Dos de Gustav Meyrink: Comunicación telefónica con el mundo de los sueños, y El relojero




Comunicación telefónica con el mundo de los sueños


Desde que somos chicos se nos inculca la idea de no dar crédito alguno a los sueños; es curioso que a lo largo de tiempo permanezcamos ciegos y sordos ante los mensajes provenientes de un país que, como sabemos de antemano, consta de pantanos y manglares cenagosos. Y esto no es todo: las imágenes con las cuales nuestro aguzado instinto -es decir, nosotros mismos- habla, se vuelven absurdas y engañosas, porque desde chicos las hemos tenido por fantasmagóricas, o bien como un mosaico formado por los fragmentos de recuerdos vividos durante la vigilia.

Existe un método muy sencillo de poner a prueba el asunto, suponer que los sueños dicen la verdad. Paracelso fue quien probablemente descubrió el misterio, que consiste en escribir con mucho cuidado los sueños, como si fuera un diario nocturno en lugar de uno vespertino, que la mayoría de las veces resulta harto aburrido. Las consecuencias las he experimentado sobre mí mismo, y éstas son: pasado un tiempo prudencial, según la conducta del individuo, se establece una comunicación telefónica con la "otra" región; los sueños adquieren entonces más vida, color e interés. Se requiere bastante tiempo y paciencia, hasta que el vocero del sueño se convence de que no será objeto de burla. Es muy sensible, como un intimo amigo, o -mejor dicho- como la conciencia de cada cual.

Existen múltiples historias, según las cuales los sueños han predicho esto o aquello, por ejemplo una muerte violenta; se trata de algo así como una profecía inevitable, pues quien ha sido avisado busca inútilmente obtener los medios para escapar.

Según la crónica familiar del conde de Bohemia, de nombre Rosenberg, éste cuenta cómo un día, en tiempos de Waliensteins, la condesa soñó que su joven hijo sería mordido y muerto por un león. Días después, preparándose una cacería por los alrededores, la condesa, con clásica lógica femenina, prohibió a su hijo tomar parte en ella. Es evidente que en los bosques de Bohemia no hay leones, pero supongo que la condesa contestaría: "No importa, de cualquier forma puede ser mordido". De modo que encerró al joven en el patio del castillo. El muchacho, furioso, iba de un lado a otro del patio cuando vio en una esquina de la muralla un lienzo, con la figura de un león, que cubría una abertura para disparar ballestas.

"­Por culpa de esa bestia estúpida no he podido ir de caza!", exclamó el joven, dando un puñetazo a la tela.

De la garganta del animal salió entonces una punta de cristal que, clavándosela en la mano, le condujo a la muerte.

Es comprensible que hechos tales hagan pensar a los hombres que no se puede escapar del destino, incluso sabiendo de antemano las circunstancias que lo rodean.

No me importa reconocerlo, la teoría de la prefijación del destino es cierta. Este hecho, por más doloroso que sea, no significa adoptar la actitud del avestruz: taparse los ojos ante el peligro. La idea de que una divinidad juega con nosotros, pretextando que lo hace por nosotros como disculpa, es todavía menos consoladora. Si creemos en el Fatum tenemos al menos una posible salida por el sitio más débil de la red. Reflexionando sobre el hecho, surge esta pregunta: ¿Quién depende del Fatum? ¿Quién es éste, en el profundo sentido de la palabra? ¿Existe alguien que se haya planteado seriamente esta pregunta? 0 bien, actuando en consecuencia, ¿hay alguien a quien el Fatum le haya ayudado a plantearse esta pregunta? Entonces surge a nuestros pies esta contestación:

­ ¡Tú mismo eres el Fatum!

¿Yo? ¿Quién soy yo? Respuesta: Sin duda no eres el que va de un lado a otro, atrapado en la red de las causas y los efectos. Eres una sombra carente de libertad que desgraciadamente imagina ser el misterioso ser que forma la sombra; si logras encontrarla en el profundo abismo donde se generan las cosas, podrás ser libre, podrás quitar los goznes a tu estrella y señalarle el camino que te apetezca.

Volvamos al ejemplo de la condesa Rosenberg, ¿quién era aquella voz que le anunció: "Tu hijo será mordido por un león". Un misterioso y vocinglero pajarraco de la muerte, que no tenía nada mejor que anunciarle: "Esto sucederá y no hay escapatoria posible".

Fue la condesa quien colocó su propio sello en el pájaro de la muerte; éste sólo quería prevenirla, pero la condesa, aunque tenía oídos, no podía oir. Si hubiera sabido el camino que conduce a la fuente de todas las cosas, el país ilimitado de los sueños verdaderos, no se hubiera dejado arrastrar al pantano de los fuegos fatuos.

¿Qué error cometió? Trataré de explicarlo por medio de un suceso en el cual tomé parte:

Era otoño de 1921; en aquel tiempo el canto de sirenas que decía "Traed el oro al Banco de la Nación" ya había dejado de sonar, no porque el Banco de la Nación estuviera cansado de recibir ingresos, sino porque el oro del país sólo se utilizaba para empastar los dientes. De modo que, siguiendo mi sentido común, compré -por medio de un viejo papel de Bolsa- un automóvil también viejo. Los vendedores juraron que no tenía grietas y roturas, pues aquellas habían sido cubiertas con grafito (las del coche, naturalmente, ya que las de las conciencias estaban cubiertas por la promesa de las palabras).

El artefacto tenía un aspecto lamentable; como es natural, estaba libre de impuestos. Me aseguraron que el motor se conservaba en buen estado.

De modo que, por el momento, decidí guardar el coche en un garaje, para hacerle colocar después, en Garmisch, una carrocería nueva. El día de la reparación se aproximó y mi mujer soñó lo siguiente:

En el coche viajábamos cuatro personas: ella iba a la derecha del asiento posterior, a su lado nuestro hijo. Delante iba yo, conduciendo el vehículo, y sentada junto a mí, a mi izquierda, mi hija. Todo parecía ir bien; giramos y entramos en una especie de avenida que se extendía por un paisaje de colinas; al lado de la carretera había un profundo precipicio; de pronto, el coche se acercó a la derecha y cayó en el abismo. Mi mujer y mis hijos resultaron heridos de gravedad; en cuanto a mí, ¡resulté muerto!

Después de esto no sabía qué hacer con el coche: ¿regalarlo? No parecía oportuno, dado su lamentable estado. ¡El sueño de mi mujer se repitió! Una vez, dos veces... ¡toda la semana! El asunto me tenía tan preocupado que pensé en destruir el auto y llevarlo a un desguace.

Pensé en el caso de la condesa Rosenberg, y decidí hacer otra prueba. Antes de dormirme, intenté llegar al sueño profundo, a la incógnita. ¿Qué debo hacer para escapar al Fatum? Durante mucho tiempo no recibí respuesta alguna, pero insistí una y otra vez. Un d¡a desperté con la "conciencia" clara; no puedo explicarlo de otro modo: "Oculta la imagen que ha soñado tu mujer!" Ese fue aproximadamente el consejo que grabó en mi interior el "enmascarado".

Mi mujer había soñado que iba a la derecha del asiento trasero; yo iba al volante, a la derecha. Efectué la siguiente distribución: mi mujer se sentaría a la izquierda; a su lado, mi hija, y después mi hijo; yo me sentaría delante y a la izquierda, pero al volante... ¿quién?

Llamé por teléfono a un conocido mío, comerciante en automóviles, llamado W.

-¨¿Tendría la amabilidad de llevarnos a Garmisch, conduciendo usted el automóvil?

-Con mucho gusto -respondió, y fijamos el día.

Luego llamé al mecánico del garaje donde estaba el coche, diciéndole que verificara otra vez todos los detalles, especialmente las ruedas de la derecha (suponía que allí había algún defecto, pues mi mujer soñó que el auto se había precipitado a la derecha).

Llegado el día fijado, me desperté muy de mañana, preso de grandes remordimientos. ¡Vas a poner al señor W. en peligro de muerte! Me comuniqué con él, pero no llegué a decir nada, pues me interrumpió con estas palabras:

-Me alegro que me haya llamado usted, pues hoy no puedo llevarles a Garmisch, ¡me ha salido un forúnculo en el cuello y me encuentro muy molesto!

¿Significaría esto que el Fatum se sirve de un forúnculo para rompernos el cuello a nosotros cuatro?

Llamé a Garmisch: el jefe del taller se puso al habla.

­ Por favor, señor X, mándeme usted un chófer!

- ¿Por qué?

- No me atrevo a conducir el coche: temo que quizá tenga un defecto. Pregunte usted, a su mecánico, por favor, si está dispuesto a llevar el coche.

Al poco llegó la respuesta.

- Dice que está dispuesto.

Fui al garaje.

- ¿Han examinado todo?

- Sí todo está en orden.

-Por favor, le ruego que examine en mi presencia las ruedas de la derecha.

El mecánico se encogió de hombros sonriendo y obedeció de mala gana.

- ¿Qué es esto? - exclamó de repente -. ¡No entiendo cómo antes se me pudo haber pasado! Las conexiones del eje posterior están rotas. ¡Sospecho que han tapado las roturas con grafito!

- ¿Es posible que durante el viaje se salgan las ruedas?

- No, de ningún modo; puede ocurrir que, de pronto, queden bloqueadas; si el coche va muy de prisa, puede resbalar y volcarse.

- ¿Existe algún peligro yendo despacio?

- Así es poco probable que ocurra.

En ese momento llegó el chófer de Garmisch. Le informé del defecto del coche, y después de un detallado diálogo se declaró dispuesto a ir con nosotros de retorno. Subimos al coche, colocándonos en la forma mencionada; yo me senté a la izquierda del conductor. El coche se puso en marcha enseguida. A las dos horas, cuando pasábamos por Weilheim, mi mujer, dándome unos golpecitos en la espalda, me indicó un precipicio que empezaba a verse ante nosotros.

- ¡Allí! ¡Es un lugar exactamente igual a mi sueño!

- ¡Vaya usted lo más despacio posible! - grité al chófer - ¡No pase de los diez kilómetros por hora!

El hombre se rió burlonamente.

- ¡Haga usted lo que le digo! -ordené

El coche comenzó a derrapar.

- ¿Oye usted eso? - pregunté de repente el conductor - ¡Ahora! ¡Otra vez!, en la parte trasera...

En ese momento el auto basculó como un caballo al que le hubieran cortado los tendones de las patas traseras. Con un movimiento rápido, el hombre accionó los frenos. El coche se detuvo; un poco más de velocidad y hubiéramos caído al precipicio que se encontraba a la derecha.

Después del examen correspondiente, resultó que la rueda no se había salido de su eje, sino que la llanta había saltado. Era ese tipo de llanta denominada "príncipe real". Como consecuencia del accidente, algunos rayos se desencajaron.

- Más les valiera a los príncipes reales gobernar y no inventar - maldijo el chófer.

En todo caso ¡el Fatum había sido derrotado! Tan sólo con tomar algunas medidas especiales y casi infantiles.

Un fatalista diría:

- Estaba escrito en las estrellas que no caerías en el precipicio.

El astrólogo diría:

- No, ha sido una prueba para demostrar que el hombre, utilizando su inteligencia, puede ser dueño y señor de su destino.

A mi parecer, ninguno de ambos tiene razón: la salvación proviene de la fuente que surge del sueño profundo. El escuchar su murmullo bastó para que la red del Fatum encontrara los agujeros de la falla en su red.



El relojero

[La casa de la última farola. Tomo I: relatos, traducción de María González de Buitrago para La fontana literaria, ediciones Felmar]

«¿Esto?, ¿arreglarlo?, hacer que marche otra vez?», preguntó asombrado el anticuario, empujando sus gafas hasta la frente y mirándome perplejo. «¿Por qué quiere usted ponerle en marcha? ¡Si sólo tiene una manilla!... ¡y la esfera carece de cifras!», agregó observando cuidadosamente el reloj a la viva luz de una lámpara, «en lugar de las horas sólo tiene rostros florales, cabezas de animales y de diablos». Empezó a contar; después alzó su rostro con un interrogante en su mirada: «¿Catorce? ¡El día se divide en doce horas! En mi vida he visto una obra más extraña. Le daré un consejo: déjelo como está. Doce horas al día son ya bastante difíciles de soportar. ¿Quién se tomaría hoy el trabajo de descifrar la hora según este sistema numérico? Sólo un loco.»

No quise decir que toda mi vida había sido yo ese loco, que nunca había poseído otro reloj, y que quizás por eso había venido demasiado pronto, y guardé silencio.

De ello dedujo el anticuario que mi deseo de ver al reloj funcionando de nuevo seguía imperturbable; sacudió la cabeza, tomó un cuchillito de marfil y abrió cuidadosamente la caja guarnecida de piedras preciosas y donde -de pie sobre una cuádriga- se veía una criatura fantástica pintada en esmalte: un hombre con pechos de mujer, dos serpientes a modo de piernas; su cabeza era la de un gallo. En la mano derecha llevaba el sol y en la izquierda un látigo.

«Seguramente se trata de un antiguo recuerdo de familia», adivinó el anticuario. «¿No dijo usted antes que se había parado esta noche? ¿A las dos? Esta pequeña cabeza de búfalo roja con dos cuernos indica seguramente la segunda hora.»

No recordaba haber dicho algo semejante, pero, en efecto, el reloj se había parado la noche pasada a las dos. Es posible que hubiera hablado de ello, pero yo no podía recordar nada: me sentía aún muy afectado, pues a esa misma hora había sufrido un grave ataque de corazón y creí que me moría. En un estado de semi-inconsciencia vacilante me había aferrado a un pensamiento: si se pararía o no el reloj. Mis sentidos, ya oscurecidos, me hicieron sin duda confundir el corazón y el reloj asociándolos a una misma idea. Quizá los moribundos piensen de modo parecido. ¿Quizá por eso es tan frecuente que los relojes se paren cuando sus dueños mueren? Desconocemos la fuerza mágica que un pensamiento puede llevar consigo.

«Es curioso», dijo el anticuario después de un rato; mantenía la lupa bajo la lámpara, de modo que un foco de luz cegadora incidía sobre el reloj, y me indicaba unas letras que estaban grabadas en la cara interna de la tapa dorada.

Entonces leí:

«Summa Scientia Nihil Scire».

«Es curioso», repitió el anticuario, «este reloj es la obra de un loco. Ha sido hecho en nuestra ciudad. No creo equivocarme. Existen muy pocos ejemplares de éstos. Nunca había pensado que pudieran funcionar realmente. Creí que eran sólo el pasatiempo de un loco, que tenía el pequeño capricho de escribir su divisa en todos sus relojes: "La mayor sabiduría nada es". No entendí bien lo que quería decir. ¿Quién podía ser ese loco al que se refería? El reloj era muy antiguo, procedía de mi abuelo, pero lo que el anticuario acababa de decir que sonaba como si el "loco" cuyas manos habían construido el reloj viviera todavía.

Antes de que pudiera formular la pregunta apareció en mi imaginación -con más claridad y nitidez que si atravesara la habitación- un hombre que avanzaba en medio de un paisaje invernal, la figura alta y delgada de un anciano, iba sin sombrero, su pelo tupido y blanco como la nieve ondeaba en el viento y su cabeza -contrastando con su elevada figura- parecía pequeña, su rostro sin barba y de rasgos agudamente recortados, los ojos negros y muy juntos, como los de un pájaro de presa. Vistiendo un descolorido abrigo largo de terciopelo raído, como los que llevaban en su tiempo los patricios de Nüremberg, caminaba por aquellos parajes.

«Exactamente», murmuró el anticuario asintiendo con aire distraído, «exactamente: el loco».

«¿Por qué ha dicho exactamente?», pensé. «Por casualidad», añadí inmediatamente; «sólo son palabras vacías. ¡Si yo no he abierto la boca!» Como sucede con frecuencia, ha usado ese "exactamente" para subrayar una frase que acababa de pronunciar; no se refiere en modo alguno a la imagen del anciano que yo estaba recordando; no tiene relación alguna en mi memoria, para despertar hoy, irrumpiendo con a la escuela, tenía que pasar siempre por un muro largo y desolado que rodeaba un parque de olmos. Día a día, durante años incluso, mis pasos se iban haciendo más rápidos a medida que recorría el muro, pues siempre me invadía una incierta sensación de temor. Posiblemente -hoy ya no lo recuerdo- porque me imaginaba (o tal vez lo había oído decir) que allí vivía un loco, un relojero que aseguraba que los relojes eran seres vivientes... ¿o me equivocaba? Si hubiera sido un recuerdo de algún suceso de mis tiempos escolares, ¿cómo es posible que una sensación mil veces vivida haya dormitado en mi memoria, para despertar hoy irrumpiendo con tal vehemencia ... ? Evidentemente, habían transcurrido cuarenta años desde aquello; ¿pero era ésta una razón suficiente?

«Quizá lo haya vivido en el tiempo en que mi reloj señala una hora que no es la acostumbrada», exclamé en tono divertido.

El anticuario se quedó mirándome extrañado al no entender el sentido de mis palabras.

Continué cavilando y llegué a una conclusión: el muro que rodea el parque debe existir todavía. ¿Quién se hubiera atrevido a demolerlo? Entonces corría ya el rumor de que eran las murallas básicas de una iglesia que debería ser terminada en el futuro. ¡Nadie destruye una cosa así! ¿Viviría aún el relojero? Seguramente él podría arreglar mi reloj, al que yo tanto amaba. ¡Si supiera al menos cuándo y dónde le vi! No podía haber sido recientemente, pues estábamos en verano y según la visión que tuve, su imagen aparecía en medio de un paisaje invernal.

Estaba tan inmerso en mis pensamientos que no podía seguir las largas explicaciones que, de repente, había iniciado el anticuario. Sólo de vez en cuando, percibía algunas frases deslabazadas que llegando a mí en un murmullo enmudecían después como un romper de olas en la playa; en las pausas sentía zumbar mis oídos y hervir la sangre como todo hombre viejo cuando escucha atentamente; sólo el ruido del trajín cotidiano le hace olvidarlo; es un zumbido lejano implacable y amenazante: el aleteo del buitre que remontándose desde los abismos del tiempo se va acercando lentamente y cuyo nombre es «muerte»...

No sabía a ciencia cierta si el que me hablaba era el hombre que tenía el reloj en la mano o ese ser que hay en mí, y que a veces despierta en un corazón solitario -cuando alguien se acerca al armario que contiene los recuerdos olvidados- para cuidar, como secreto guardián solícito, de que estos recuerdos no mueran.

En ocasiones me sorprendía a mí mismo corroborando algo que decía el anticuario y luego pensaba: ha expresado alguna idea que me era conocida; pero cuando trataba de reflexionar sobre ella no me era posible sacarla del pasado y percibirla intelectualmente. No: las ideas permanecían rígidas como figuras sin vida; el sonido de las palabras se extinguía antes que el oído pudiera transmitir su mensaje a la mente. No comprendía ya su sentido. Pasando del reino temporal al reino espacial, parecían rodearme como máscaras muertas.

«Si el reloj funcionara de nuevo», dije exteriorizando el martirio de mis reflexiones e interrumpiendo con ello el discurso del comerciante. Lo había dicho refiriéndome a mi corazón, pues sentía que quería olvidarse de latir y me aterrorizaba la idea de que la manecilla de mi vida pudiera pararse de repente ante una flor fantástica, un animal o un demonio, como de hecho se había parado el reloj ante la cifra que indicaba las catorce horas. Así yo quedaría expulsado para siempre a la eternidad de un tiempo ya transcurrido.

El anticuario me devolvió el reloj; seguramente creyó que me había referido a éste.

Mientras recorría desiertas callejuelas nocturnas, cruzaba plazas adormecidas y pasaba por casas soñolientas iluminadas por farolas centelleantes, hube de pensar -por la seguridad con que avanzaba- que el anticuario me había indicado donde vivía el relojero sin nombre, y donde estaba el muro que rodeaba el parque de olmos. ¿No fue él quien me dijo que sólo el viejo podía curar a mi reloj enfermo? ¡Quién sino él podía haberme dado tal seguridad!

También debió describirme -sin que yo fuera consciente de ello- el camino que conducía a su casa, pues mis pies parecían conocerlo exactamente: ellos me llevaron a las afueras de la ciudad haciéndome recorrer una calle blanca que atravesando olorosas praderas estivales parecía conducir a la infinitud.

Pegadas a mis talones me seguían dos negras serpientes, que atraídas por la clara luz de la luna habían salido de la tierra. Quizá fueran ellas las que me sugerían aquellos pensamientos envenenados: no le encontrarás, hace cien años que murió.

Para escapar de ellas torcí rápidamente a la izquierda, adentrándome en un sendero; entonces apareció mi sombra surgiendo asimismo del suelo y las devoró. Ha acudido para guiarme, pensé, y sentí un profundo alivio al verla caminar segura, sin vacilar un instante; continuamente la miraba sintiéndome feliz al no tener que cuidarme del camino. Poco a poco fue acudiendo a mi mente aquella extraña sensación indescriptible que había tenido en mi niñez cuando, jugando conmigo mismo, cerraba los ojos y caminaba con paso seguro sin preocuparme de una posible caída: es como si el cuerpo escapara de todo temor terreno, como un jubiloso grito interior, como un reencuentro con el yo inmortal que exclama: ¡ahora no me puede ocurrir nada!

Entonces apareció el enemigo hereditario que el hombre lleva en sí: la fría y lúcida razón y con ella la última duda de que quizá no encontrara a aquel que buscaba.

Después de caminar largo rato mi sombra se deslizó rápidamente en una zanja que había a lo largo de la calle y desapareció, dejándome solo; entonces supe que había llegado a la meta. ¡En caso contrario no me hubiera abandonado!

Con el reloj en la mano me encontré de repente en la estancia del hombre que -yo lo sabía a ciencia cierta- era el único que podía hacerlo funcionar de nuevo.

Sentado ante una pequeña mesa de arce contemplaba inmóvil a través de una lupa -fijada a su frente por una correa- un objeto diminuto y brillante que yacía sobre la mesa de clara madera veteada. En la blanca pared que se encontraba a sus espaldas había una inscripción con letras en forma de arabescos y ordenadas en círculo como si fueran las cifras de un gran reloj:

«Summa Scientia Nihil Scire».

Respiré profundamente: ¡aquí estoy a salvo! Este exorcismo alejaba de mí la odiada e imperiosa necesidad de pensar, aquellas cavilaciones apremiantes: ¿Cómo has entrado? ¿A través del muro? ¿Por el parque?

En un estante cubierto de terciopelo rojo aparecen en gran número -quizá lleguen al centenar- toda clase de relojes: esmaltados en azul, en verde, en amarillo; decorados con joyas o grabados, unos reducidos al esqueleto, otros lisos y con entalladuras, algunos aplastados o en forma de huevo. Aunque no se los oye -su tic-tac es demasiado débil-, el aire que los rodea se presiente cargado de vida; como si allí estuviese enclavado un reino de enanos en afanoso trajín.

Sobre un basamento hay una pequeña roca de feldespato carnoso, de la que surgen -formadas por piedras de bisutería- flores multicolores; entre ellas, un esqueleto humano con su correspondiente guadaña, que espera -con aire inocente- el momento de segarlas. Se trata de un «relojito de la muerte» de estilo romántico-medieval. Cuando comienza la siega, golpea con su guadaña el fino cristal de la campana, que, como una pompa de jabón o como el sombrero de una gran seta de fábula, está a su lado.

La esfera, situada en la parte inferior, parece la entrada de una cueva donde las dentadas ruedas permanecen inmóviles.

De las paredes -llegando hasta el techo- cuelgan relojes y más relojes: antiguos, con orgullosas caras costosamente enriquecidas; en actitud descuidada, dejan oscilar su péndulo proclamando, en un bajo profundo, su majestuoso tic-tac.

En la esquina, de pie en su fanal de cristal, una «blancanieves» hace como si durmiera; pero un leve palpitar rítmico indica que nada escapa a su mirada. Otras nerviosas damitas de estilo rococó -el orificio de la llave bellamente decorado- aparecen sobrecargadas de adornos compitiendo -hasta faltarles la respiración- por acelerar el ritmo de los segundos. Los diminutos pajes que las acompañan se apresuran emitiendo risitas sofocadas: zic-zic-zic.

Otros, formados en larga fila y cubiertos de hierro, plata y oro, como caballeros armados, parecen borrachos que dormitan emitiendo ronquidos de vez en cuando y haciendo sonar sus cadenas como si al despertar de su embriaguez fueran a luchar con el mismísimo Cronos.

En una cornisa, un leñador con pantalones tallados en caoba, y nariz de cobre reluciente, mueve la sierra sin cesar, desmenuzando el tiempo en partículas de serrín...

Las palabras del viejo me sacaron de mi ensimismamiento:

«Todos han estado enfermos; yo les he devuelto la salud». Le había olvidado, hasta el punto de que al principio creí que su voz era el sonido de uno de los relojes.

La lupa que había empujado hacia arriba aparecía en medio de su frente como el tercer ojo de Schiva y en su interior relucía una chispa: reflejo de la lámpara del techo.

Asintió con la cabeza y me miró con tal fuerza que mis ojos quedaron fijos en los suyos: «Sí, han estado enfermos; han creído que podían cambiar su destino yendo más de prisa o más despacio. Han perdido su dicha cayendo en el error de que podían ser los dueños del tiempo. Librándolos de esta quimera, he devuelto la tranquilidad a sus vidas. Algunos como tú -saliendo, en sueños, de la ciudad en las noches de luna- encuentran el camino hacia mí y trayéndome su reloj me piden, entre quejas y ruegos, que le sane; pero a la mañana siguiente lo han olvidado todo, incluso mi medicina».

«Sólo aquellos que comprenden mi lema», señaló a sus espaldas, refiriéndose a la frase escrita en la pared, «sólo esos dejan sus relojes aquí, bajo mi tutela».

Algo comenzó a clarear en mí mente: el lema debe encerrar algún misterio. Quise preguntar, pero el anciano levantó la mano en actitud amenazante: «No hay que desear saber; la sabiduría viviente viene por sí sola! La frase tiene veinticinco letras; son como las cifras de un gran reloj invisible que señala una hora más que los relojes de los mortales de cuyo ciclo no hay escape posible; por eso los "cuerdos" se burlan diciendo: ¡Mira ése! ¡Qué loco! Se burlan y no se dan cuenta del aviso: "No te dejes atrapar por el ciclo del tiempo". Se dejan guiar por la pérfida manilla del "entendimiento", que prometiéndoles eternamente nuevas horas, sólo les trae viejos desengaños».

El viejo guardó silencio. Con una muda súplica le entregué mi reloj muerto. Lo tomó en su bella mano blanca y delgada y cuando, abriéndolo, echó una mirada a su interior, sonrió casi imperceptiblemente. Con una aguja rozó cuidadosamente la maquinaria de ruedas y tomó de nuevo la lupa. Sentí que un ojo experto examinaba mi corazón.

Pensativamente contemplé su rostro tranquilo. Por qué -me pregunté- le temería yo tanto cuando era niño.

De repente me invadió un espanto sobrecogedor: éste, en quien espero y confío, no es un ser verdadero. ¡De un momento a otro va a desaparecer! No, gracias a Dios: era solamente la luz de la lámpara que había vacilado para engañar así a mis ojos.

Y fijando de nuevo mi vista en él, seguí cavilando: ¿Le he visto hoy por primera vez? ¡No puede ser! Nos conocemos desde... Entonces, vino a mí el recuerdo, penetrándome con la claridad del rayo: nunca había caminado -siendo escolar- a lo largo de un muro blanco; nunca había temido que detrás de éste habitase un relojero loco; había sido la palabra «loco» para mí vacía e incomprensible la que en mi niñez me había asustado cuando se me amenazaba con convertirme en «eso» si no entraba pronto en razón.

Pero el anciano que estaba ante mí, ¿quién era? Tenía la impresión de que también esto lo sabía: ¡Una imagen, no un hombre! ¡Qué otra cosa iba a ser! Una imagen que, como una sombra incipiente, crecía secretamente en mi alma; un grano de semilla que había arraigado en mí, al comienzo de mi vida, cuando en la camita blanca -mi mano en la de aquella vieja niñera- escuchaba medio en sueños aquellas palabras monótonas... que decían... si, ¿cómo decían...?

Sentí en la garganta una sensación de amargura, una tristeza abrasadora: ¡Todo lo que me rodeaba no era más que apariencia fugaz!

Quizá dentro de un minuto despierte de mi sonambulísmo: me encontraré ahí fuera a la luz de la luna y tendré que volver a casa, junto a los seres vivientes poseídos de entendimiento. ¡Muertos en la ciudad!

«En seguida, en seguida termino», oí la voz tranquilizadora del relojero, pero no me sirvió de consuelo, pues la fe que en mi pecho albergara se había extinguido.

¿Cómo decían aquellas palabras de la niñera? Necesitaba, quería saberlo a toda costa... Poco a poco fueron acudiendo a mi memoria sílaba tras sílaba:

«Si tu corazón se te para en el pecho, no tienes más que llevárselo; a todo reloj capaz es él de poner de nuevo en marcha».

«Tenía razón», dijo el relojero distraidamente mientras su mano soltaba la aguja; y en aquel instante se deshicieron mis sombríos pensamientos. Se levantó y puso el reloj en estrecho contacto con mi oído; escuché: marchaba regularmente, en concordancia con los latidos de mi corazón.

Quise darle las gracias, pero no encontré las palabras; me sentía ahogado de alegría y de vergüenza por haber dudado de él.

«No te aflijas», me consoló, «no ha sido culpa tuya. He sacado una ruedecita y la he vuelto a colocar. Estos relojes son muy delicados; a veces no pueden con la segunda hora. ¡Aquí lo tienes! ¡Tómalo de nuevo, pero no digas a nadie que funciona! Se burlarían de ti e intentarían hacerte daño. Desde la juventud lo has llevado contigo y has creído en las horas que marca: catorce en lugar de la una de la madrugada, siete en lugar de seis, domingo en lugar de día laboral, imágenes en lugar de cifras muertas.

¡Sigue siéndole fiel, pero no lo digas a nadie! ¡Nada hay más estúpido que un mártir que se jacta de serlo! Llévalo oculto en tu corazón y en el bolsillo lleva uno de esos relojes burgueses, oficialmente regulados, con su esfera blanca y negra, para que puedas ver siempre qué hora es para los otros. Y nunca te dejes envenenar por el hedor pestilente de la «segunda hora». Como sus once hermanas, está muriendo. La invade un fulgor rojo prometedor como la aurora. Rápidamente se tornará roja como la llama y la sangre. Los viejos pueblos del Este la llaman la «hora de los bueyes». Pasan los siglos y ella continúa apaciblemente: el buey ara. Pero súbitamente -en la noche- los bueyes se convierten en búfalos rugientes, el demonio los acucia con sus cuernos y pisotean los campos en una ira ciega y salvaje; luego aprenden de nuevo a cultivar los campos; el reloj burgués se pone de nuevo en marcha, pero sus manecillas no marcan el tiempo -en su trayectoria circular- del animal humano. Todas sus horas traman algún propósito -cada una con su ideal propio-, pero el mundo se verá invadido por un monstruo.

Tu reloj se ha parado a las dos; la hora de la destrucción. Pero ha tenido la benevolencia de seguir; otros se mueren en ella y se pierden en el reino de la muerte. El ha encontrado el camino hacia aquel de cuyas manos salió. ¡Piensa en esto! Si lo ha logrado es porque tú le has amado y cuidado toda una vida; nunca te has enojado con él, aunque su tiempo no coincide con el de la tierra».

Acompañándome hasta la puerta me tendió la mano al despedirse y dijo: «Hace un momento dudaste si yo vivía o no. Créeme: soy más viviente que tú mismo. Ahora conoces exactamente el camino que te lleva a mí. Pronto nos veremos; quizá pueda enseñarte a curar relojes enfermos. Entonces -señaló el lema escrito en la pared- tal vez esa frase se realice en ti:

"Nihil scire omnia posse
No saber nada es poderlo todo"».




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Relatos

Ángel Santiesteban-Prats

Del libro Dichosos los que lloran

Hambre


Los sargentos recogen las bandejas vacías, tan limpias por las lenguas de los detenidos, que no hace falta fregarlas.

El sonido de la última puerta al cerrarse deja un silencio que los hace sentir más presos, y el aire, escaso y caliente, provoca asfixia.

Ningún detenido se atrevería ni siquiera a alzar la voz para evitar que lo lleven a la celda de castigo por indisciplina. Los sargentos caminan lentamente y se detienen a espiar tras las puertas y a escuchar qué hablan los presos cuando la abulia y el desespero por el encierro les provocan un febril estado de ansiedad que vuelcan en habladurías; luego, los guardias, los delatan con los instructores.

Cuando el silencio parece eterno, algún mecanismo sádico hace que la noche se detenga y dure más de lo acostumbrado; y llega un susurro, una palabra rechinando en las puertas de metales, resbalando en el piso como un vaso de agua; y los detenidos se asustan porque conocen perfectamente las voces de cada sargento, los pasos, la forma que dejan caer las botas mientras caminan, cómo carraspean y hasta sus ronquidos. Por eso, desde sus celdas todos quedan intrigados porque no pueden descifrar de quién es aquella voz, que escapa como un lamento. No es un sueño, alguien habla desde una celda y cada palabra pronunciada toma fuerza; primero no se puede escuchar qué dice, hasta que se entiende algo como un “tengo hambre”, y todavía no se puede creer.

Los pasos de los sargentos pasan por delante de las celdas con prisa buscando, como perros con rabia, de dónde sale aquella voz; abren una ventanita, le dicen que se calle, pero el detenido habla, y por el orificio de la puerta se escuchan las palabras con más nitidez, “perdone sargento, pero no sé cómo soportar el hambre, no puedo aguantar, perdón mil veces, pero yo he sido siempre un hombre de buen apetito”, los guardias siguen aconsejándole que mejor hace silencio, que si continúa le va a ir muy mal; el preso comienza a suplicar, y la súplica se convierte en llanto. Los sargentos le advierten que después ya no va a poder hacer nada cuando él quiera parar, ahora está a tiempo; pero el detenido llora como un niño y pide perdón, nunca fue un hombre de problemas, nunca lo he sido, por favor, entiéndanme.

Se escucha el sonido del candado y luego de los cerrojos que abren con violencia, después el chirrido de las bisagras. El pánico del hombre crece, su llanto se acrecienta mientras las voces amenazantes de los sargentos lo interpelan; ruega que no lo golpeen, los guardias, que entonces se calle y se retirarán y no habría problemas; le insisten en que comprenda que le están dando más oportunidades de la que acostumbran, pero el detenido insiste en que no lo entienden, el problema radica en que no puede soportar el hambre, es algo que no está en él, no sabe cómo controlarla.

Se escuchan algunos golpes y luego el llanto. Los sargentos le preguntan si se va a callar finalmente, y el preso en su llanto indetenible explica que con un pedazo de pan viejo es suficiente, que un poco de raspa le basta, un pedazo de boniato también. Los guardias comprenden que ni siquiera los golpes lo harán callar y deciden llevarlo a la celda de castigo, el llanto se convierte en gritos de pánico, al chinchorro no, por favor, allí no. Y los sargentos forcejean para inmovilizarlo y poder trasladarlo. El detenido gira el cuerpo, lo encoge para luego estirarlo como un resorte y poder escapar de las manos de los carceleros, hasta que ya no puede hacer más movimientos y lo conducen a rastras por frente de las celdas. El preso va llorando y pide disculpas, no quiere que lo tomen como un antisocial, es un hombre bueno, pero de buen apetito, ése es su único delito. Al chinchorro no, tengo miedo, dice. Le quitan la ropa, como establece el castigo, lo echan dentro de la celda y la cierran; pero los soldados comprenden que no han hecho mucho, el detenido continúa pidiendo comida porque es un hombre de buen apetito, está convencido de que esa excusa basta para que lo comprendan.

Los sargentos abren la celda, le advierten que si sigue alterando el orden se van a poner muy furiosos. Pero nada hace que se calle, pide comida una vez tras otra. Un sargento entra desesperado y lo golpea muchas veces hasta darse cuenta que no se callará mientras tenga conocimiento. Otro soldado trae un juego de esposas para las manos y los pies y un poco de vendas para taparle la boca. Forcejean un rato. Después cierran la puerta de un tirón y por los pasos de los sargentos, su resuello y la manera en que dejan caer las botas, deducen que están cansados. Vuelve el silencio, un silencio que habían olvidado por varios minutos.

Al amanecer, abren la celda de castigo. Nadie ha podido conciliar el sueño pensando en el hombre del chinchorro, en la humedad del piso bañado por esa gota de agua que inevitablemente cae desde el techo y choca contra su cuerpo; saben que es irresistible permanecer un día completo allí. Cuando le quitan la venda todavía llora, ahora con menos fuerza, pero aún se escucha claramente su voz: "tengo hambre, por favor, soy un hombre de buen apetito”.


El francotirador

El Rolo, a las cuatro de la tarde, va para el fondo de la prisión como todos los días. Se acuclilla detrás de un muro para que el posta que está en la garita no lo descubra, y comienza a manosearse con delicadeza, primero se escupe la palma de la mano para luego pasarla por su sexo dormido, que lentamente se va irguiendo, abandonando la modorra.

Hay otros edificios más cercanos, pero mantiene su mirada atenta hacia el que está a unos doscientos metros. No podría detallar el rostro ni de los que se asoman por los balcones, simplemente ve sus figuras que se mueven como hormigas. Y aunque bajen y suban muchas personas no se confunde, sabe exactamente cuál es la que espera.

A las cuatro y quince ya está excitado y los movimientos se tornan más rápidos, desliza su mano de un extremo a otro como si la pasara por un sable con doble filo y lo untara de aceite en la víspera de la batalla. Cinco minutos después la descubre cuando rebasa la escalera del segundo piso, porque los muros que rodean el penal no permiten ver la parte inferior del edificio. Según ella asciende los escalones, los movimientos del Rolo son acompañados con temblores, abre la mano y pone los dedos tensos como si fuera a sujetar un hierro al rojo vivo, luego lo toma y aprieta y la mano comienza un movimiento más ágil, desesperado, tratando de aprovechar al máximo la escena en el menor tiempo posible, se pasa la lengua por los labios mientras imagina que la besa y menciona un nombre cualquiera.

Aquella persona que casi no puede detallar, cuyo nombre ni edad conoce, sólo que es una lejana silueta de mujer que entra a su casa a las cuatro y veinticinco, le brinda, desde hace meses, la única satisfacción del día. Cuando ella cierra la puerta, el Rolo la llama, grita, su cuerpo se mueve con espasmos y se crispa; luego deja escapar varios quejidos que se van apagando como el llanto de un recién nacido. Y regresa a la galera con las manos en los bolsillos a esperar la tarde siguiente.

Cuando le preguntamos por qué siempre ha de ser ésa, por qué no otra, cuál es la diferencia, se queda pensando, levanta los hombros, la mirada va de un lado a otro sin saber qué busca, mueve la cabeza negando insistentemente y dice que no puede explicarlo, sólo sabe que ella es especial.

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Susan Sontag, Diarios inéditos


Traducción de Ofelia Castillo

Del primer volumen de Diario, que será publicado por Farrar, Straus & Giroux en 2008 o 2009

Presentado por Ñ-Clarín en febrero de 2007


Los diarios de la gran intelectual neoyorkina que murió en 2004 y que aquí se anticipan en exclusiva, dan cuenta de su pasión vital e intelectual. Tales intensidades alimentan otra: la construcción de una personalidad con sus vacilaciones ("mi pobrecito ego") y su autosuficiencia. Su concepción literaria opuesta a la intención moralizante, el arte como vínculo de la locura, son ideas que se deslizan con un trasfondo de época donde caben Sartre, Mailer o Allen Ginsberg.

Cualquier persona que lea las anotaciones del diario personal de Susan Sontag —la más destacada intelectual neoyorkina de su generación— tendrá la impresión de que dedicaba todos sus momentos libres a escribir algo en él. Escribió en hojas para taquigrafía, en cuadernos escolares con espiral, en libros de tapas duras y hojas en blanco, y hasta en hojas sueltas. Esta mezcla de vida personal y vida intelectual podía encontrarse también oculta aquí y allá en el espacioso departamento de 24th Street y 10th Avenue donde pasó sus últimos años. Susan Sontag murió el 28 de diciembre de 2004, poco después de haber cumplido 72 años.

El interés de Sontag por llevar un diario tradicional —entradas con fecha, oraciones bien pensadas— fue intermitente. Hay verdaderos arranques de escritura típicamente de diario, pero son más frecuentes las listas: de películas vistas, libros por leer, lugares donde comer y beber en las ciudades que le interesaban; y listas de palabras, por lo general, inglesas, pero a veces también frases en francés, alemán, griego, italiano y español. Hay listas de escritores notables, poetas o pintores de cierto momento, todo anotado con la intensidad de una estudiante, una intensidad que conservó durante toda su vida.

En ciertos períodos, describe y explica detalles de su vida privada, y lo hace con ansioso cuidado; en otros, las relaciones íntimas apenas si son mencionadas. Los pasajes en que explora la escritura de una novela contribuyen a desdibujar aún más la línea entre el drama privado y las narrativas literarias o intelectuales. Vista a la luz de sus logros y su celebridad, la vida de Sontag parece tener una admirable coherencia. Su persona pública fue perdurable e indiscutiblemente suya. Pero en los diarios el esfuerzo por llegar a eso aparece una y otra vez: la reelaboración de su vida y de sus ideas, la concentración total, junto con la emoción que sentía cuando finalmente las cosas empezaban a ir bien. Con frecuencia medita sobre esta constante autoconstrucción, y por cierto algunos aspectos de su vida —la mezcla de cultura alta y cultura popular, el entusiasmo sexual, el apasionado intelectualismo— habrían de llegar a ser, a partir de los años 60, hitos representativos de la vida urbana.

La selección que sigue se inicia a fines de 1958, cuando Sontag está a punto de cumplir 26 años. Su casamiento con Philip Rieff se había vuelto problemático, y como tenía por delante una beca de un año para estudiar en el extranjero, Sontag pensó establecerse en Oxford, Inglaterra, pero en cambio se fue a París.


- 29 de Diciembre de 1958, París
St. Germain des Prés. La rutina del café. Después del trabajo, o cuando uno quiere escribir o pintar, se va a un café en busca de sus conocidos. Preferentemente con cita previa... Hay que ir a varios cafés, el promedio es cuatro en una noche. También, en Nueva York tenemos la comedia compartida de ser judío. En esta bohemia, en cambio, eso falta. No tan heimlich. En Greenwich Village, los italianos —el telón de fondo proletario contra el que los judíos desarraigados y los provincianos ponen en escena su virtuosismo intelectual y sexual— son pintorescos pero inofensivos. Aquí, merodean árabes turbulentos.

Los ratés, los intelectuales fracasados (escritores, artistas, falsos doctores). La gente como Sam Wolfenstein (matemático), con su cojera, su portafolio, sus días vacíos, su adicción a ver películas, su tacañería y su vida de vagabundo de la calle, su inhóspito domicilio familiar, del que huye, esa gente me aterroriza.

Harriet (Sohmers, escritora y modelo de artistas). La más bella flor de la bohemia americana. Nueva York. Judía. Departamentos de la familia en los 70 y los 80. Padre comerciante de clase media (no profesional). Tías comunistas. Ella misma coqueteó con el PC. Mucama negra. Escuela secundaria en Nueva York; Universidad de Nueva York; college en arte vanguardista, en San Francisco; departamento en Greenwich Village. Experiencia sexual temprana, inclusive con gente negra. Homosexualidad. Escribe cuentos. Promiscuidad bisexual. París. Vive con un pintor. El padre se muda a Miami. Vuelve a Estados Unidos. Empleo nocturno tipo "para exiliados". Poco a poco va dejando la escritura.

- 30 de Diciembre
Mi relación con Harriet me perturba. Quiero ser espontánea, irreflexiva, pero la sombra de sus expectativas sobre lo que es tener un affair me desequilibra, me hace actuar con torpeza. Ella con sus insatisfacciones románticas, yo con mis románticas necesidades y nostalgias... Un regalo inesperado: es hermosa. Yo no la recordaba hermosa, sino más bien corpulenta y fea. No lo es, en absoluto. Y para mí, la belleza física es enormemente, casi mórbidamente, importante.

- 31 de Diciembre
Escribir un diario. Es superficial entender el diario íntimo apenas como receptáculo de los pensamientos privados, secretos, algo así como un confidente sordo, mudo y analfabeto. Escribiendo el diario no solamente me expreso más abiertamente que con cualquier persona, sino que me creo a mí misma.

El diario es un vehículo para mi sentido de personalidad. El me presenta como alguien emocional y espiritualmente independiente. Por lo tanto (¡ay de mí!) no se limita a registrar mi vida cotidiana, mi vida real. Me ofrece, en cambio —en muchos casos— una alternativa a esa vida.

Siempre hay una contradicción entre el significado de nuestros actos hacia una persona y lo que, en el diario, decimos sentir hacia ella. Pero eso no significa que lo que hacemos sea superficial y sólo lo que nos confesamos a nosotros mismos sea profundo. Las confesiones (me refiero, desde luego, a las confesiones sinceras) suelen ser más superficiales que las acciones. Pienso ahora en lo que leí hoy sobre mí en el diario personal de H (cuando fui a 122 Bd. St-G para controlar su correo): una evaluación breve, injusta, impiadosa, en la que termina diciendo que en verdad yo no le gusto, pero que mi pasión por ella es aceptable y oportuna. Dios sabe que me dolió, y ahora me siento indignada y humillada. Rara vez sabemos lo que la gente piensa de nosotros (o mejor dicho, lo que la gente cree que piensa de nosotros)... ¿Me siento culpable por haber leído algo que no estaba destinado a que yo lo leyera? No. Una de las principales funciones (sociales) de un diario personal es esa: ser leído furtivamente por otras personas, las personas (por ejemplo, padres y amantes) sobre quienes uno se ha expresado con cruel sinceridad en el diario. ¿H leerá alguna vez estas palabras?

Escribir. Es inmoral escribir con la intención de moralizar, de elevar las pautas morales de la gente.

Nadie me impide ser una escritora, excepto la pereza. Una buena escritora.

¿Por qué escribir es importante? Principalmente por vanidad, supongo. Porque quiero ser esa persona, una escritora, y no porque haya algo que yo deba decir. Y sin embargo ¿por qué no habría de ser así? Con un pequeño fortalecimiento de mi ego —como el fait accompli que este diario brinda— lograré llegar a confiar en que yo (Yo) tengo algo que decir, algo que debe ser dicho.

Mi "Yo" es débil, cauteloso, demasiado cuerdo. Los buenos escritores son egotistas formidables, hasta el punto de llegar a la fatuidad. Los hombres sensatos, críticos, los corrigen; pero su sensatez es parasitaria de la fatuidad creativa del genio.

- 2 de Enero, 7,30 hs.
Mi pobrecito ego, ¿cómo te sentiste hoy? Me temo que no muy bien; algo magullado, lastimado, traumatizado. Oleadas calientes de vergüenza, todo eso. Yo nunca me hice ilusiones de que ella estuviera enamorada de mí, pero di por sentado que yo le gustaba.

- 19 de Febrero
Ayer (al anochecer) asistí a mi primera fiesta en París, en lo de Jean Wahl, y con la desagradable compañía de Allan Bloom. Wahl (un filósofo) satisfizo totalmente mis expectativas. Es un viejo pequeño y delgado, parece un pájaro, tiene cabello lacio y blanco y una boca grande de labios delgados; es casi hermoso, como Jean Louis Barrault (el actor), tendrá unos 65, pero es terriblemente distraído y desaliñado. Vestía un traje negro, muy amplio y gastado, con tres grandes agujeros en el trasero, a través de los cuales se le veía la ropa interior (blanca), y venía de dar una conferencia —sobre Claudel— en la Sorbona. Tiene una esposa tunecina, alta y bien parecida (de cara redonda y peinada con el pelo negro muy tirante hacia atrás), de la mitad de su edad, supongo que tendrá 35 o 40 años, y tres o cuatro hijos pequeños. También estaban Giorgio de Santillana (historiador de la ciencia); dos artistas japonesas, ancianas delgadas con sombreros de piel; un hombre de la revista Preuves; unos chicos que parecían sacados de un cuadro de Balthus, vestidos con ropas de Mardi Gras; un hombre parecido a Jean-Paul Sartre, sólo que más feo, que cojeaba, y que era Jean Paul Sartre; y muchas otras personas, cuyos nombres no significaban nada para mí. Conversé con Wahl y de Santillana y (inevitablemente) con Bloom. El departamento está en la rue Peletier, es fantástico: todas las paredes están dibujadas y pintadas por los niños y por artistas amigos; hay muebles oscuros y tallados, de Africa del Norte; hay diez mil libros, pesados manteles, flores, cuadros, juguetes, frutas. Me pareció un desorden más bien bello.

- 28 de Febrero
Escuché a Simone de Beauvoir hablar sobre la novela, anoche en la Sorbona (con (la periodista Irv) Jaffe). Es delgada y tensa, tiene pelo negro y es bien parecida para su edad, pero su voz es desagradable, me parece que es por el timbre demasiado alto y por la nerviosa velocidad con que habla. Temprano por la noche leí Reflejos en un ojo dorado, de Carson McCullers. Pulida, realmente económica y "bien escrita", pero a mí no me gusta la motivación por apatía, catatonia, empatía animal... (¡En una novela, por supuesto!)

- Comienzos de 1959, Nueva York
La fealdad de Nueva York. Pero me gusta aquí, y hasta me gusta Commentary (donde ella colaboró). En Nueva York la sensualidad se convierte completamente en sexualidad: no hay objetos a los que los sentidos respondan; no hay un río hermoso, ni hermosas casas, ni hermosa gente. Las calles huelen mal, y están sucias... Nada excepto comer, en el mejor de los casos, y el frenesí de la cama.

- 12 de Marzo, 16,15 hs.
No estoy en forma. Lo escribo aquí; escribo lentamente, y miro mi letra, que me parece bastante bien. Dos martini con vodka con Marty Greenberg (editor de Commentary). Siento la cabeza pesada. El cigarrillo sabe amargo. Tony y un tipo muy desabrido, de cara de requesón (Mike Harrington) conversan sobre el Test de Inteligencia de Stanford-Binet. Kleist es maravilloso. Nietzsche, Nietzsche.

- Nov. 19
El advenimiento del orgasmo cambió mi vida. Me he liberado, pero esa no es la mejor manera de decirlo. Lo más importante: me limitó, clausuró posibilidades, hizo que las alternativas fueran claras y duras. Ya no soy ilimitada, es decir, nada.

La sexualidad es el paradigma. Antes, mi sexualidad era horizontal, una línea infinita, capaz de subdividirse infinitamente. Ahora es vertical; hacia arriba, o nada.

El orgasmo concentra. Deseo escribir. El advenimiento del orgasmo no es la salvación sino mucho más; es el nacimiento de mi ego. No puedo escribir hasta que encuentre mi ego. Yo sólo podría ser un tipo de escritor: el tipo del escritor que se expone. Escribir es gastarse, es apostarse. Pero hasta ahora ni siquiera me gustaba el sonido de mi propio nombre. Para escribir, debo amar mi nombre. El escritor está enamorado de sí mismo... y construye sus libros a partir de ese encuentro y de esa violencia.

- Dic. 24
Mi deseo de escribir está conectado con mi homosexualidad. Necesito la identidad como un arma, para igualar el arma que la sociedad tiene contra mí. Eso no justifica mi homosexualidad. Pero me daría —lo siento— una licencia.

Ser rara me hace sentir más vulnerable

- Dic. 28
Hasta ahora yo había creído que las únicas personas que podía conocer en profundidad, o realmente amar, eran versiones o duplicados de mi propio nefasto yo. (Mis sentimientos intelectuales y sexuales siempre fueron incestuosos.) Pero ahora sé, y amo a alguien que no es como yo —por ejemplo, no es judía, no tiene el tipo de la intelectual neoyorkina— y no por ello con falta de intimidad. Siempre tengo conciencia de la condición de extranjera de I, de la falta de una experiencia compartida; y lo experimento como un gran alivio.

- 1960 (Entrada sin fecha)
Cogito ergo est

- Feb.
¿Cuántas veces les he dicho a algunas personas que Pearl Kazin (editora) fue una importante novia de Dylan Thomas? ¿Que Norman Mailer participa de orgías? ¿Que (F. O.) Matthiessen era raro? Todo eso es público, sin duda, pero ¿quién demonios soy yo para andar divulgando los hábitos sexuales de otra gente?

¿Cuántas veces me he recriminado a mí misma por eso, que es algo apenas un poco menos ofensivo que mi costumbre de darme importancia hablando de gente importante (¿cuántas veces hablé de Allen Ginsberg el año pasado, mientras estaba en Commentary?) y mi hábito de criticar si alguien me invita a hacerlo... Siempre he delatado a las personas. ¡No es de asombrarse entonces que haya sido tan exigente y escrupulosa con el uso de la palabra "amigo"!

- Domingo

Depresión, cansancio, laxitud tomo Benzedrina a las 17 taxi a Wash. Sq. encuentro con A. a las 18 cena en lo de Frank después café en Reggio.

- Marzo 8 (mediodía)
Via benzedrina, el impacto siempre presente de Irene, Dr. Puroshottam (académico hindú)
la semana pasada, las conferencias de esta mañana sobre la ética de Spinoza, la larga meditación sobre Kant que empezó en Octubre, la idea de ayer sobre la diferencia entre "la verdad que" y "la verdad sobre".

- 8 de Agosto
Domingo por la mañana

Debo ayudar a I. a escribir. Y si yo escribo, también, terminará esta inutilidad de sentarme y contemplarla y rogarle que vuelva a quererme.

Amar duele. Es como entregarse a ser desollado y saber que en cualquier momento la otra persona podría irse llevándose tu piel.

- Agosto 14
NO DEBERA TRATAR DE HACER EL AMOR CUANDO ESTOY CANSADA. SIEMPRE DEBO SABER CUANDO ESTOY CANSADA. PERO NO LO SE. ME MIENTO A MI MISMA.
NO CONOZCO MIS VERDADEROS SENTIMIENTOS. (¿Todavía?)

- 12/3/61
Tomar conciencia de los "sitios muertos" del sentimiento — Hablar sin sentir nada. (Esto es muy diferente de mi antigua autoaversión por hablar sin saber nada).

El escritor debe ser cuatro personas:

1) el chiflado, el obsédé

2) el imbécil

3) el estilista

4) el crítico

1) provee el material

2) le da salida

3) es gusto

4) es inteligencia

un gran escritor tiene las 4 cualidades — pero uno puede ser un buen escritor con solo tener 1) y 2); son las más importantes.

- 9 de Dic. de 1961
El miedo a envejecer nace del reconocimiento de que uno no está viviendo la vida que desea. Es equivalente a la sensación de estar usando mal el presente.

- (sin fecha)
Escribo para definirme —un acto de autocreación — parte del proceso de llegar a ser — en un diálogo conmigo misma, con escritores que admiro, vivos y muertos, con lectores ideales

Porque me da placer (una ''actividad'')

No sé con certeza para qué sirve mi trabajo

Salvación personal — las Cartas a un Joven Poeta, de Rilke.

- 12 de Set., 1962
Prematura docilidad, afabilidad de modo que la obstinación subyacente no emerja nunca. Esto explica el 80% de mi evidente coquetería, de mi vocación de seducir

- 16/10/62
Sentimentalismo. La inercia de las emociones. No son ligeras, no flotan. — Yo soy sentimental. Me aferro a mis estados emocionales.

¿O me aferro a mí misma?

- 27 de Julio, 1964
Arte = una manera de entrar en contacto con la propia locura. Mi necesidad de librarme de ella, una vez atrapada. Un original recién escrito, en el momento mismo en que se lo completa, empieza a oler mal. Es un cuerpo muerto; debe ser enterrado, embalsamado en la imprenta. Yo corro a poner en el correo el manuscrito en el momento mismo en que lo termino, aunque sean las cuatro de la mañana.

El peor de los crímenes: juzgar.

El mayor de los fracasos: la falta de cordialidad.

- (Escrito en un pedazo de papel, probablemente en 1964)

Me sentiré bien a las 7 de la mañana de hoy.

M. (Mildred Jacobsen, la madre de Sontag) nunca me contestaba, cuando yo era una niña. El peor castigo, y la peor de todas las frustraciones.

Ella siempre estaba "ausente", aun cuando no estaba enojada. (La bebida es un síntoma de esto).

Pero yo seguía intentándolo.

Ahora me sucede lo mismo con I. Y es más doloroso, porque durante cuatro años ella me contestó. Así que yo sé que puede.

Mis defectos:

— censurar (sic) a otros por mis propios vicios*

— convertir mis amistades en aventuras amorosas

— pedir que el amor incluya (y excluya) todo

*Pero quizás esto se torne morboso y obvio, llegue a una culminación, cuando lo que hay en mi interior se deteriore, ceda el paso, colapse, como por ejemplo: mi indignación ante los remilgos físicos de Susan (Taubes) y Eva (Kollisch).

- 17 de Nov., 1964
Cuando detectaba la envidia, me abstenía de criticar, a menos que mis motivos fuesen innobles, y mi juicio menos que imparcial. Era benévola. Sólo era maliciosa con los extranjeros, personas que me resultaban indiferentes.

Parece noble.

Pero por medio de eso yo rescataba a mis "superiores", los que yo admiraba, de mi desagrado, mi agresión. La crítica se reservaba para los que estaban "por debajo" de mí, para aquellos que yo no respetaba... Usaba mi poder de crítica para confirmar el status quo.

- (Sin fecha, probablemente 1964)
El éxtasis intelectual al que he tenido acceso desde mi infancia. Pero éxtasis es éxtasis. El "deseo" intelectual en comparación con el deseo sexual.

Se han vendido 6.085 ejemplares de Contra la Interpretación

Quedan 1.915 ejemplares de la primera edición.

- 26/3/65
El Arte Pop es Beatle art

Otro texto clave: Ortega, La deshumanización del Arte cada edad tiene su grupo etario representativo —el nuestro es la juventud— y el espíritu de la época es ser cool, deshumanizado, juego, sensación, apolítico Jasper John: Duchamp pintado por Monet

- 20 de Abril
Mi visión es tosca, le falta refinamiento, sensibilidad; este es el problema que tengo con la pintura.

Otro proyecto: Webern, Boulez, Stockhause. Comprar discos, leer, trabajar un poco. He sido muy perezoso. No dar entrevistas hasta que pueda mostrarme tan clara, segura y directa como Lillian (Hellman) en la Paris Review.

- 4 de Julio, Bled (Yugoslavia)
Mailer: cómo ser puro y ser también una estrella de cine En todos los escritores americanos modernos importantes se percibe una lucha con el lenguaje; es nuestro enemigo, no trabaja naturalmente en nuestro favor. (Completamente diferente en Inglaterra, donde el idioma se da por sentado.) Uno tiene que dominarlo, que reinventarlo.

- 17 de Set, (en un avión, rumbo a NY)
Sartre: "Cuando las opiniones de la gente son tan diferentes ¿cómo pueden ir juntos ni siquiera a ver una película?"

Beauvoir: "Sonreírles por igual a opositores y amigos equivale a rebajar nuestros compromisos a la condición de meras opiniones, y todos los intelectuales, ya sean de Izquierda o de Derecha, a su común condición burguesa."

- 8 de Nov.
Mi mayor placer de los últimos dos años ha surgido de la música pop (Los Beatles, Dionne Warwick, Las Supremes) y de la música de Al Carmines (actor, compositor, director, reverendo)

Un problema: la levedad de mi escritura; es magra, oración por oración; es demasiado arquitectónica, discursiva.

- (Mediados de Noviembre)
Mailer dice que quiere que su escritura cambie la conciencia de su tiempo. También lo quería D. H. L(awrence), obviamente.

Yo no quiero eso de mi escritura; al menos no en función de determinado punto de vista, visión o mensaje que yo trate de transmitir. Yo no pretendo eso.

Los textos son objetos. Quiero que afecten a los lectores, pero de todas las maneras posibles. No hay una sola manera correcta de experimentar lo que he escrito.

No estoy "diciendo algo"; estoy permitiendo que "algo" tenga una voz, una existencia independiente (una existencia independiente de mí).

- (Sin fecha, fines de 1965)
Lo desagradable de la retroalimentación: las reacciones de otras personas ante mi trabajo, la admiración o la crítica. No quiero reaccionar ante eso. Soy lo suficientemente crítica (y sé mejor que nadie lo que está mal).

Me gusta parecer estúpida. Así me doy cuenta de que en el mundo hay alguien más que yo.

Mi formación intelectual:

a) Knopf y M(odern) L(ibrary)

b) P(artisan) R(eview) (Trilling, Rahv, Fiedler, Chase)

c)Universidad de Chicago; P & A via Schwab Mckeon Burke

d) "Sociología" de Europa Central

Los intelectuales alemanes judíos refugiados: Strauss, Arendt, Scholem, Marcuse, Gourevitch, (Jacob) Taubes, etc. (Marx, Freud, Spengler, Nietzsche, Weber, Dilthey, Simmel, Mannheim, Adorno etc, etc.)

e) Harvard; Wittgenstein

f) los franceses: Artaud, Barthes, Cioran, Sartre.

g) Más historia de la religión

h) I: Mailer, anti-intelectualismo

i) Arte, historia del arte

Jasper (Johns)

(John) Cage

(William S.) Burroughs

Resultado final: ¿franco-judía cageiana?

- 4 de Enero 1966
En pintura la situación es difícil, igual que en la ciencia. Todos tienen conciencia del "problema", de lo que hay que modificar. Todos los artistas emiten, a través de su obra reciente, emiten "informes oficiales" sobre éste o aquel problema, y los críticos juzgan si los problemas elegidos son interesantes o triviales. (El método de Barbara Rose). Así Rosalind Krauss juzga que el flash y las latas de cerveza de Jasper son la solución a / o la exploración de un problema periférico (trivial) de la escultura actual: qué hacer con el pedestal... Mientras que se considera que la obra de Frank Stella es muy interesante porque constituye una solución a problemas centrales. Sin un conocimiento de la historia del arte más reciente y sus "problemas" ¿quién se interesaría por Frank Stella?

Los artistas trabajan codo con codo y todo cambia cada seis meses, a medida que llegan más "obras" de las diferentes academias. Uno tiene que mantenerse al día, tener un radar muy sensible. (Para ser destacado, para ser interesante).

Mientras que en literatura todo está texturado tan libremente. Uno podría saltar en paracaídas con los ojos vendados, y en cualquier lugar que aterrizara, indagando lo suficiente, con certeza encontraría algún valioso terreno inexplorado. Todas las opciones se extienden ante nosotros, apenas utilizadas.

Los únicos pensamientos que tengo que parecen ser "verdaderos" son los pensamientos sobre el pensamiento (y el sentimiento): sus contornos, su metodología, sus dilemas Los pensamientos sobre cómo las cosas están "en el mundo" (estimaciones de personas, arte, ideas políticas) no siguen siendo persuasivos durante mucho tiempo. ¡Uno vuelve a mirar esa realidad...!

- 1º de Junio
Una de mis emociones más fuertes y más cabalmente empleadas: el desprecio. Desprecio por los otros, desprecio por mí misma.

Soy impaciente (y desdeñosa) frente a las personas que no saben cómo protegerse, como defenderse. Mi mente = King Kong. Es agresiva, rompo todo en pedazos. Yo lo mantengo encerrado la mayor parte del tiempo; y me muerdo las uñas.

- 27 de Junio, París
Cuando se ponen en escena "happenings" por las noches, en las calles de Amsterdam, hay un riesgo. Provocan a la policía, "dicen" algo, tratan de hacer que suceda algo. (Más libertad, etc.)

En cambio, en Nueva York los "happenings" no sólo son apolíticos: no ponen nada en riesgo. Son ingeniosos ejercicios de irracionalidad, absolutamente inofensivos.

Si mi novela pudiera tener el ritmo, el alcance, la relevancia, de las dos últimas películas de Godard... La úlcera de Vietnam, el sonido de las ametralladoras que se va desvaneciendo...

- 6 de Agosto, Londres
Peter Brook: muy intenso, de voz aguda, ojos azul claro, casi calvo; usa pulóver negro con cuello de tortuga; tiene un apretón de manos cálido y generoso; su rostro es carnoso, suculento. Estudió con Jane Heap (la famosa dama de Little Review en los años 20) que vivió sus últimos años en Hampstead; alumna de Gurdjieff; Grotowski: unos 35 años como Caligari o el hechicero en "Mario and the Magician"

Nadie sabe nada sobre su vida sexual nunca fue crítico estudio yoga en la India durante cierto tiempo en su compañía, nadie le plantea sus problemas personales

- 9 de Agosto
¡Tengo la Novela!... Creo. Gracias a Brook y Grotowski, las últimas piezas han sido puestas en su lugar.

- (Sin fecha, fines de 1966)
Joe (Chaikin) me preguntó esta noche cómo me sentía cuando descubría que, digamos, las tres cuartas partes de algo que estoy escribiendo son mediocres, inferiores. Réplica: que me siento bien y sigo trabajando hasta el final. Estoy descargando lo mediocre que hay en mí. (La imagen escatológica de mi escritura.) Allí está quiero librarme de ella. No puedo negarla por un acto de voluntad. (¿O tal vez puedo?) Lo único que puedo hacer es darle su voz, "sacarla" fuera mí. Después puedo hacer otra cosa. Por lo menos sé que no tendré necesidad de volver a hacer eso.

- 6 de Abril de 1967
En California, un extranjero es un amigo (potencial) hasta que demuestre lo contrario; en NY, un extranjero es un enemigo hasta que demuestre lo contrario. Uno gasta un montón de energía en NY debido a ese hecho.

La vida ideal: hacer sólo cosas que sean indispensables.

Dos maneras de ser: un santo o un ladrón.

Mi imagen de mí misma desde los 3 o los 4 años de edad: la genial—schmuck (estúpida). Permito que cada una compense a la otra. Desarrollo relaciones para satisfacer principalmente a una o a la otra.

Sartre (véase Las palabras) la única otra persona que conozco que tenía esa "certeza" de ser genial. Viviendo ya su vida póstuma, desde la infancia. (La infancia de un hombre famoso).

Una suerte de suicidio: con la "obra" del genio uno sabe que cuando adulto escribirás su lápida. La lápida más gloriosa posible.

Sartre era muy feo, y lo sabía. Por lo tanto, no tuvo que desarrollar su "schmuck" para compensar a los otros por ser "el genio". La Naturaleza se había ocupado de ese problema en su lugar. No tuvo que inventar una causa para el fracaso o para el rechazo de los otros. Como yo, que me hice "estúpida" en mis relaciones personales
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Carlos A. Aguilera: La Parte Falsa.

Virgilio Piñera. Teatro Completo.
Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2002.

Los siervos (texto íntegro)

Carlos A. Aguliera en Fogonero Emergente

En la nota de presentación a la revista Poeta, de la que sólo se publicarían dos números, Virgilio Piñera escribe: "Poeta disiente, se enemista, contradice, da la patada y aguarda, a su vez, el bautismo de fuego. Poeta espera, necesariamente, el descubrimiento de su parte falsa."

Qué significa la "parte falsa" en la obra de Piňera: la ontología, lo ideológico, cierta picazón generacional, la historia?

Sin dudas, si un escritor cubano puede ser leído desde lo falso es precisamente Virgilio Piňera. No sólo porque sus textos se cruzan en una suerte de simulacro de género: hay más de boutade y desvío en su obra que lo estudiado hasta ahora, sino porque devienen "políticos" y sólo pueden ser entendidos desde el excedente, el jueguito bufo con todo, el contrarrelato.

Su Teatro Completo sería un ejemplo...

Sus personajes, más que pequeňos héroes nerviosos a la manera de Thomas Mann o Carpentier, son monstruos que dicen no, bichos tozudos, cucarachas. Dan la impresión de haber sido creados sólo para machacar, intervenir contra el sistema. A la vez, estar encerrados en él, no huir.

En La sorpresa, una de los textos menos afortunados escrito por Piňera en los aňos 60, un matrimonio de guajiros logra "usurpar" su casa gracias al trasquilamiento ideológico y la abolición de lo que, en una nota aparecida en Lunes de Revolución, Virgilio llamara pasado reaccionario.

Si traigo a colación esta pieza del autor de Aire frío es para resaltar sobre todo una cosa, ni siquiera en sus malas obras de teatro ―y tal como este tomo muestra no todas eran buenas― se disuelve esta tensión entre ley y caricatura, risa compleja y gravedad.

Juego de contrarios que se da en la personificación mesiánica de la ideología (el guajiro le enseňa a cada momento la foto de Fidel a la latifundista mientras habla de la bondad de las instituciones del estado, el apoyo masivo del proyecto 1959), y en el maniqueísmo "consciente" con que a contrapelo de la misma obra Virgilio resuelve todo. Como si un corte entre dos tiempos bastara para disolver el estereotipo con que está tapiňada la Historia. Como si un corte, entre escena y escena, pudiera "limpiar“ algo.

¿Puede un totalitarismo como el cubano asimilar esta "parte falsa" de la que venimos hablando, ese lado contracanónico que caracteriza la mentalidad-Piňera?

Pienso que no, y creo es la verdadera razón por la que una parodia como Los siervos, publicada en 1955 en la revista Ciclón, con su cadeneta de nombres rusos y burlitas a la demagogia socialista no figure en este libro (1).

Parodia que el mismo Virgilio intentaría "eliminar" de su teatro: ante la creciente uniformización de la vida cubana la desaparece de toda posibilidad de representación, y en su Diálogo imaginario con Sartre (más mea culpa que conversación) inscribe, refiriéndose a esta pieza: "Cuando los estudiantes dicen que la mayoría de los intelectuales no nos comprometimos, tengo que bajar la cabeza; cuando los comunistas ponen a Los siervos en la picota, la bajo igualmente. (...) Todo escritor tiene en su haber un Roquentin más o menos"...

Este Diálogo..., sin dudas, pronunciado diez aňos antes del caso Padilla y unos meses antes de las Palabras a los intelectuales en 1961, es uno de los documentos a estudiar sobre la relación ideología-miedo en el espacio civil de la isla.

Otra de las "virtudes" de esta edición es que deja fuera la primera obra de Piňera: Clamor en el penal (con un título que parece sacado de alguna película de Juan Orol) y En esa helada zona, escrita a posteriori de Electra Garrigó. Textos que hubieran servido para entrever los caminos que la-oscura-cabeza-negadora, como le gustaba decir a Lezama, intentaba antes de piezas como Jesús, El flaco y el gordo y El no...

Tampoco se incorpora lo que el mismo Rine Leal, antologador y compilador de esta selección, llamó hace más de una década Teatro inconcluso. Libro que trajo a flote una serie de mentalidades que sin dudas ayudaron a pensar el espacio Virgilio (espacio que se ha ido rellenando con el tiempo) y aportaron bocetos tan atendibles como ¿Un pico, o una pala? o Las siameses, para sólo citar las más delirantes.

Por cierto, a través de la introducción nos enteramos que los aňos de muerte-en-vida para Piňera, aproximadamente del 70 al 79, fecha en que murió biológicamente, y en los que fue reducido al más perverso de los anonimatos: no se le permitió publicar, viajar, y para colmo la ley 1249 castigaba con nueve aňos "la ostentación pública de homosexualidad", fueron aňos pastorales. Virgilio como buen viejito "se negaba a la jubilación", escribe Leal, y repartía su tiempo ―parece decir― entre amigos, traducciones de libros y partidas de canasta. Algo casi idílico si la realidad, por desgracia, no hubiera funcionado como una aplanadora.

¿Es posible entonces un Teatro Completo tan incompleto? ¿Una broma, más allá de la posibilidad de volver a leer a Piňera, tan perversamente colosal?

No, y evidentemente sólo en un país con tan alta concentración de poder, me gustaría pensar también de culpa, donde todo tiene que funcionar dentro de una fuerza despótica, esa esencia de ferretería tan propia al imaginario de Virgilio tiene que limitarse a las pequeňas censuras, a los escamoteos policíacos. Asumirlo completo sería imposible. Hay demasiada ficción contra-estado, desparpajo e intrascendencia en su obra. Demasiada parte falsa. Y ya sabemos que los regímenes "serios" no se pueden permitir ciertas cosas. De lo contrario, la literatura, más que panfleto, sería en algunos lugares sólo literatura.

(1) A propos, cuando hace algunos años atrás esta farsa (no tan falsa) fue montada por el grupo-teatro De la Luna, en La Habana, se le tuvo que extirpar fragmentos o/y alusiones para que pudiese “pasar” la censura del Gran Inquisidor cubano. Al respecto ver Tania Díaz Castro, Los siervos se rebelan?, Diario independiente Cubanet, 13 oct, 2000. http://www.cubanet.org/CNews/y00/oct00/13a11.htm

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