el día del aDIÓs (diario argeNtino)
witold gombrowicz, polonia, 1904-1969. novelista y dramaturgo. ferdydurke (1937) transatlántico (1952) pornografía (1960) cosmos (1965) diario argentino (1967)
XII
8 de abril
El puerto. Un café en el puerto, próximo al gigante blanco que habrá de llevarme... una mesita frente al café, amigos, conocidos, saludos, abrazos, cuídate, no nos olvides, saluda de nuestra parte a... y de todo aquello la única cosa que no murió fue una mirada mía, que por motivos desconocidos me restará para siempre; miré casualmente al agua del puerto, por un segundo percibí un muro de piedra, un farol en la acera, al lado un poste con una placa, un poco más allá las barquitas y las lanchas balanceándose, el césped verde de la orilla... He aquí cuál fue para mí el final de la Argentina: una mirada inadvertida, innecesaria, en una dirección casual, el farol, la placa, el agua, todo ello me penetró para siempre.
Estoy ya en el barco. Se inicia la marcha. Se aleja la costa y la ciudad emerge, los rascacielos con lentitud se sobreponen unos a otros, las perspectivas se desdibujan, confusión entera de la geografía –jeroglíficos, adivinanzas, equivocaciones– todavía se presenta "La Torre de los Ingleses" de Retiro, pero en un lugar que no le corresponde, he aquí el edificio de correos, pero el panorama es irreconocible y fantasmagórico en su enredo, algo de mala fe, prohibido, engañoso, como si malignamente la ciudad se cerrara frente a mí, ¡sé ya tan poco de ella!... Me llevo la mano al bolsillo. ¿Qué sucede? Me faltan los doscientos cincuenta dólares, que había llevado conmigo para el viaje, me palpo, corro al camarote, busco, quizá en el abrigo, en el pasaporte, no, no hay nada. ¡Diablos! Tendré que cruzar el Atlántico con los pocos pesos que me han quedado, ¡una suma aproximadamente equivalente a tres dólares!
Pero allá, afuera, la ciudad se aleja, concéntrate, no permitas que te despojen de esta despedida, corro de nuevo a cubierta: ya sólo se veían oblicuamente en el extremo de la superficie del agua los indeterminados torbellinos de la materia, una nebulosa calada tejida acá y allá con un contorno más claro, mi vista ya nada captaba, tenía frente a mí un plasma en el que se adivinaba cierta geometría, pero era una geometría demasiado difícil... Esta dificultad, sin cesar creciente y opresora, acompañaba al murmullo del agua surcada por la proa de la nave. Y a la vez los doscientos cincuenta dólares perdidos se sumergían en los veinticuatro años de mi estancia en la Argentina, aquella dificultad se desdoblaba en ese momento en veinticuatro y dos cientos cincuenta. ¡Oh matemática misteriosa y engañosa! Doblemente robado fui a recorrer el barco.
La cena y luego la noche que mi gran fatiga merecía. Al día siguiente salí a cubierta, murmullo, agitación, azul del cielo, océano surcado profundamente, florecimiento tempestuoso de la espuma en el espacio corroído por la demencia incesante de un movimiento violento, la proa del Federico apunta al cielo y vuelve a hundirse en el abismo de agua, chorros de agua salada. no es posible permanecer parado sin asirse de algo... allá a la izquierda, a unos quince kilómetros de distancia la costa del Uruguay, ¿serán aquellas acaso las montañas que conozco, las que rodean Piriápolis?... Sí, sí, y ahora ya se ven los cubitos blancos de los hoteles de varios pisos de Punta del Este y, juro, hasta llega a mí el brillo intenso que produce el sol al reflejarse en el cristal de los automóviles –brillo agudo de largo alcance. Ese brillo procedente de un automóvil en alguna bocacalle fue el último signo humano emitido para mi desde la América que conozco, me llegó como un (grito en medio del desorden enorme del mar, bajo un cielo embrujado que intensificaba la confusión total. ¡Adiós América! ¿Cuál América?
La tormenta con la que nos saludó el Atlántico no era nada habitual (me comentó después el steward que desde hacía mucho tiempo que no había visto otra semejante), el océano era omnipotente) el viento ahogaba. y yo sabía que en este desierto enloquecido surgía ya delante de mi, indicada por nuestra brújula Europa. Sí, se acercaba y yo no sabía aun qué dejaba tras de mí. ¿Cuál América? ¿Cuál Argentina? Oh, ¿en realidad qué fueron esos veinticuatro años? ¿Con qué regresaba a Europa? De todos los encuentros que me aguardaban había uno especialmente molesto... tenía que encontrarme con un barco blanco... salido del puerto polaco de Gdynia con rumbo a Buenos Aires..., tenía que encontrarme inevitablemente con él, tal vez dentro de una semana, a mitad del océano. Era el Chrobry. El Chrobry de agosto de 1939 en cuya cubierta me hallaba con el señor Straszewicz y el senador Rembielinski y el ministro Mazurkiewicz... ¡alegre compañía!... sí, sabía que tenía que encontrarme con aquel Gombrowicz rumbo a América, yo Gombrowicz el que partía ahora de América. Cuánta curiosidad me consumía en aquel entonces, ¡monstruosa!, respecto a mi destino; sentía entonces mi destino como si estuviera en un cuarto oscuro, donde no se tiene idea con qué va uno a romperse la nariz. ¡Qué hubiera dado por un mínimo rayito de luz que iluminara los contornos del futuro...! y heme aquí acercándome a aquel Gombrowicz, como solución y explicación, yo soy la respuesta.
¡Pero seré una respuesta a la altura de la tarea? ¿Seré capaz de decirle algo al otro cuando el barco emerja de la brumosa extensión de las aguas con su chimenea amarilla y potente, o tendré que permanecer callado...? Sería lastimoso. Y si aquél me pregunta con curiosidad:
–¿Con qué regresas? ¿Quién eres ahora?... –yo le responderé con un gesto de perplejidad y las manos vacías, con un encogimiento de hombros, quizás con algo parecido a un bostezo:
–¡Aaay, no lo sé, déjame en paz!
El balanceo, el viento, el murmullo, el enorme encrespamiento de las olas bullentes y turbias se funden en el horizonte con el cielo inmóvil, que con su inmovilidad inmortaliza la liquidez. . y a lo lejos, a la izquierda, aparece vagamente la costa americana, como un preámbulo al recuerdo... ¿seré incapaz de dar otra respuesta? ¿Argentina? ¡Argentina! ¿Cuál Argentina? ¿Qué fue eso? ¿Argentina? Y yo... ¿qué es ahora ese yo?
Mareado, porque la cubierta se me escapa bajo los pies en todas direcciones, me aferro a la barandilla, titubeo, me dejo llevar por el torbellino, aturdido por el viento; a mi alrededor: rostros verdes, miradas turbias, figuras encogidas. Me suelto de la baranda y realizando un milagro de equilibrio, avanzo. .. de pronto miro, hay algo en una tabla de cubierta, algo pequeño.
Un ojo humano. No hay nadie, sólo junto a la escalera que conduce a la cubierta del puente un marinero que mastica chicle.
Le pregunto:
–¿De quién es este ojo?
Se encoge de hombros.
–No lo sé, sir.
–¿Se le cayó a alguien o se lo arrancaron?
–No vi a nadie, sir. Está ahí desde la mañana; lo habría levantado y guardado en una cajetilla, pero no puedo apartarme de la escalera. Iba a continuar mi marcha interrumpida hacia mi camarote, cuando apareció un oficial en la escalera de la escotilla.
–Aquí en cubierta hay un ojo humano
Manifiesta gran interés:
–¡Diablos! ¿Dónde?
–¿Piensa usted que se le haya caído a alguien o que le fue sacado?
El viento me arrebataba las palabras, había que gritar, pero el grito también huía de la boca, se hundía irremisiblemente en la lejanía. Seguí caminando; oí un gong que anunciaba el desayuno. El comedor estaba vacío, el vómito general había hecho desertar a toda la gente. Éramos sólo seis audaces, con la vista fija en el "bailoteo" del suelo y en la inverosímil acrobacia de los camareros. Mis alemanes (porque desgraciadamente me sentaron con un matrimonio alemán, que habla tanto español como yo alemán) no aparecieron. Pedí una botella de Chianti y los doscientos dólares se me clavan una vez más como un enorme alfiler. ¿Con qué voy a pagar la cuenta que ahora estoy firmando? Después del desayuno envío un radiotelegrama a mis amigos de París para que me giren al barco doscientos dólares. Viajo cómodamente, tengo un camarote exclusivamente para mi, la cocina como antaño en el Chrobry es excelente, puro placer... ¿No morir? ¿Qué es este viaje sino un viaje hacia la muerte?... Las personas de cierta edad ni siquiera deberían moverse, el espacio está demasiado relacionado con el tiempo, el impulso del espacio resulta una provocación al tiempo, todo el océano está hecho más bien de tiempo que de inmensas distancias, es un espacio infinito, se llama: muerte. Da lo mismo.
Al analizar mis veinticuatro años de vida argentina percibí sin dificultad una arquitectura bastante clara, ciertas simetrías dignas de atención. Por ejemplo, había tres etapas, de ocho años cada una: la primera etapa, miseria, bohemia, despreocupación, ocio, la segunda etapa, siete años y medio en el Banco, vida de oficinista; la tercera etapa, una existencia modesta, pero independiente, un prestigio literario en ascenso. Podía también enfocar ese pasado estableciendo ciertos hilos: la salud, las finanzas, la literatura... u ordenándolo en otro sentido, por ejemplo desde el ángulo de mi problemática, los "temas de mi existencia", que mudaban poco a poco con el tiempo. ¿Pero cómo tomar la sopa de la vida con una cuchara agujereada por estadísticas, diagramas? ¡Bah!, una de mis maletas en el camarote contenía una carpeta; en ella había una serie de pliegos amarillentos con la cronología, mes tras mes, de mis hechos– veamos, por ejemplo, ¿qué pasaba exactamente hace diez años, en abril de 1953?: "Últimos días en Salsipuedes. Escribo mi Sienkiewicz, Ocampo y los paseos por Río Ceballos, regresos nocturnos. Leo La mente prisionera y a Dostoiewski. El día 12 regreso en tren a Buenos Aires. El Banco, el aburrimiento, la señora Zawadska, el horror, la carta de Giedroyó anunciando que el libro no va bien, pero que aún quiere publicar alguna otra cosa mía En casa de los Grocholski y de los Grodzicki. El "banquete" publicado en Wiadonosci. etcétera, etcétera. Podía así ayudar a mi memoria, pasear de un mes al otro por el pasado. –¿Y qué?, ¿qué hacer?– me pregunto, con esta letanía de especificaciones como absorber esos hechos si cada uno se desintegra en un hormigueo de acontecimientos menores, que al fin se convierten en una niebla; era un asalto de miles de millones, una disolución en una continuidad imperceptible, algo como el sonar de un sonido... ¿pero en realidad cómo poder hablar aquí de hechos? Y sin embargo ahora, al regresar a Europa, ya habiendo acabado todo, me acuciaba la necesidad tiránica de rescatar aquel pasado de asirlo aquí, en el estruendo y el torbellino del mar, en la angustia de las aguas, en la efusión inmensa y sorda de mi partida por el Atlántico, ¿no sería sólo una especie de balbuceo, un balbucear el caos como estas olas? Una cosa no obstante se volvió evidente: no se trataba de ninguna cuestión intelectual ni siquiera de un asunto de conciencia, se trataba únicamente de pasión.
Estar apasionado, ser poeta frente a ella... Si la Argentina me conquistó fue a tal grado que (ahora ya no lo dudaba) estaba profundamente, y va para siempre, enamorado de ella (y a mi edad no se arrojan estas palabras al viento del océano). Debo agregar que si incluso alguien me lo hubiera exigido, al costo de la vida no hubiese logrado precisar qué fue lo que me sedujo en esta pampa fastidiosa y en sus ciudades eminentemente burguesas. ¿Su juventud? ¿Su "inferioridad"? (¡Ah cuántas veces me frecuentó en la Argentina la idea, una de mis ideas capitales, de que "la belleza es inferioridad"!) Pero aunque ese y otros fenómenos considerados con mirada amistosa e inocente, con una gran sonrisa, en un ambiente cinematográficamente coloreado, cálido, exhalación tal vez de las palmeras o de los ombúes, desempeñaron, como es sabido, un papel importante en mi encantamiento, no obstante la Argentina seguía siendo algo cien veces más rico. ¿Vieja? Sí. ¿Triangular? También cuadrada, azul, ácida en el eje, amarga desde luego, sí, pero también inferior y un poco parecida al brillo del calzado, a un tono, a un poste o a la puerta, también del género de las tortugas) fatigada, embadurnada, hinchada como un árbol hueco o una artesa, parecida a un chimpancé, consumida por el orín, perversa, sofisticada, simiesca, parecida también a un sándwich y a un empaste dental... Oh, escribo lo que me sale de la pluma, porque todo, cualquier cosa que diga puede aplicarse la Argentina. Nec Hercules... Veinte millones de vidas en todas las combinaciones posibles es mucho, demasiado para la vida singular de una persona. ¿Podía yo saber qué fue lo que me cautivó en esa masa de vidas entrelazadas? ¿Tal vez el hecho de haberme encontrado sin dinero? ¿El haber perdido mis privilegios polacos? ¿Sería que esa latinidad americana complementaba de algún modo mi polonidad? Quizás el sol del sur, la pereza de la forma, o tal vez su brutalidad específica, la suciedad, la infamia... no lo sé... Y, además, no correspondía a la verdad la afirmación de que yo estuviera enamorado de la Argentina. En realidad no estaba enamorado de ella. Para ser más preciso, sólo quería estarlo.
Te quiero. Un argentino en vez de decir "te amo", dice "te quiero". Meditaba entonces (todo el tiempo sobre el océano, sacudido por el barco, éste a su vez sacudido por las olas) que el amor es un esfuerzo de la voluntad un fuego que encendemos en nosotros, porque así lo queremos, porque decidimos estar enamorados, porque no se puede tolerar no estar enamorado (la torpeza con que me expreso corresponde a cierta inhabilidad, producto de la misma situación)... No, no es que la quiera, sólo deseo estar enamorado de ella y por lo visto para eso me era vehementemente necesario acercarme a Europa en un estado de aturdimiento apasionado por la Argentina, por América. No quería tal vez aparecer en el ocaso de la vida en Europa sin esa belleza que da el amor –puede ser que temblara por haber roto con un lugar lleno de mí, temiera que mi traslado a lugares extraños, no calentados aún por mí, me empobreciera y enfriara y matara– deseaba sentirme apasionado en Europa, apasionado por la Argentina, temblaba ante ese único encuentro que me esperaba (en pleno océano, al anochecer, tal vez al alba, en las nieblas veladas del espacio salado) y por nada del mundo quería presentarme a ese rendez-vous con las manos enteramente vacías.
El barco avanzaba. El agua lo levantaba y hundía. Soplaba el viento. Me sentía un tanto desvalido, confundido, porque quería amar a la Argentina y a mis veinticuatro años comprendidos en ella, pero no sabía cómo...
El amor es dignidad. Así me lo parece a mis años. Cuando mayor es el derrumbe biológico, más se hace necesaria la pasión de arder entre llamas. Mucho mejor es terminar abrasado que no irse lenta, cadavéricamente enfriando. La pasión, ahora lo aprendía, es más necesaria en la vejez que en la juventud.
Cae la noche. Ya es noche cerrada. Del lado de babor, apenas perceptible, los centelleantes faros de la costa brasileña, y aquí en cubierta, yo, yendo hacia adelante, alejándome sin cesar en una marcha incomprensible... Desierto... lo infinito de un vacío que hierve, truena, ruge, salpica... infinito imposible de definir, inalcanzable, hecho de torbellinos y de abismos marítimos, igual aquí que allá, y aun más allá y más allá, en balde agua la vista, hasta el dolor; nada se puede ver, tras la barrera de la noche, todo cae y se vierte sin reposo, se hunde y se sumerge tras las tinieblas; allá abajo, deformidad y movimiento delante de mí sólo un espacio irreal; arriba el cielo con un innumerable enjambre de estrellas indistinguibles, irreconocibles... Sin embargo aguzo la mirada. Y nada. Por otra parte, ¿acaso me asistía el derecho de poder ver? Yo, abismo en este abismo, sin memoria. perdido, desbordado por pasiones, dolores, que desconocía, ¿cómo es posible ser después de veinticuatro años sólo agua que se vierte, espacio vacío, noche oscura, cielo inmenso...? ser un elemento ciego, no poder lograr nada en sí mismo. ¡Oh Argentina! ¿Qué Argentina? Nada. Un fiasco. Ni siquiera podía desear, cualquier posibilidad de deseo estaba excluida por un exceso de efusión que lo inmovilizaba todo, el amor se convertía en desamor, todo se confundía, debo irme a acostar, ya es tarde, el ojo humano. ¿Cómo llegó un ojo humano a cubierta?... ¿Fue sólo una impresión? ¡Quién puede saberlo! A fin de cuentas da lo mismo, ojo o no ojo. Porque, ¿para qué jugar a los formalismos? ¿Vale la pena exigir a los fenómenos un pasaporte? ¡Qué pretensiones! ¿Puedes ver algo? No, será mejor que duermas.