyo «seguimiento» les exi­gía tomar cursillos de actualización ideológica. La solución, como siempre, sería maquiavélica: integrar a los autoproclamados «intelectuales postmo­dernos» en las instituciones disponibles o mandarlos al exilio, como había hecho Lenin con los filósofos más molestos del bolchevismo en 1922.

El problema, sin embargo, no se limitaba a la Facultad de Filosofía Marxista. A finales de los 80, la mayoría de los intelectuales, escritores y artistas emergentes que vivían en Cuba habían acumulado suficientes dosis de descreimiento y cinismo como para emular la crisis de la razón que aso­laba el discurso filosófico de Occidente. Lo real, es decir, la omnipresente Revolución, era lo irracional; la crisis del llamado «socialismo real» ame­nazaba toda la estructura ideológica que dominaba el país. En ese contex­to, la política cultural asumió un insólito protagonismo. Frente al Partido Comunista, los funcionarios intermedios argumentaban que resultaría imposible censurar sine die todas las intervenciones y propuestas de los jóvenes artistas sin comprometer el discurso aperturista del Ministerio de Cultura. El DOR y el Ministerio de Cultura dieron, entonces, su visto bueno para un experimento que duró apenas dos años (1990-91): en ese breve periodo las instituciones culturales toleraron el trabajo de algunos teóricos y artistas de la llamada «Generación de los 80», muchos de los cuales llegaron a estar incluso en la nómina ministerial.

Una vez más, Foucault parecía tener razón: el sistema de poder no resi­día sólo en las instancias superiores de la censura, sino en el intrincado tejido de saberes y poderes que constituía toda la malla social. Los nuevos inte­lectuales podían dialogar sin remordimientos con ministros, funcionarios y policías puesto que, desde una perspectiva foucaultiana, todos formaban parte del mismo sistema de poder. Por supuesto, esa perspectiva no había sido concebida para un socialismo exangüe, cuyo último amago de legiti­midad se vinculaba a las palabras «cambio», «perfeccionamiento» o «re­construcción». «Para nosotros el intelectual teórico ha dejado de ser un sujeto —decía Deleuze—, una conciencia representante o representativa. Los que actúan y los que luchan han dejado de ser representados por un parti­do, o aún por un sindicato que se arrogaría a su vez el derecho de ser su conciencia. ¿Quién habla y quién actúa? Es siempre una multiplicidad». Comparado con el modelo del intelectual «comprometido», esta «fecha de caducidad» del sujeto intelectual tenía un aire bastante subversivo. Como argumento para defender la necesidad de una oposición legítima al castris-mo, era absolutamente nulo.


Las dificultades para adaptar los razonamientos de la sociología post-moderna a la realidad cubana eran (y siguen siendo) casi infranqueables. Empecemos por reconocer que por aquellos años los «jóvenes intelectua­les» fuimos fervientes aspirantes a sujeto, y que nuestra capacidad de acción estuvo confinada en tribunas inocuas. La doble evidencia del exilio masivo de los 90 y el burdo nacionalismo de la actual política cubana obli­ga a preguntarnos hasta qué punto aquel «pensamiento débil» no com­prometió la posibilidad de un verdadero fermento disidente dentro de la nueva intelectualidad cubana. Foucault hablaba desde la resaca de mayo del 68. Pero en la historia de la ideología cubana, 1968 representaba todo lo contrario de una revuelta antiestatista: fue el «Año del Guerrillero Heroico» y del Centenario del Grito de «Independencia o Muerte», de las tristemente célebres Unidades de Ayuda a la Producción, y la oportunidad para que Fidel se alineara con la Unión Soviética cuando los tanques rusos entraron en Praga.


Varias décadas después de aquellos tristes episodios, el principal pro­blema del intelectual cubano seguía siendo la represión y sus consecuencias físicas, el problema del subdito más que el problema del sujeto. Décadas de roñosa propaganda sobre la condición parásita del intelectual habían aca­bado por deslegitimar a los profesionales del pensamiento. La posibilidad de un verdadero lenguaje crítico estaba erosionada por la retórica revolu­cionaria. No hay un solo pensador cubano de los 60 y 70 que no incurra en el dudoso arte del cliché, en estereotipos vinculados a las bajas pasiones del nacionalismo. Y la «Generación de los 80», cuyo interés en el análisis del discurso parecía capaz de revelar que, en definitiva, nuestro barbudo emperador estaba desnudo, dilapidó la posibilidad de una contestación real con la estrategia «blanda» del discurso postestructuralista.


El cadáver del intelectual «comprometido», o mejor dicho, el ritual de su enterramiento postmoderno, sólo sirvió para disfrazar el naufragio inte­lectual de la Revolución. Recordemos, a modo de metáfora ejemplar, el pasaje de Moby Dick en que el arponero Quiqueg se sirve de un ataúd para sobrevivir al hundimiento del Pequod. Ese piadoso salvaje de los Mares del Sur lleva tatuada en su piel la doctrina secreta de su tribu, un tratado mís­tico sobre el cielo y la tierra. Por eso, cuando presiente que va a morir, pide al carpintero del barco que le construya un ataúd, y copia sobre la madera los signos que lleva tatuados en su cuerpo. Algo parecido sucede con el intelectual cubano de la «generación de los 8o», que tras sus devaneos postmodernos se vio obligado a reescribir su identidad en los nuevos esce­narios del exilio.


Nuestra educación sentimental terminaba, como la del protagonista del Retrato del artista adolescente de Joyce, con la decisión de no ponernos al servicio de aquello en lo que habíamos dejado de creer. «Quiero intentar expresarme a mí mismo -dice Stephen Dedalus- por medio de un modo de vida o arte tan libremente como me sea dado y tan plenamente como es­té a mi alcance, usando para mi defensa las únicas armas que yo mismo me permita: silencio, exilio y astucia». «Silencio, exilio y astucia» siguen sien­do, veinte años después, las opciones para quien pretenda ser intelectual en Cuba. Sucede que, en ciertos momentos y frente a algunos temas, la astu­cia o el silencio no bastan, y entonces las opciones se reducen a un solo camino: la emigración disfrazada de apertura, una táctica que en diez años ha conseguido el doble milagro de acallar el disenso ciudadano y poner a entonar corales a quienes tienen por misión cuestionar el status quo.

El exilio también obligó a todos aquellos que nos autodeclarábamos postmodernos a reacomodar la creencia en valores universales como la ver­dad y la libertad, a retomar las «grandes narrativas» de emancipación e ilustración sin dejar de ejercer la desconfianza de aquel que viene de «otra parte». Una de las razones para no desechar esos «metarrelatos» fue la evi­dencia de que un fenómeno tan moderno como la nacionalidad seguía com­prometiendo nuestra práctica de intelectuales exiliados. Desde México, Estados Unidos o España, la misión de rearticular el pasado cubano no implicaba, por fuerza, repudiarlo ni reconocerlo «como había sido», sino, según la inmejorable definición de Walter Benjamín, «aferrar una memo­ria (o presencia) tal como fulgura en un momento de peligro». Al postnacionalismo habanero de los 8o siguió, en los 90, el revisionismo simbó co de la tradición, como si la intempestiva llegada al exilio nos nublé hecho repensar la denominación de origen.

Según Edward Said, el exiliado siempre existe en un estado Ínterin dio: ni completamente integrado en un nuevo ambiente, ni plenamcn desembarazado del antiguo, acosado en la misma medida por implicad nes y desprendimientos. Por ello, su estado paradigmático se acerca mucl a una suerte de orfandad que le recuerda constantemente su misión « mantenerse al margen, en una incómoda intemperie. Citando una tamo frase de Nietzsche en La gaya ciencia («Parte de mi buena suerte es no s propietario de una casa»), cuyo eco resuena en aquellos párrafos de Minii, Moralia donde Adorno declara que «la casa pertenece al pasado», Said CO cluye que un acápite de la moral del intelectual moderno es «no sentirse gusto en el propio hogar».

Sin duda, la experiencia más importante de mi generación es la errancia intelectual que comenzó con los años 90. No sólo por sus implicaciones teóricas, también por las sentimentales. Esa «felicidad en la infelicidad», ese malhumor desestabilizador y esa desconfianza ante la retórica de las buenas intenciones son bienes difíciles de adquirir en un lugar que no sea el exilio. Mi empatia con algunas páginas de Brodsky, Canetti, Nabokov, y tantos otros escritores exiliados no es sólo resultado de una admiración intelectual: también expresa la identificación moral con quien nunca se han sentido plenamente a gusto en su nueva morada. Aquella antigua devoción ante las experiencias postmodernas de Foucault y Deleuze ha sido sustituida por nuevos modelos literarios: la insobornable adustez de Adorno condenado a lidiar con el pragmatismo norteamericano, la franqueza devastadora de V. S. Naipaul, la lúcida mirada autobiográfica de Czeslaw Milosz o el desasosiego moral de W. G. Sebald.

Concebido como castigo arquetípico, el exilio, sin duda, nos ha fichi do a perder. (No por gusto Said recuerda que el subtítulo de Mínima Moralia es precisamente Reflexionen aus dem beschädigten Leben: «Reflexiones de la vida dañada»). Pero un destierro también nos regala la posibilidad de mirarnos sin falsa conmiseración, en la exterioridad ineludible de una ciudadanía anfibia.

Durante años, la acusación más común que se le ha hecho a los intelectuales es que nadie les ha dado permiso para erigirse en críticos. ¿Con qué derecho, en nombre de quién? Fueron también esas preguntas, reformuladas por Foucault, las que nos quitaron el sueño en los 80. En sus recientes Cartas a un joven disidente, Christopher Hitchens -quien, por cierto, estaba en Cuba, listo para irse a Praga cuando los tanques soviéticos lo hicieron cambiar de idea—, deja clara su respuesta al reclamo. «Autoerigido me va perfecto», contesta Hitchens. «Nadie me lo pidió y no sería lo mismo si me lo hubieran pedido. Nadie me puede despedir ni promover. Sí digo estupideces o dejo flancos débiles, soy el primero en sufrir las con­secuencias. A la pregunta quién me creo que soy, contesto con otra pre­gunta: quién quiere saberlo».

No le vendría mal a los intelectuales cubanos del futuro un poco de este orgullo irreverente para compensar, al menos de manera simbólica, un pasado de irrestricta aquiescencia.