ESTEBAN: ¿Qué hace, estudia?
ESLINDA: Diseño. ¿Y usted?
ESTEBAN: Espero la muerte. Pero quiero vivir.
No voy a hablar de Humberto Solás.
Su cinematografía pudo ser tan buena como la de Titón, o aún más, pero como el propio Titón terminó tan atragantada con lo iconográfico que... en fin.
Quiso ilustrar cosas y, lo que es mucho peor, quiso ilustrar ilustres novelas ya de por sí iconográficas (lo icubanográfico empalaga, empacha y empaliza).
Pero no voy a hablar de Humberto Solás.
Voy a hablar de la película que él renegó en alguna que otra entrevista que no vale la pena citar, porque ya está citada en volúmenes clásicos del who-is-who en el cine canónico nacional.
Un día de noviembre.
Copyright de 1972 (acaso filmada mientras yo nacía en diciembre de 1971).
Un guión tal vez cogido fuera de base por el Congreso de Educación y póstumamente también de Cultura.
Una obra estrenada oficialmente en Cuba más de grisquenio después.
Es decir, nunca del todo estrenada.
Una película en blanco y negro, quién sabe si la última filmada conceptualmente así.
Un largometraje de otoño en un país que se suponía fuera una eterna reveranolución.
Un film dilatado y lánguido, en sordina, con sus inevitables diálogos diálargos y panfletarios dada la época y el lugar.
Pero un texto íntimo y reflexivo en medio de la epopeya en masa del pa´lante y pa´lante y de que van, van (así y todo a medio camino entre el docudrama y el noticiero ICAIC).
Con un actor protagónico desconocido y maravilloso, que se está muriendo en el argumento y acto seguido, sin transición ni corte directo, se suicida como actor en la vida real (Humberto Solás renegaría luego hasta de su propio casting).
Con una Eslinda Nuñez también desconocida en el coprotagónico.
Una Eslinda que ríe en cámara y se pasa la mano por su chorro de pelo negro en alto contraste y quiere ser diferente y rebelde y hermosa y joven y sensual y triste y otra vez triste y con un futuro limpio coagulado en su mirada infinita y ama y otra vez ama y es una niña que no quiere dejarse atrapar por la épica de la historia y monta en bicicletas sobrexpuestas bajo una luz nórdica de aluminio y no tiene casa en su caracterización y es etérea e híperconcreta y camina entre los pinos que luego han sido talados de ciclón en ciclón y con cada plano ella misma es la música mínima de un Leo Brouwer antisinfónico y fuma en los parques y otra vez ríe para no echarse a llorar y se desnuda como ninguna mujer cubana nunca se desnudó (ni delante ni detrás de las cámaras) y sus manos son las manos de Eslinda y se asoma al tráfico austero y premoderno de las avenidas de un Vedado proletario a la fuerza y mira al mar de invierno porque a ras de tierra no encuentra nada grande qué hacer y tal vez quiera irse a dormir tranquila con los pequeños y fuma después de hacer el amor y respira en primerísimo plano interpretando a otra Lucía que no es la Lucía del cine sino ella misma y entonces yo la amo y otra vez la amo aunque Eslinda no se da cuenta de nada y ya se acaba la magia de sus 35 milímetros sin fama y enseguida ella tendrá que volver a cargar con la tara de ser una estrella del cine cubano, cuando en cada uno de esos planos blancos de noviembre Eslinda fue una estrella a secas, gracias a un Solás todavía no resecado por sus gigantoproducciones inspiradas en una enanovelística que nunca existió.
Una película pesimista, por supuesto, según la pacata comepinguería epocal (Cofiño, Nogueras y Cardoso: supongo que eso sí fuera un optimismo a imitar).
Un film de manquitos parlantes que, en (d)efecto, parece rodado con una sola mano.
Con una banda sonora alucinante de tanto ruido ambiental.
Con una Raquel Revuelta en un papel de extra extraordinario, una Elsa excelsa paralizada por violentos violines y por la soledad de fondo del correvolucionario.
Con el sonido monofónico de las fiestecitas beat mitad paupérrimas y mitad prohibidas, donde todos saltan de ligereza y cantan estilo anglo, y yo he buscado esos rostros en las discotecas de los noventa y los años cero, pero se trata trágicamente de una Cuba también de ficción: una Cuba, por cierto, sobreblanqueada étnicamente desde una adolescencia indolente.
No sé.
No sé qué pinga me pasa con esa película tan despingantemente menor.
No sé si su director al final pidió verla, aunque fuera en una copia pixelada en el DVD oncomunitario del hospital.
Ahora, cuando ya mis columnatas de Lunes de Post-Revolución están siendo monitoreadas por los sargentos literarios de la Seguridad del Estado (Cofiño, Nogueras y Cardoso de estar vivos hubieran interpretado bien ese terreno guión); ahora que me advierten sigilosa o sicilianamente que estoy cruzando la delgada línea roja que me quita el imprimátur de las letras cubanas o algo peor (mi libro de cuentos Boring Home, casi ya en planas de cara a su lanzamiento en la Feria del Libro de La Habana 2009, se tambalea en la cuerda roja de la editorial Letras Cubanas); ahora que los mapas cambiaron tan sólo para volver a cambiar de color; ahora que la libertad de postear parece tan presa como la libertad de prensa; ahora que he conocido en persona a Eslinda Núñez y no fui sincero lo suficiente para pedirle un beso en los labios (en la película Eslinda no tiene labios: son apenas dos trazos sin traza de un pincel chino o cubanesco); ahora que todos hemos envejecido pudiendo ser tan buenos como Titón, o aún más, pero como el propio Titón terminamos tan cubatragantados de iconos e ideología que... en fin; ahora que desde la primavera con velas del 2003 hasta la eternidad Solás firmó o filmó una carta de apoyo a la pena de muerte ejemplarizante entre cubanos (su rúbrica fue la número 24); ahora que ha muerto Humberto Solás y en pago el periódico Granma lo lapida a cadena perpetua por ser un "referente obligado para las presentes y futuras generaciones de cineastas e intelectuales que unen sus vidas al destino de sus pueblos"; justo ahora vuelve a mí el halo fantasmal de su película más ninguneada y menos puesta en giras por el extranjero y homenajes provincianos y retrospectivas trucadas (supongo que ese silencio sea el más sentido pésame que puede rendirle a su hijo idiota una institución tan idiopática como el ICAIC).
Un día de noviembre.
Copyright de 1972 y en otro día de septiembre de 2008 todavía a la espera de su estreno contraoficial.
Ojalá que a ningún perito crítico se le ocurra reponerla a estas alturas de la historieta (cada expectador se merece la ignominia cinéfoba de su impropia ignorancia).
Ojalá que ningún canal educativo la exhiba por esta vez como trofeo de guerra del comentador o comendador.
Ojalá que "por decisión familiar" (como concluye la escueta esquela del periódico Granma ) al menos "el sepelio tendrá caracter privado".