De un correo de Orlando Luis: "PARA USAR CON EL RECTÁNGULO DE NEGRO ABSOLUTO, POR ESTA VEZ SIN INFORMACIÓN VISUAL FOTOGRÁFICA ..."
(CRÓNICA DE CUMPLEAÑOS)
No relinchó. Dobló las patas delanteras y arqueó la cabeza hacia atrás. Sudaba como una diva porno o una súper-estrella de rock (en ambos casos, un objeto anacrónico en Cuba). Sudaba como un corredor de fondo (símil deportivo pasable, dada la soledad pública de la escena). Sudaba como un obrero de vanguardia (mejor aún, dado el contexto socialipsista local).
Coincidimos de frente. Yo iba a cruzar la calle Reina a la altura de Galiano. Salía del soportal sobre el que brilla una pancarta sonriente de Fidel Castro anciano, y él me miró. De frente. Eran las doce del mediodía terrible. Ambos sudábamos como bestias, pero acaso sólo él tenía una mueca humana en el rostro. Una mueca que yo he visto en mis sucesivos abuelos días antes de morir.
Él era un caballo estático (atado a un coche en divisas de la Oficina del Historiador); yo era Orlando Luis Pardo Lazo de paso hacia el Barrio Chino de La Habana. Juro que me di cuenta enseguida de que uno de los dos tendría que morir. Intuí (cosa rara en mi fatigada experiencia mental de los domingos de verano) que por esta vez no pondría la muerte yo.
Sentí lástima de ser sólo un testigo. Y alegría también. El Fidel Castro anciano de la pancarta ideológicomercial seguía sonriendo a los curiosos del parque El Curita (parqueo sin parquímetros desde 1959, pero con parqueadores del proletariado cobrando igual). No había nubes: era un cielo chamuscado de azul). Podrá tomarme una parrafada, pero todo terminó en un parpadeo.
El caballo se dejó caer desde su altura y casi vuelca al coche con su cochero: no había turistas encima (o se fugaron a tiempo de aquel naufragio local). Pataleó sobre la calle, el contén, la acera, y casi se mete dentro del soportal. Me hice a un lado, con un pase insolidario de ballet. Ahora sí bufó un poco (no sé si bufar será el verbo correcto para un caballo): tal vez lo quemaba el pavimento a medio derretir por el sol cubano. De hecho, la esquina olía a vapores de asfalto. Y lo que me puso más nervioso de la catástrofe: el caballo comenzó a soltar sangre por la nariz y entre sus dientones amarillos (a mí también me dan esos episodios de epistaxis).
Era una sangre negra, espontánea e impredecible. A borbotones y sin causa externa aparente. El súmmum mudo del horror: la cerveza oxidada de Miguel Servet.
La mirada se le fue apagando en un rencor distante, como si lamentase que nadie le hubiera avisado a tiempo de lo que iba a pasar. Como si lamentase que al menos yo no le hubiera dado ni un mínimo guiño de alerta a él. Sentí culpa de ser demasiado testigo. Y alegría también. El espíritu del caballo se desvanecía allí, pero Fidel Castro y yo permaneceríamos con suerte por el resto de ese domingo 6, mes 7, año 8.
Hacía un calor de planeta muerto. Era el cumpleaños 25 de un amor también muerto. Todo coincidía a pedir de boca para maquinar una nueva escritura. Bien podía congratularme de ser un sobreviviente en aquel paisajito urbano de Centro Habana, devenida tal vez Contra Habana. La muerte de los desconocidos siempre consigue encariñarme más con mis conocidos. Pero es un ciclo devastador y humillante por su repetitivo exceso de racionalidad.
La sangre hizo un charco espumoso sobre el percudido granito republicano. ¿A qué edad se muere un caballo? De un título de Horace McCoy leído en la adolescencia (They Shoot Horses, Don´t They?), y de vivir en un barrio marginal tan distante del campo, hace mucho tiempo yo jugué por escrito con la idea de que los caballos eran los últimos seres inmortales de La Tierra (durante años, mis caballos eran sólo librescos y televisados: sin contar los plásticos del ajedrez). Y por eso en mi ficción, de pura envidia, el hombre se vengaba de ellos cabalgándolos a latigazos: sospecho que yo era un cubanietzscheano avant la lettre).
Al final le hice un par de fotos al caballo muerto. Los curiosos coreaban en corro la palabra "infarto". Nos empujábamos. Yo tenía la ventaja de la primicia al parecer extranjero. Los niños venían corriendo desde cuadras lejanas. Algunos comentaban golosos que la carne es 100% aprovechable cuando la bestia muere de infarto. Un viejo chino siguió de largo sin mayor aspaviento. El cochero liberó por fin los retorcidos amarres del coche, y el cadáver reposó libre sobre el granito: a la sombra cenital del mediodomingo. Entonces llegó un comando de policías, despejando la manifestación espontánea con sus walkie-talkies, y enfriando el canibalismo equino de la población.
En presencia de los uniformados de la Policía Nacional Revolucionaria, hubiera sido excesivo pedirle a alguien que me hiciera una foto abrazado al cuello del caballo (sin contar que hasta el más inocente podría coger mi cámara y echar a correr: es la desventaja de parecer extranjero). Pensé en sentarme en un banco del parque El Curita (entre borrachitos pedantes y putas baratas) a revisar las fotos en el display de la Samsung 4,2 MP, y escribir esta columna ipso facto: con la muerte tibia y borboteante de espuma negra, el alma del caballo acaso aún sudando-pataleando-bufando bajo la sonrisa omnisciente de Fidel Castro ("¡Caballo...!": el grito guajiro de Onelio Jorge Cardoso ante el fósil de otro caballo, prometía ser una primera línea excelente).
De hecho, crucé la esquina de Reina y Galiano (un semáforo criminal donde ninguna luz roja detiene del todo al tráfico). Pero enseguida me sentí ridículo. Había algo obsceno en pertenecer al bando de todos-y-para-la-mediocridad-de-todos. Porque entre todos de algún modo habíamos derribado al caballo y semejante consenso siempre me hace sentir incómodo.
¿Su dueño enterraría ahora a la bestia, o vendrían por él los carroñeros de Zoonosis y Comunales, o se le ocurriría a aquel cochero oficial embalsamar al cadáver (hay museos municipales cubanos con momias de animales sacrificados únicamente por haber servido a algún héroe), o de verdad era 100% aprovechable legalmente esa carne infartada (en mi luna de miel muerta una vez comimos bisté de caballo, y me gustó)? ¿Será muy grande el corazón adulto de los caballos?
Borré las dos fotos recién tomadas. Ya no tenía muchas ganas de meterme en el Barrio Chino a comprar un pizza familiar como regalo de 6/7/8, pero igual me paré y fui hasta el cuchillo de Zanja. Compré una habawaiana en divisas, humeante de queso y astillas de piña. Viré hasta el parque El Curita y me comí justo un cuarto esperando el metrobús. Ése era mi mejor homenaje al cuarto de siglo de alguien, por quien ahora yo podría hacer tan poco como por el caballo tendido aún allí. Temí incluso que estuvieran esperando a los peritos de Criminalística, para marcar con tiza aquella silueta de defunción espontánea: a menos que la frágil Sociedad (civil) de Protección de Animales, tuviera algún cargo en contra que añadir).
De manera que incluyo sólo un recuadro negro como imagen de lunes, sin sorna y sin simbolismo solemne: que prime la tesitura del texto antes que el chismorreo JPG. Tal vez sea éste mi mejor mensaje de cumple-25, a título mío o del caballo EPD: Fidel Castro sonriendo ignorante de la tragicomedia equina bajo las narices de su pancarta; Centro Habana en pleno en las calles para protagonizar su cuarto de hora mientras no llegue la PNR; y yo masticando frases de pizza cara por esta vez sin información visual.
Todo coincide a pedir de Huxley para maquinar otra nueva escritura en medio de un nuevo mundo feliz: Congratulations, Brave New Habana!