Héctor Antón Castillo: Vía Crucis de una Bienal (Apuntes de un viaje hacia ninguna parte)


Héctor Antón Castillo, periodista y crítico de arte. Vive en La Habana. En julio publicamos: ¿Cómo dorar la píldora del caos? o Las travesías imaginarias de Kcho.

Enarbolando el lema: "dinámicas de la cultura urbana", la Novena Bienal de La Habana (marzo-abril 2006) intentó volcar el arte hacia la calle, una alternativa bastante coherente de acuerdo al deterioro de los recintos expositivos habaneros, muchos de los cuales se mantuvieron clausurados o semiutilizados durante el transcurso del evento.

A partir del contrapunto entre el afuera y el adentro, el trayecto visual oscilaría entre lo público y lo privado como ejes principales sobre los que giraría el conjunto expositivo. Por otra parte, la estrategia curatorial siguió otros derroteros como acatar la presencia del tema en otros encuentros internacionales de arte contemporáneo; así como darle continuidad al slogan "el arte con la vida" que identificó la edición anterior.

Sin embargo, la elección institucional de invadir el ámbito público se contradice con respecto a su política cultural, pues todos los esfuerzos de la institución-arte en Cuba se encaminan hacia la consolidación de una producción visual facturada para exhibirse en galerías destinadas para garantizar un mercado seguro. Bajo el signo de estas confluencias y paradojas, se inició el proceso de selección y maduración de los fragmentos que articularían el cuerpo del mayor suceso de las artes visuales en Cuba.

Entre el rumor y la duda transcurrió la anunciada participación de Spencer Tunick como uno de los invitados de lujo a la muestra oficial. Los inocentes manejaron la posibilidad de que el fotógrafo neoyorquino haría otra de sus intervenciones de cuerpos desnudos emplazados en la vía pública. En cambio, los escépticos se cuestionaban hasta qué punto la circunstancia insular desataría la imaginación del artista.

Otros especulaban acerca del impacto que provocaría escoger como sitio de la acción el monumento al apóstol José Martí en la Plaza de la Revolución, símbolo donde se funden la transparencia espiritual del legado martiano esculpido en mármol junto a las huellas de las multitudinarias concentraciones populares de fidelidad al socialismo cubano.

Casualmente, poco antes de la apertura habanera, Tunick intervino con alrededor de mil quinientos voluntarios la estatua al prócer independentista Simón Bolívar en una céntrica Avenida de Caracas. Pero las suposiciones de una oportuna correspondencia política y artística entre Venezuela y Cuba quedaron truncas al verificarse la realidad del hecho consumado.

La revolución nudista de Spencer Tunick no consiguió arrebatarle su eterno protagonismo a la revolución uniformada de la isla. Lo que pudo ser el escándalo legitimador de la Bienal, derivó únicamente en un conjunto de fotografías enclaustradas y pixeladas en un pequeño espacio del Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam. Frente al residuo de la desinhibición, las masas de espectadores observaban desconcertados el silencioso momento de la libertad desde un encierro virtual y real generado por la percepción.

En el acto de recluir lo público en lo privado a expensas de la mutilación performática, la exhibición del siempre espectacular Tunick se convirtió en la metáfora curatorial de la Bienal, donde el grueso de las propuestas constituían el saldo documental de gestos y acciones solo capaces de trascender desde lo efímero de su incidencia en medio de la cosa pública.

Una de las intenciones cercanas a la pauta curatorial estuvo a cargo de Ingrid Falk y Gustavo Aguerre. El dúo sueco FA+ recubrió con una pátina dorada alcantarillados, hidrantes para incendios, pedazos de contenes y otros accesorios públicos en una tentativa de estetizar lo feo o deteriorado de la ciudad.

Siguiendo la fórmula explotada en la década del noventa por el artista belga Wim Delvoye de contraponer lo glamouroso y lo grotesco, la intervención se trocó en un atrezzo urbano de mal gusto e incapaz de provocar una mínima reflexión.

Detectando estos brochazos dorados en la creciente suciedad habanera, los seguidores del arte contemporáneo reafirmaban a cada paso el fracaso de un remake postminimalista carente de gracia o perversidad. De este modo, la escasez irónica del gesto se robustecía en una evidencia palpable en reiteradas obras de la Bienal: el divorcio entre la ingenuidad de las propuestas foráneas y la complejidad política, social y humana del espacio intervenido.

Contra el infantilismo estratégico de asumir una Bienal como si se tratara de una descarga local se pronunció el artista cubano Eduardo Ponjuán. Este admirador de Xu Bing, Gu Wenda y Cai Guo Quiang dispuso en La Casona de la Plaza Vieja sendas instalaciones donde utilizó los envoltorios de las guaguas Yutong donadas a Cuba por los chinos en fecha reciente.

La obra más sugerente de la Bienal fabulaba en torno al vacío que media entre la imaginería popular y los rejuegos políticos. Curiosamente, una de las carpas estaba virtualmente "sostenida" por globos que reventaban con frecuencia dejando inconclusa la pieza para muchos espectadores.

Así, los globos imposibles de la utopía, emparentaban el engaño del arte con las improvisadas maniobras de sobrevivencia periféricas. ¿ Acaso yo hablo en chino ? y Amores con la china de una taza de porcelana, logran movilizar en un trayecto mental esos viajes de ida y vuelta donde los habitantes de una ciudad detenida en el tiempo caminan sin avanzar, trocando los sueños y las pesadillas como si todo no fuera más que una ilusión.

Desde su estreno en 1984, las bienales de La Habana le han ofrecido cobertura al llamado arte de las periferias marginado de los centros hegemónicos. De hecho, este tipo de producción constituye la esencia de su memoria visual. Demasiado fiel a sus presupuestos históricos, la novena versión daba señales de ahogarse entre crónicas tercermundistas privadas de incitar un cuestionamiento más allá de sus precarios límites.

"Esto es lo que nos toca y lo que debemos legitimar", sería la consigna de una opción curatorial deudora de conceptos tan manoseados en la nomenclatura de la abstracción política como diversidad, utopía e identidad. Ello prueba que mientras no cambie el diseño de la política estatal, la estrategia de la institución-arte en Cuba se verá impedida de tomar un rumbo diferente.

Intervenir con piezas en distintos soportes la Terminal Ferroviaria La Coubre constituyó una de las tentativas curatoriales atendibles en el contexto de la Novena Bienal de La Habana. Este proyecto concebido por el arquitecto cubano Augusto Rivero pretendió transformar la agonía de una sala de espera en un acontecimiento artístico que abordara la temática del viaje.

La premisa conceptual de la elección del espacio como idea se cumplía por varias razones. En primer lugar, debido a que viajar es la utopía mayor para los perdedores sociales de la isla. En segundo orden, porque obligaba a meditar sobre el anhelo de movimiento desde la quietud de su misma imposibilidad.

La dinámica de un viaje, no pudo aglutinar un elenco sólido de creadores suficientes para concretar el acierto de su esbozo como proyecto. Su fracaso visual e interactivo puso de manifiesto la apatía de reconocidos artistas cubanos hacia una oportunidad de participar en un apéndice prometedor de la Bienal. Otra vez la ficción sucumbió ante la absurdidad de una sala de espera de una terminal ferroviaria anclada en un espacio y tiempo inmutables.

Si consumir la decadencia nuestra de cada día fue una actitud común en las propuestas de la Bienal, este malogrado intento de estetizar el caos contribuyó a sobredimensionarla desde la indigencia formal de su puesta en escena.

Un "caso aparte" devino la manipulación del tema de la marginalidad con tintes demagógicos. En este sentido, las palmas se las llevó el cubano Roberto Diago. Hacinada en una galera de la antigua prisión de La Cabaña, su ciudadela era una aglomeración de casitas destartaladas y malolientes que perseguían reconstruir el aura de un barrio pobre.

El poder de tu presencia, reflejó el cinismo de reivindicar la magia espiritual de un sector de la población que arriesga su estricto margen de libertad por superar el retraso material.

Entre los invitados extranjeros sobresalió la presencia de Shirin Neshat. En la planta alta de la Fototeca de Cuba, la artista iraní residente en Nueva York mostró su video Zarin: la historia de una pálida y raquítica prostituta de oficio que cuando sale a la calle tiene la visión de hombres sin rostros apareciendo por todas partes.

Basada en la novela Mujeres sin Hombres de Sharnush Parsipur, la pieza de Neshat transita orgánicamente de lo privado a lo público, retratando a una ciudad donde la culpa y el horror de sus transeúntes solo encuentran cobija en las fantasmagorías que brotan de cualquier esquina.

A pesar de la agresiva belleza de esta videoinstalación, el público habanero interesado en las artes visuales se quedó con las ganas de disfrutar en vivo las fotografías de Shirin Neshat. Esas "paradojas psicológicas" de la mujer islámica que solo se conocen en la isla a través de los relatos y catálogos de los viajeros que regresan. De cierta manera, ocurrió algo similar a la frustrada intervención de Spencer Tunick que tantas personas esperaban.

Paul Virilio sostiene que el arte de Lucy Orta es una especie de signo de alarma: ropa sintomática de un drama, el drama de la supervivencia en la ciudad bajo condiciones normales. Acatando este dictamen, la iniciativa de traer a la artista francesa estaba suficientemente justificada. La Habana es un paraíso de la complicidad premeditada: una urbe donde casi todo el mundo procura valerse de una compañía o de una imagen para salvarse. Es decir: que abundaba el pretexto social para comprobar la razón de ser espacial de una obra difícil de activarse entre cuatro paredes.

Traducida en otra desilusión interactiva, esta colección de residuos motivó que el entusiasmo de Virilio cediera ante el desencanto de Umberto Eco cuando nos advierte: "El esteticismo consiste en creer que el arte es la vida y la vida el arte, confundiendo las zonas. Engañándose".

Exhibidos como reliquias del diseño contemporáneo, los vistosos trajes-refugio de Lucy Orta no decían nada desde su cautiverio museográfico. En estas condiciones de extrema frialdad, desaparecía el aura procesual de ficciones creíbles producto de la calidez de su interconectividad humana en tiempo real.

Una de las contadas oportunidades en que la Bienal abandonó los recintos de la Fortaleza de San Carlos de La Cabaña se produjo en una acción de trabajo comunitario emprendida por el pintor y ceramista José Fúster en el barrio de Jaimanitas. Situado al oeste de la capital, esta zona costera habitada por gente de pueblo, se vio cubierta por los mosaicos multicolores de quien asume sin prejuicios elitistas la frescura espontaneidad del artesano cultivador de un barroco tropical.

En contraposición al vendaval de piezas falsamente conceptuales que atestaron las bóvedas de La Cabaña, esta mezcla de sobreabundancia y desparpajo propone lo auténticamente popular desde la perspectiva de quien se arriesga a defraudar sin exponerse a engañar. De noche, las losas vidriadas de Fúster iluminan los callejones oscuros donde han sido colocadas. ¿Serán éstas las únicas luces que perdurarán después de ser relegada al olvido la Novena Bienal?

Más que el concepto de una bienal temática, lo que volvió a prevalecer fue la imagen de un espectáculo visual presto a toda clase de disgresiones e interferencias. Afortunadamente, el recuento de las muestras colaterales demostró que la crisis de la institución-arte en Cuba no se extiende como una epidemia para contagiar a todas las individualidades artísticas y culturales de la isla.

En el aspecto curatorial, el Proyecto personal coordinado por Beatriz Gago permitió acceder a piezas notables de Ernesto Leal, Luis Gómez y James Bonachea. La exhibición ocupó tanto el lobby como el ascensor del Museo Nacional de Bellas Artes. Esta fue una de las raras ocasiones en que artistas provenientes de este lado del mundo descartaban la condición periférica como medio y fin de mirar el entorno vital sin considerar una perspectiva global.

El experimentado Flavio Garciandía llegó de su "exilio de terciopelo" en la Ciudad de México dispuesto a completar su "proyecto colectivo" titulado Auge o decadencia del arte cubano en la Sala Transitoria del Museo Nacional. Este work in progress aparentemente complejo desde la perspectiva de su entramado procesual tuvo una recepción tan fríamente snob como su propia concepción.

La propuesta de Flavio consistió en improvisar un estudio de pintor con un enorme lienzo diseñado mediante barras verticales de variados colores. Secundado en el papel por un amplio listado de artistas cubanos que lo ayudarían a terminar el cuadro, la acción plástica devino una parodia a la ejecución de un mural colectivo virtual que permitiría reconciliar en tiempo y espacio a creadores de diferentes generaciones, presupuestos estéticos, lugares de residencia y posiciones políticas.

Polémica y cuestionada, la farsa que engloba esta pieza arremete contra el sueño de pensar en una futura reconstrucción de la cultura cubana con todos y para el bien de todos. Su vacío implica la constancia de reconocer la fragilidad de construcciones mentales como identidad y desarraigo, rebeldía y consenso, veracidad y engaño.

A contrapelo de sus matices serios, la finalidad del gesto no pretendía llegar a ninguna parte, ni detonar ningún tipo de alarma ética o estética. Quizá sin proponérselo, Flavio Garciandía plasmó con su utopía conscientemente fallida lo que con tanto esfuerzo se planteó como meta sin alcanzarla la nueva directiva de la Bienal.

"El arte es todo y, a la vez, nada" -parecía declarar el pintor entre dientes al ritmo que saludaba a los fans y se movía de un lado a otro del improvisado taller derrochando una irónica credulidad.

Pero la alegoría del descalabro de la Bienal no se configuró desde la abstracción gestual sino desde la fisicalidad del objeto. El Faro tumbado pero encendido de Los Carpinteros representaba al patrón urbano por excelencia atravesado en el suelo de una galería en penumbras.

Retomando un símbolo parodiado en el arte de los ochenta como emblema identitario de un nacionalismo a ultranza, Marco Castillo y Dagoberto Rodríguez ilustraron el cansancio del vigía que aún perdido mantiene una fe ciega en la luz del mirador que le revela a primera vista los obstáculos visibles.

Otra de las piezas notorias de artistas que no formaron parte de la muestra oficial resultó el Espejismo de Humberto Díaz instalado en el patio interior de la Academia de Artes Plásticas de San Alejandro. Este paisaje tridimensional de una inundación encarnaba la imagen de cómo una apariencia sobrecogedora puede ocultar la esencia de un caos irreversible.

De un primer golpe de efecto, la causa del estrago se debe al impacto de la naturaleza que muy pronto será neutralizado por la mano del hombre. Solo que esta epidermis de la imagen resulta demasiado engañosa.

Después de obviar los ardides visuales de este environment, caemos en la cuenta de que su mismo título encierra una lógica paradójica evidente. Porque esas aldeas portátiles que no soportan los mínimos embates de las aguas y el viento, permanecen en un estado de inundación más mental que física, donde casi no hay espacio disponible para recapitular en la ambigüedad de los espejismos reales.

Avalado por las licencias que otorga las fronteras borrosas entre el arte y el no-arte, el proyecto de los refrigeradores confirmó una preocupante verdad: basta poseer un demonio aglutinador y la astucia de conseguir financiamiento para ingresar en el contexto expositivo de una Bienal de La Habana.

Según cuentan algunos participantes, la única exigencia residía en facilitarle a los artistas que pudieran hacer con estos artefactos domésticos lo primero que se les ocurriera. Esto debilitaba el rol pensante del curador, pero ofrecía el derecho a equivocarse o acertar sin responder a la cláusula de lo políticamente correcto. Aunque esta contrapartida al exceso de fotografía y video de la exhibición central, necesitó vencer un arduo proceso de negociación institucional para concretarse finalmente.

Manual de instrucciones transitó de lo sublime a lo ridículo con esa tranquilidad que brinda la opción de montar un show sustentado por ese gran desecho llamado "circunstancia periférica". Desde el General eléctrico ostentando una insignia patriótica de los hermanos Alejandro y Esteban Leyva hasta el refrigerador de Kcho atravesado por remos como si fueran los dardos de cupido o la cabeza de Jean Michel Basquiat, la muestra emplazada en el Convento de Santa Clara de la Habana Vieja tuvo una notable repercusión nacional e internacional. Además, reafirmó que evadir la retórica iconográfica con soluciones autónomas de la producción seriada, constituye un reto insuperable para ciertos artistas cubanos que gozan de apoyo institucional.

No corrió la misma suerte el proyecto Zona de contacto, una proposición para nada indecente de la curadora independiente Beatriz Gago. La idea era montar una Sex-Shop en un local de Centro Habana en el que se fabrican trofeos. Aquí cualquier tipo de público tendría la posibilidad de consumir arte erótico, simulando una visita a esos antros del vicio que no existen legalmente en Cuba.

Se intentaba establecer un vínculo entre el contenido sutil de piezas en distintos soportes y el imaginario vital de los habaneros. Pero esta sospechosa utopía acabó con la paciencia de los directivos de la Bienal. La censura que sufrió el proyecto Zona de contacto impidió que muchos creadores probaran la ductilidad de sus ocurrencias en un ambiente inusual. Tales fueron los casos de Lázaro Saavedra, Tania Bruguera o Ezequiel Suárez, así como los jóvenes Carlos José García, Katiuska Saavedra, Analía Amaya y Denys Izquierdo, entre otros.

La Novena Bienal de La Habana no pasó de ser un pretexto ideal para que las artes visuales ocuparan un lugar de preferencia en los medios de difusión masivos de la isla durante el mes que abarcó su realización. Nunca antes había estado tan desprovisto de obras el Centro de Arte Wifredo Lam. Tampoco la nómina oficial cubana incluyó a semejante cantidad de artesanos sin máscaras, privados de un imaginario contemporáneo suficiente para trascender su status de vendedores de piezas decorativas.

Aquella "mística de la Bienal" de la que hablaba Llilian Yanes cuando era su principal animadora, sucumbió fulminada por un turbión de propuestas menores acogidas por todo un gastado repertorio de ideologemas tercermundistas. Esta fue la peor Bienal de cuantas se han efectuado hasta el presente. Como los personajes de Esperando a Godot en la célebre pieza teatral de Samuel Beckett, solo nos resta esperar, seguir esperando.