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¿Es posible huir del mal y a la vez ser la encarnación del mal mismo? ¿Entrar y salir del horror de la misma manera que un ratón atraviesa un hueco, que un chino se pierde en el horizonte? ¿Es posible huir del mal, en su variante política, y a su vez no poder escribir otra cosa: el mal como principio y final de todo, delirium? Si tuviese que pensar un nombre que resumiera estas preguntas, diría simplemente, Joseph Roth.
No sólo porque La marcha Radetzky, su libro más conocido, es una mezcla de mitos judíos con ideología. En este caso la ideología plural y “kakánica” que encarnaba el imperio austrohúngaro inmortalizado por Musil en su extraordinaria novela, sino por pequeñas obras maestras como Confesión de un asesino, todo un repaso a la caricatura política de los diferentes lugares del imperio, u Hotel Savoy, una metáfora de la relación individuo-masa en un contexto opresivo. O por panfletos como El Anticristo (Ediciones Península, Barcelona, 2002), uno de los mejores punzonazos contra la cultura de la máquina, ésa que encarnaban el cine, los periódicos, el vivir rápido que además de Roth “denunciaron” otros en la época, y contra el tercer reich, siempre tan dispuesto al chantaje entre romanticismo y tecnología.
Roth, que había nacido en Brody en 1894, ciudad frontera con Rusia, y en el breve transcurso de su vida (murió en Paris meses antes de cumplir los 45 años...) había sido monárquico, comunista, anarcointelectual, homeless, defensor y detractor de los rituales judíos, periodista, supo ver como muy pocos el despotismo que comenzaba a devastar a la antigua Prusia, a Europa.
Su anticristo, mucho más cerca del Nosferatu de Murnau que del übermensch de Nietszche, no es más que un viaje imaginario e irónico por el desastre de los “nuevos tiempos”, dominado según él por Hollywood –a la que repetidas veces llama HölleWut, rabia del infierno–, los totalitarismos (el alemán, el ruso...) y el diablo. Diablo que había llegado en forma de Hitler a Berlin, donde Roth había vivido ininterrumpidamente doce años antes de marcharse a los hoteluchos de la ciudad luz, y donde más que el odio al judío, comenzaba ya todo un proyecto de estado contra la diferencia, lo otro.
Escribe: “No reconocemos al Anticristo, porque se nos presenta con el ropaje del pequeño burgués (...). Según la idea legendaria que teníamos de él, debería haber venido con arreos infernales, con los atributos que nos cuenta la tradición: cuernos, cola y pata renca, con el hedor de la pez y el azufre, con todo el aparato teatral que nuestra fantasía infantil requiere de un ser de su especie y procedencia. El hombre no quiere imaginar que puede sucumbir por obra de otro ser igual, similar o equivalente a él.”
¿Qué significa sucumbir en un contexto donde el horror comienza a hacerse masivo y no existe otra salida que ir hacia ninguna parte, tal y como a Benjamin, Brecht, Klaus Mann y al mismo Roth le sucediese?
El anticristo, que como detalle sarcástico va ensamblando el cruce de cartas entre el periodista Joseph Roth y su editor, al que llama más de una vez “Poderosísimo señor de las mil lenguas” resuelve esta pregunta precisamente al final del libro, cuando el jefecillo lo echa del periódico y dice, ha “comenzado mi tiempo, nuestro tiempo”. Es decir, la alianza estado-pueblo-intelectuales... tal como otra víctima de la barbarie, Sandor Marái, denunció de manera elocuente años más tarde en la segunda parte de sus memorias. Alianza que no dejaría siquiera un huequito para todo aquel que quisiese mantenerse fuera o en su antigua vida, bautizada memorablemente por el gran Zweig como el “mundo de ayer”. Alianza entre los mediocres y los criadores de pollos, como las malas lenguas llamaban a Himmler...
Der rote Joseph, como Roth firmaba algunos de sus artículos más virulentos, no llegó a ver por suerte como los nazis mataban a su esposa, en aplicación de la «ley de eutanasia del reich» contra personas consideradas inferiores o enfermos mentales, y por supuesto, tampoco supo del exterminio de toda su familia en el campo de concentración de Bergen Belsen. Para esto, Roth se camufló bajo tres cosas que serían fundamentales en su vida. La literatura, que lo mantuvo activo hasta el final, antes de sucumbir en la sección de pobres y sin familias en un hospital francés. El destino, que lo hizo «viajar» (no es precisamente El anticristo tambien un libro de viajes?) antes que las tropas alemanas tomaran París..., y el alcohol. Pasión que no sólo lo hizo ser lúcido y sarcástico contra todo aquello que lo violentaba. Sino, contra sus propios demonios. Esos que todos tenemos dentro y de alguna manera nos cuesta tanto trabajo reconocer.