Francisco Fernández Sarría (La Habana, 1973) Licenciado en Letras, 2001. Actualmente trabaja en la edición crítica de las Obras completas de José Martí, en el Centro de Estudios Martianos. Ha colaborado con artículos sobre José Martí, Cintio Vitier y literatura cubana en general para publicaciones nacionales y extranjeras.
La palabra Orígenes remite, al menos, a dos significados. Uno, el conocido cenáculo literario cubano, y otro, el remoto castrado alejandrino fundador del primer sistema teológico cristiano y de la exégesis alegórica de las Escrituras. Argumentar la maldición de Orígenes obliga a un par de criterios que necesariamente postergarían esta ponencia, cuando en realidad solo importa esa palabra devoradora de otras (nombres de autores, revistas, textos, ideologías), espesura verbal que apenas nos concede entrever que la maldición —parafraseando una tesis formulada en un coloquio anterior consagrada a esa palabra— tal vez radica en nuestra incapacidad de olvidarla. ¿Por qué, al cabo de 50, 100 años, Orígenes insiste en no hacerse olvidar; por qué, bajo el pretexto de eventos, tesis académicas, libros, se convoca siempre a una y otra vuelta a ella, por qué todos los caminos conducen a esa palabra reincidente y obsesiva? ¿Solamente a causa de un fetichismo canónico según el cual una comunidad, por razones estrictamente literarias, no puede desprenderse de la lectura fetichista de ciertos autores-textos fetiches; o acaso por ese otro fetichismo según el cual Orígenes ha sido la única palabra que, del pasado, nos ha sido dada para que hoy soñemos la poesía, la literatura, la cultura, como un reino, no ya de lo posible, sino sencillamente posible, y todo porque el gestor más destacado de esa palabra, con su profetismo oracular acostumbrado, afirmó que la Revolución era la última de las eras imaginarias?
Es cierto que entre tantas zonas neurálgicas en la historia de la literatura-nación cubanas, Orígenes sigue siendo una palabra cómoda para la crítica actual, ese lugar común donde tan bien se está siempre y cuando hablemos de algún origenista y no de otro, siempre y cuando leamos algunos libros encontrados (La casa del alibi) en detrimento de otros perdidos (Los años de Orígenes).
Pero también aquí las palabras “sistema”, “teología”, “alegoría”, “escritura” y “castración” hacen de las suyas. Sin dudas la de Orígenes es la maldición alegórica, teológica de la imagen, y la maldición de la imagen es la maldición del “sistema” de la imagen. Cuando se le preguntó sobre su “sistema” a aquel que dijo que la Revolución era la última era imaginaria, este describió su significado con la imagen de una catedral gótica en permanente construcción, pendiente siempre de aproximaciones y de perennes añadidos, confeccionada con sistemas, en sí mismo un sistema imán, voraz, abierto a otros sistemas.[1]
¿Aludía en realidad a un “sistema”, o a la imagen de un “sistema”? ¿Se trata de un sistema propio o más bien de uno erigido sobre fragmentos ajenos que, en lugar de crecer de adentro hacia fuera, crece de afuera hacia adentro? ¿Acaso no consiste en un sistema de imágenes sucesivas? La descripción del “sistema” hecha a Félix Guerra por el creador de la eras imaginarias equivale a la respuesta dada cierta vez por Julio Iglesias a una periodista: lo importante no es qué hablen, sino que hablen. De seguro Lezama avizoró con astucia toda permanencia literaria mediante una escritura que, partiendo del “sistema” como mero pretexto, consigue prolongarse en escrituras posteriores, en la capacidad de un Discurso para fragmentarse y generar otros discursos, múltiples, sucesivos, en la extensión y dilución de un Texto primigenio en otros que siempre remiten a su original, trascendencia que hoy, asépticamente, denominamos canonicidad. Al imaginador del “sistema”, al soñador de doctrinas y de eras imaginarias le fueron concedidos esos dones, y en abundancia.
Entre todas las catedrales que se le han acercado y adjuntado a la sin puertas del “sistema”, formando ese intrincado y abstruso laberinto verbal, existe una que, de un inicial y modesto testimonio de lectura, creció en un nutrido círculo de adeptos en torno a dicha crítica, al punto de sentar una cátedra (la etimología no es casual) de fuerte tradición y genealogía exegéticas.
Por su rigor discursivo y escriturario, por su profundo conocimiento y hábil manejo de las fuentes, por su exceso de criterio, por el autoritarismo propio de una acendrada autoridad intelectual, el canon hermenéutico vitieriano del “sistema” devino casi el “sistema” mismo. Dicho canon ancla enfáticamente las principales líneas ideológicas que atraviesan al “sistema” en un catolicismo irreductible que fuerza correspondencias y vínculos genéricos del “sistema” con el neotomismo, lo cual explica la apetencia de este por la unidad, por su “católica tomista solución unitiva”, por el despegue trascendente de la metáfora católica o de conocimiento, donde la mayor imagen es la de la Resurrección, entre otras ideas manidas. No es gratuito que una de las extensiones epigonales más sistematizadoras de dicho colegio hermenéutico remita continuamente a la poética de la transfiguración vitieriana para entender mejor (quizás porque Cintio siempre se explicó mejor) la concepción católica de la imagen en el “sistema”, y la oposición de este a la metamorfosis para preferir la transfiguración, eso para no llegar a la supuesta relación entre la poética de la integralidad de Maritain con la solución unitiva lezamiana, y demás.[2] Esta exégesis, curiosamente, formula a este bastión “católico” de donde se apertrecha el imaginario del “sistema” como la “religiosidad” del autor y sus textos, y, en cambio, los ingredientes heterodoxos de esa supuesta “religiosidad” de resonancias esotéricas, gnósticas, mitológicas y hasta heréticas, por el contrario, solo se acotan a modo de aparato culterano que, pequeña legión erudita de demonios al fin, asedia infructuosamente la Ciudad de Dios del “sistema”, erigida sobre el centro inexpugnable del catolicismo.
Otro argumento de estirpe vitieriana en torno al irradiante cristianismo del “sistema”, radica en la apelación lezamiana —cuando ya no encuentra otros soportes— a la afirmación “irracional” de la fe en Tertuliano y San Pablo. Cintio no solo equipara la fe poética en Lezama con el “creíble porque es increíble” o con el “posible porque es imposible”, sino también con la mala traducción lezamiana de Hebreos 11, 1 según la cual la fe es la “sustancia de lo inexistente”, dando por paulino lo que no es tal, contradiciendo además el referente bíblico, algo solo comprensible en la búsqueda lezamiana de crear un fabulado contraste, un abismo, un imposible que patentice la taumaturgia poética, su capacidad engendradora de la posibilidad infinita, pero que incurre así en el error de adjudicarle a un supuesto Pablo de Tarso el “absurdo encarnado, espléndido, gravitante” de un Tertuliano, cosa inadmisible según la formulación de la fe en Hebreos 11, 1. Posesión adelantada, ya en vida, de algo que luego se tendrá a plenitud, la fe es primicia de una realidad que ya existe, y nunca el resultado de un irredimible absurdo tertuliano cuyo “inaudito salto” va de la nada al todo. La hiperbólica definición lezamiana de “sustancia de lo inexistente” le resta coherencia al “sistema” con una teología de cuya fe, paradójicamente, su creador y el exegeta favorito de este manifiestan nutrirse, y adultera la fe cristiana pese a los atributos heroicos, trascendentes y optimistas de la imagen de la Resurrección con que la reviste. Cintio, que sabe que una formulación tan polémica de la fe cristiana pone en riesgo al sistema del “sistema”, lima estas aristas angulosas y teológicamente incorrectas de la traducción lezamiana mediante su exégesis conciliadora y unitiva, solucionadora del cualquier heterodoxia.[3]
Y es que buena parte de la maldición aludida descansa en una tradición exegética que, en sus distintas pero sostenidas y firmes aseveraciones sobre el “sistema”, emite insolubles paradojas al asegurar, por ejemplo, que el cuerpo lógico de ideas del “sistema” se expresa a través de instrumentos, metodología, categorías, todas poéticas, de profunda inspiración tomista pero a la vez antiaristotélica.[4] Sin dudas, la maldición origenista surge de haberse tomado tan paradójica como aristotélicamente en serio la descripción metódica de un “sistema” cuyo apellido “poético” no viene sino a certificar la orfandad con que lo invocaba su propio creador, a menudo también con la imprecisión y singular ininteligibilidad de su hermetismo discursivo, y que, sin embargo, en manos del colegio vitieriano se torna una totalidad conceptual meridiana, que organiza su repertorio de conocimientos y premisas en un articulado y coherente cuerpo de ideas, consiguiendo algo no logrado por el propio Lezama: explicar, conceptulizar, definir, en fín, sistematizar el “sistema”. Sin embargo, ese singular pacto faústico mediante el cual Cintio y Lezama intercambian dones agradecidos no debe llevarnos a la ingenuidad de pensar demasiado bien de uno ni demasiado mal del otro. José Lezama Lima, durante la etapa origenista, de buena gana consiente que Cintio —de menor pujanza poética— gire en torno a la desbordante órbita poética lezamiana a cambio de una exégesis teológico-cristiana desplegada en torno a esta, buscando concretar una continuidad reflexiva y una organicidad conceptual que le permitiera al primero conformar lo que la desmesura y vastedad de sus visiones a duras penas le concedían: ordenar una eclosión poética para luego dedicarse a soñar con lo que tal vez siempre quiso pero acaso nunca logró del todo por sí mismo, y solo parcialmente mediante exégesis ajenas: un “sistema”, una doctrina. Lezama confiesa en carta del 11 de julio de 1953 al padre de Cintio no poseer “el logos, el sentido poético” capaz de organizar sus intuiciones.[5] No sacamos tan en claro lo sistémico o doctrinal del pensamiento poético lezamiano sino a través del prisma exegético vitieriano que nos entrega una especie de clave o dogma para leer a Lezama y Orígenes, y donde toda interpretación, además de más diáfana, es más auténtica, como se nos ha acostumbrado también con el caso de José Martí. Y es que la hermenéutica vitieriana concede al futuro lector de Lezama la apacible legibilidad de dificultades formales y contenidistas —anejas a toda escritura canónica— previamente domadas y servidas a la mesa mediante una lectura-exégesis domesticadora, entre otros elementos, del hermetismo esotérico en el cual Lezama cifraba el valor de su discurso —esencialmente poético— en cualquiera de sus textos.[6] A texto hermético, ganancia de descifrador, sobre todo ganancia intelectual si se dice no ya que dichos textos significan algo, sino incluso qué significan. Darse por vencido y admitir la extrema dificultad del significado en la lectura de estos evidentemente reportaría poco capital simbólico. En el calificativo “hermético” para caracterizar al discurso poético lezamiano ha coincidido intuitivamente cuanta recepción ha hallado de modo unánime en ese término la definición esencial de una escritura sustancial —aunque no absolutamente— alegórica que, entre otras pocas, lo ha apostado o consumado avara, ávidamente todo en un tipo de escritura que le deja muy poco a la lectura. Benito Pelegrín prueba como Lezama “suma a una oscuridad ética de intención, una oscuridad estilística totalmente intencionada”, y con la cual, procedimientos retóricos mediante, el autor cubano esfuma el sentido, extravía, hace vagar, divagar, extravagar al lector.[7]
Si Cintio describe la figura de Lezama como la de un juglar “a lo trascendente” como aquellos “a lo divino” que conoció la Edad Media,[8] lo hace para denotar la filiación regresiva de un imaginario y una escritura medievalista anterior y resistente a la culpable modernidad capitalista y al racionalismo dualista contemporáneo, más que para admitir la irreductibilidad o impertinencia semántica de un discurso que, en el incesante flujo de su verbalidad poética, solo emite imágenes cerradas, enigmáticas, normadas por un concepto previo que el hablante lírico pospone al lector, acaso porque se lo reserva golosamente, acaso porque entre esos mismos conceptos y el lector se interpone el significante retórico-tropológico gravado en su expresión estética por un concepto devenido hierático acertijo lírico. La formulación “cetrería de metáforas” con que se ha descrito el torrente tropológico lezamiano, acaso sea el indicio más fiable de que estamos ante una escritura que se apoya en una figura goticista a gran escala que no aspira tanto a sugerir como a enmascarar y distraer significados ocultos mediante la acumulación metafórica. Resulta sintomático que el propio autor acuñe lo gótico como una categoría que, con su implicación de totalidad, fervor, plenitud y diálogo del hombre con lo invisible, permea a Paradiso.[9]
La crítica tradicional, incluido el colegio vitieriano, suele adjudicar de modo tan general como vago la significación simbólica al discurso poético de Lezama. Sin embargo, en el símbolo, el significante antecede y determina los potenciales significados. En la alegoría es el significado quien antecede y prefigura al significante. Si el discurso lezamiano sugiere tantos significados posibles, ¿por qué entonces tacharlo de “hermético”? Si la escritura simbólica emite imágenes cargadas de valores y contenidos autónomos que indefinidamente se liberan durante la apertura y subjetividad de la lectura, la alegórica lezamiana, por el contrario, aherroja sus imágenes de sentidos en fuga, los entisa dentro de elaborados conceptos que el hablante lírico prefiere no ventilar con sus lectores a través del significante tropológico, de ahí que su “cetrería de metáforas” resulte trabada, conceptista, racional, recalentada y a la vez tan muda e inquietante como un conjunto de emblemas indescifrables. Lo enrevesado del significante retórico-tropológico en la escritura lezamiana nos llevan a inferir lo elaborado de los contenidos que dichos significantes encarnan, verdaderos conceptos metafóricos. La alegoría, a diferencia del símbolo, pone coto a la libre asociación de ideas y a la indefinida atribución de significados a un mismo significante. Ciertamente en los textos lezamianos, sobre todo los poéticos, el potens significativo, en lugar de infinito, se deprime al mínimo. Y es que el autoritarismo con que el autor somete férreamente al significado en la escritura alegórica no procura sino una recepción difícil y accidentada para lectores profanos, promoviendo y justificando, en cambio, la interpretación estricta, vertical y autoritaria de los contenidos por parte del autor o de los exegetas iniciados o autorizados por este.
En el manuscrito para una malograda conferencia sobre Paradiso, Lezama apunta:
Es ilusorio que el autor de una obra sea el que mejor puede penetrar sus secretos. Mientras la obra está en el horno el creador dicta y recibe un dictado, después que la obra está hecha sólo podrá ejercitar sus dones en forma igual a cualquiera que se acerque a su obra.[10]
Sin embargo, las cosas con Lezama no han corrido una suerte tan diáfana como promete esta afirmación de buena voluntad. Ciertamente todo autor ha tenido sus motivaciones o sus razones en la escritura de cualquier texto. Todo parece indicar, según el propio autor y sus exegetas, que el “sistema” fue, en buena medida, una parte fundamental de esas motivaciones y razones al escribir Paradiso. Sin embargo, por la consonancia que guarda la escritura de esta novela con la poética de los restantes textos lezamianos, procurando la dificultad de un sentido que se retarda, de contenidos que son deliberadamente retenidos, entre otros, la atenencia al “sistema” como un referente hermenéutico de primer orden ha devenido un pretexto, mejor, una lógica de lectura carcelaria que obliga al lector de esta novela a una práctica de desciframiento (o a su vez a la lectura de textos descifradores de este) de la cual no se avizora salida. Por lo visto, análisis más recientes no parecen vislumbrar posibilidades muy diferentes a las del desciframiento ya establecido. Si bien la relectura de Paradiso por parte de la ensayista Margarita Mateo, al ubicar el entramado narrativo intertextual mítico en la estructura profunda de la novela como un importante emisor de la mayoría de los significados que rigen incluso su diégesis, amaga, en medio de la estrechez exegética acostumbrada, una alentadora posibilidad de decodificación que se desmarca de la referencia dictatorial del “sistema” como el principal proveedor semántico del texto, la vieja actitud exegética, explicadora, descifradora de conceptos ocultos, implícitos, en este caso, en el oscuro y polisémico simbolismo mítico, se mantiene intacta.[11] Todo indica que Paradiso, como cualquier otro texto lezamiano, no alcanzará nunca una lectura demasiado desasida de los significados que en ella cifraron su autor o exegetas más concienzudos, y que quizás con el tiempo el encanto de este libro radique en un arcano que se añeja, que se torna cada vez más extraño, más distante, más críptico.
En el seno del colegio vitieriano se maneja el hermetismo del discurso poético lezamiano, en efecto, como una oscuridad sin aparente sentido, que produce diversas sugestiones pero que siempre preserva su misterio, una autonomía en la que se eliminan las claves para acceder al referente y en la que muchos poemas son herméticos sin anécdotas, ni referente explícito, ni ideas, ni efusiones emotivas; pero nunca sin renunciar a la posibilidad del “sistema” como autoritario emisor de los contenidos fundamentales, dando por sentado que el hermetismo no es absoluto, ya que en sus poemas, aunque no puntuales, sí existen significados generales, con referencias más o menos visibles o legibles cuando se relacionan con el archirrecurrente “sistema”. La de Orígenes es la maldición del “sistema”, significado que se muerde la cola, último sentido donde vienen a morir todas las exégesis del texto lezamiano.[12]
Pero como ya sabemos, tampoco el teólogo alejandrino escapó de una sistemática exégesis alegórica de las Escrituras sin haber incurrido, autocastración mediante, en la costosa maldición de su interpretación más literal. Al triunfar la Revolución, por su aguda y, por momentos, opresiva conciencia religiosa, Cintio Vitier se hallaba sumido en una profunda crisis a raíz de un culpable ejercicio de la escritura al cual no tiene fuerza moral para renunciar. Si para la fe lezamiana en la literatura, en la poesía, la palabra era una realización vital y un destino absolutamente pleno, a Cintio, por el contrario, siempre lo asaltaría la incertidumbre y la desconfianza por la literatura y la palabra poética, duda vinculada a creencias pasadas por el tamiz de sus lecturas maritainianas. Lo desgarrado de esta culpabilidad radica en la separación o alternancia entre arte y vida, palabra y acción, verbo y acto,[13] síndrome del escritor moderno que él diagnosticó con aversión en otras obras, pero del cual él mismo fue, quizás, su víctima más estoica. En el transcurso de la última era imaginaria Cintio se distanciaría de Lezama arguyendo sus nostalgias por la acción, sobre todo la acción política,[14] politización que a partir de 1959 marcaría la diferencia entre su proto y deuteroteología, al punto de incluir a la Revolución, junto a Juan Ramón Jiménez, Vallejo y Lezama, en la lista de sus autoridades poéticas.[15]
Desde entonces su rasero crítico, no sin sorpresa, asimila toda literatura como un testimonio político,[16] diagnostica la trancazón lírica origenista de antaño como una asfixia y angustia, inconscientes para sus propios autores y nacidas del prejucio origenista a los planteamientos políticos tácitos,[17] pues según Cintio sólo después de la Revolución la historia cubana visible e invisible, la exterior y la interior, la política y la poética, se habían fundido.[18] Sólo ahora se percataba de esta cerrada y oculta politicidad gracias a una Revolución que le había otorgado la lucidez para un tiempo anterior, lleno de culpas y cegueras.[19] Despejados tales velos, visto ya Dios cara a cara, ahora leía las origenistas como obras saturadas de intenciones políticas,[20] reduciendo la explicación de sus poéticas a una irrealidad histórica,[21] producto del círculo vicioso y del estancamiento vital de intelectuales anclados en su fe católica. Reclutado Lezama para un politicismo revolucionario según el cual la angustia histórica (política) fue asumida como agónico problema personal,[22] ahora lo que en verdad quiso decir este con su citadísimo “un país frustrado en lo esencial político puede alcanzar virtudes y expresiones por otros cotos de mayor realeza” es que lo político era esencial.[23] Irrefutable prueba de que Lezama no rechazaba la historia (política) del país, sino su versión pública, lo es una obra crítica para con la República y de la que “Pensamientos en la Habana” sería un poema abiertamente anticolonialista y antiimperialista,[24] y Paradiso una novela política que combate al colonialismo.[25]
El ingrediente específicamente escatológico de este teología política descansa en esta exégesis de la obra lezamiana. Partiendo de la premisa de que la Revolución era la última era imaginaria, y de formulaciones como las de teleología insular, tradición por futuridad, Cintio fundamenta religiosamente el advenimiento histórico de la Revolución cubana como una especie de parusía política que realizara temporalmente las promesas divinas hechas por el Mesías martiano, aprovechando, claro está, las eventuales y dispersas referencias a Martí en los escritos de Lezama. Identificando a Martí con aquel “logos” o “sentido poético” perdido en 1953, Cintio le da el toque cristológico a un Sistema para el cual Martí, antes y después del 59, fue la piedra de toque fundamental para Lezama, esa eticidad “inscrita en el ser”, como un don espiritual infuso gracias al cual el autor de Paradiso participó en la manifestación política del 30 de septiembre de 1930,[26] —dato autobiográfico recogido en esa novela y exaltado allí como el hecho germinativo de su poesía y de la vinculación de esta con la historia (política).[27] Cintio incluso fundamenta todo el “sistema” en la figura de Martí, al decir que el mundo verbal de Lezama corresponde al período de frustración histórica de aquel, que su sistema de “imágenes posibles” quiere llenar el vacío dejado por la muerte histórica del Apóstol durante la República. Paradiso no es sino una lectura de la historia (política) de Cuba desde la imagen de José Martí,[28] y toda su obra no es otra cosa que una respuesta antifonal a la de Martí.[29] Para Cintio la ausencia de telos, de finalidad de la historia republicana, era consecuencia de la ausencia “espiritual” de Martí en ella,[30] y precisamente para suplir esa ausencia teleológica es que Lezama implementa la solución teológica de su escatología, implícita en el “sistema”, entre ellas, la de teleología insular. Si la Revolución cubana era la manifestación histórica, real, de dicha era imaginaria, nada más lógico entonces que José Martí fuera el logos (imago) encarnado en esa historia, y que ese momento histórico fuera la Parusía.
La edición crítica de Paradiso (1988), coordinada por Cintio Vitier, ha sido una confirmación de la maldición de Orígenes, otro paso más en la escalada del autoritarismo exegético mediante el cual el otrora “sistema” herméticamente poético devino un Sistema abiertamente político. Por ser una auténtica hija del idealismo filológico (en su creencia de que el texto-arquetipo a editar se equipara con el logos juanino que desde el Principio existía, estaba con y era el Dios-Autor), por su añoranza de fijar dicho texto de modo que su lectura surta el efecto de una atemporalidad e inamovibilidad bíblicas, por su voluntad de plantar un aparato hermenéutico y filológico dispuesto en prólogos, notas al pie, notas finales, apéndices, anexos, glosarios, índices, que salvaguarden al texto de una diversidad formal e interpretativa que diluirían valores y significados en los que su comunidad lectora cifra una identidad nacional o cultural, por esas y más razones, una edición crítica no se trata de una edición cualquiera, sino de una que se engarza perfectamente con esta prolongada tradición teológica en Cintio Vitier. No es casual que la sombra de este nombre y apellido se haya proyectado sobre las ediciones críticas de obras de José Lezama Lima y José Martí. Ello obedece a la necesidad de contar con ambos corpus como los textos sagrados propiciatorios de una deuteroteología política cubana como la del Sistema, precisamente mediante ediciones tabernacularias que, al conjugar teología con filología, además de preservar y salvaguardar para sus comunidades lectoras con fidelidad fetichista el texto fetiche, certifiquen la canonicidad patrimonial de estos por encima de otros. De ahí que el riesgo de un malentendido interpretativo del texto fetiche que es Paradiso surja para sus editores más oficiosos como una trasgresión de gran severidad que justifica no dejar al azar su práctica exegética y mucho menos la editorial.
Ya desde la introducción Cintio insinúa las razones de su autoridad crítica excepcional sobre Paradiso que le concede “serle fiel” a este texto: haber compartido con su autor casi 40 años de amistad, a lo que podríamos agregar una mediación hermenéutica ideal de esta novela por haber compartido contemporánea y colegiadamente con Lezama, en una especie de contaminatio estilística que contagió todas las escrituras origenistas, rasgos y actitudes escriturales neogóticas: la voluntad y capacidad de construir un cuerpo textual a descifrar, de plantar un conjunto verbal que emana el extrañamiento y dificultad de una alegoría cognitiva cuyo acceso exige complicidad de gremio o iniciación poéticas. Piénsese sino en Lo cubano en la poesía.
Asimismo, Cintio pronuncia, en un solemne y ético acto de fe editorial, el principio de respeto e inclusión, por parte del equipo realizador que él encabeza, a la diversidad o divergencia de criterios emitidos desde las más variadas perspectivas exegéticas, asegurando que la opción crítica tomada por dicho equipo no ha sido la de determinada tendencia interpretativa, sino la de una concurrencia de criterios y esfuerzos.[31] Sin embargo, páginas después, esgrimiendo la gracia criolla lezamiana como argumento, desautoriza esa “ilusión óptica” que genera en algunos lectores y críticos de Paradiso “el desbordamiento de sentidos ocultos, la sobreabundancia barroca o neo-barroca del significante, el indudable erotismo de su escritura, el vertiginoso tejido de intertextualidades, los ofuscantes[32] signos esotéricos, litúrgicos, alquimistas, etc.”, espejismo crítico descentrado de antemano por la ironía “insondable”, “voluptuosa y trágica” que sustenta esos contenidos y los pone “entre paréntesis de humor, de parodia o de grotesco” por su autor.[33] Sin embargo, ¿por qué Lezama es paródico entonces y no, por ejemplo, cuando, remedando con picardía el heroísmo épico de las descripciones homéricas, refiere la manifestación del 30 de noviembre del 30 y su semblanza de Julio Antonio Mella? ¿Quién o qué decide qué es paródico o no en Paradiso? José Prats Sariol, miembro inequívoco de este obediente equipo, refuerza esta singular excomunión de la comunidad interpretativa mundial de Paradiso por parte del coordinador, cuando de modo prescriptivo y en nombre de la “catolicidad” lezamiana, reclama para la novela una lectura libre del prejuicio psicoanalítico, en velada alusión al ensayo “Parridiso”.[34] No pienso arremeter contra una exclusión interpretativa de la cual el propio Enrico Mario Santí, en su momento, entrevió sagazmente las causas,[35] sino tan solo exponer la duda de por qué la lectura psicoanalítica o cualquier otra de Paradiso es más prejuiciada que aquella del colegio vitieriano que se empeña ver en la escritura lezamiana una inequívoca “catolicidad” enunciada confusamente como “religiosidad” del autor y del texto. Ciertamente son exageradas esas afirmaciones de Santí que acusan a esta edición crítica de estar regida por las estrictas coordenadas oficiales del Sistema de la Habana: tratándose de Cintio Vitier, quien siempre llevó el Sistema en sí, estas coordenadas hubieran sido una redundancia.
Mas, ni las acusaciones de Santí ni la exclusión de “Parridiso” del colegio interpretativo de esta edición son gratuitos, sino que apuntan a una onerosa realidad: una vez más la edición de este u otro texto de Lezama ha sido gravada con la imposición de una fuerte y autoritaria tradición exegética según la cual, nuevamente, Paradiso tiene una oculta raíz en la ausencia histórica de José Martí —de tal modo que, junto al asalto al Moncada, Martí es el autor intelectual del “sistema” y padre poético de Lezama—, en la detonadora acción política lezamiana en la manifestación del 30 de noviembre del 30, en la escatología política recién descrita, en la suerte decidida en 1953, año del centenario martiano, entre otras ideas recurrentes de la deuteroteología vitieriana.[36]
Ya se han mencionado dos nombres (Cintio Vitier y José Prats Sariol), pero al de ellos se añaden otros, no muchos más, pues, en el banquete canónico convocado por esta edición a la ecuménica comunidad crítica de Paradiso, se ha cumplido aquello de muchos fueron los convidados, mas pocos los escogidos, de Mateo 22,14. Entre otros, Raquel Carrió, para cuestionarse y luego responderse positivamente, claro, sobre la pertinencia del análisis estético-literario marxista de Paradiso, en función de probar que esta era también una novela profunda y raigalmente social e histórica, divisa dorada para este tipo de análisis.[37] O José Prats Sariol para, a una novela portadora de ese cristianismo sincrético que él confusamente nombra “catolicidad” y más confusamente aún apellida “heterodoxa” —siguiendo tal vez la pauta no menos vaga del propio Lezama—[38] otorgarle la categoría mariana de libre de “pecado” sexual, para decir que la llama de azufre infernal no quema a Cemí como si esto equivaliera a que no quema al propio Lezama, para transmutar críticamente el elemento pornográfico del capítulo 8 en el viejo eufemismo de “erotismo”, para desmentir la supuesta exaltación al homosexualismo señalando las descripciones bestiales que lo envuelven en dicho capítulo, al contrario de la festividad y humorismo con que se reflejan las prácticas heterosexuales.[39] Ya no quedan dudas de que la maldición de Orígenes es también la maldición de una castración. Definitivamente los criterios de Santí habrán de ser fantasmas que siempre ronden a esta edición de Paradiso.
La de esta ponencia no consiste en un exceso de suspicacia en torno a algo tan supuestamente ingenuo o menor como la ejecución de una edición, para no hablar de una crítica. Misteriosa circunstancia que antecede toda lectura pública de un texto y que procura que esta no sea un mero azar, una edición se resume en una propuesta de lectura dirigida a las circunstancias de comprensión y lectura específicas de un lector, y que le concede al editor, primer lector y último autor de cualquier texto, algo más que puntuar, plantar las sencillas comas de un texto, sino también interpretar, elegir un significado, le concede incluso un rango mínimo de autoría, privilegio del que Cintio, veedor máximo de los significados en Paradiso y en cualquier texto lezamiano, personalmente no se privó en esta edición.[40]
Sin embargo, y en honor a la verdad, esta edición crítica evidencia algo más promisorio que la mera implementación de un autoritario e interesado —a veces más en el Sistema que en el “sistema”— canon hermenéutico, y por ende lector, de esta novela, que alimente nuestro chovinismo nacionalista: en apenas 20 años, la ganancia a nivel continental de la canonicidad literaria de Paradiso, gracias a que toda edición crítica recae sobre aquellos autores-textos que, por decisión o voluntad de sus lectores históricos, son considerados canónicos, y de cuya lectura y conservación prolongadas —por fuerza de una tradición no estrictamente estética— una comunidad cultural, sobre todo una nación, no puede desprenderse al sentirlo constitutiva de sí misma. Esta edición crítica de Paradiso, al margen de las pautas que imponga Vitier, nos regala ese alivio. La voluntad mediadora o intercesora de su editor es trascendida por un largo, maduro y hasta involuntario consenso de recepciones sostenida y afortunadamente crecientes.
publicado originalmente en el último expediente de cacharro(s), 8-9,
enero-junio de 2005
(sobre la edición crítica de Paradiso: instaurar el Sistema,
una lectura insoluble y la importancia de llamarse Cintio Vitier)
[1] Ver Félix Guerra: Para leer debajo de un sicomoro, Letras Cubanas, La Habana, 1998, pp. 103-105.
[2] Ver Jorge Luis Arcos: La solución unitiva. Sobre el pensamiento poético de José Lezama Lima, Editorial Academia, La Habana, 1990.
[3] Ver Cintio Vitier: “Un libro maravilloso”, en Crítica sucesiva, UNION, La Habana, pp. 252-264.
[4] Ver Jorge Luis Arcos: La solución unitiva, o “Lezama Lima. El sueño de una doctrina”, en Orígenes: la pobreza irradiante, Letras Cubanas, La Habana, 1994, pp. 38-65.
[5] Ver Cintio Vitier: “Introducción del coordinador”, en José Lezama Lima: Paradiso, edición crítica, Colección Archivos, Madrid, 1997, p. xxiv.
[6] Ver Fernando Martínez Laínez: “Entrevista con José Lezama Lima”, en Palabra cubana, Akal Editor, Madrid, 1975, pp. 71-72.
[7] Ver Benito Pelegrín: “Las vías del desvío en Paradiso. Retórica de la oscuridad”, en Paradiso, ed. cit., pp. 621-645.
[8] Ver Cintio Vitier: “Nueva lectura de Lezama”, en Crítica cubana, Letras Cubanas, 1988, p. 546.
[9] Ver Armando Álvarez Bravo: “Interrogando a Lezama Lima”, en Recopilación de textos sobre Lezama Lima, Casa de las Américas, Serie Valoración Múltiple, La Habana, 1970, p. 27.
[10] José Lezama Lima: “Dossier”, en Paradiso, ed. cit., p. 714.
[11] Ver Maragarita Mateo Palmer: Paradiso: la aventura mítica, Letras Cubanas, La Habana, 2002.
[12] Ver Jorge Luis Arcos: “La poesía de Lezama Lima: para una lectura de su aventura poética”, en Unión, no. 44, julio-diciembre 2001, pp. 5-12.
[13] Ver Cintio Vitier: “La estación violenta”, en Crítica sucesiva, pp. 209-213.
[14] Ver Arcadio Díaz Quiñones: Cintio Vitier: la memoria integradora, Editorial Sin Nombre, Puerto Rico, 1987, p. 116.
[15] Ibid., p. 113.
[16] Ibid., p. 118.
[17] Ibid.
[18] Ver Cintio Vitier: “El violín”, en Poética, Obras 1, Letras Cubanas, 1997, p. 213, 216.
[19] Ibid, p. 210.
[20] Ver Cintio Vitier: “El pensamiento de Orígenes”, en Crítica 2, Obras 4, Letras Cubanas, 2001, p. 508.
[21] Ver Cintio Vitier: “El violín”, en Poética, p. 215.
[22] Ver Cintio Vitier: “Martí y Darío en Lezama”, en Crítica 2, p. 371.
[23] Ver Cintio Vitier: “De las cartas que me escribió Lezama”, en Para llegar a Orígenes, Letras Cubanas, La Habana, 1984, p. 21.
[24] Ver Cintio Vitier: “Su sueño toca”, en Prosas leves, Letras Cubanas, La Habana, 1993, p. 88.
[25] Ver Cintio Vitier: “Un párrafo…”, en Para llegar a Orígenes, p. 57.
[26] Ver Cintio Vitier: “Martí y Darío en Lezama”, en Crítica 2, p. 371.
[27] Ver Cintio Vitier: “Un párrafo para Lezama”, en Para llegar a Orígenes, p. 63.
[28] Ibid.
[29] Ver Cintio Vitier: “Introducción…”, en Crítica cubana, pp. 469-470.
[30] Ver Cintio Vitier: “La casa del alibi”, en Para llegar a Orígenes, p. 50.
[31] Ver Cintio Vitier: “Introducción del coordinador”, en Paradiso, ed. cit., p.xx.
[32] Subrayado mío.
[33] Ibid., p. xxvi.
[34] José Prats Sariol: “Paradiso: recepciones”, en Paradiso, ed. cit., p. 568.
[35] Ver Enrico Mario Santí: “Epílogo o posdata”, en Bienes del siglo sobre cultura cubana, FCE, 2002, pp. 189-195.
[36] Ver Cintio Vitier: “Introducción del coordinador”, ibid., pp. xxi-xxiv.
[37] Ver Raquel Carrió Mendía: “La imagen histórica en Paradiso”, en Paradiso, ed. cit., pp. 539-555.
[38] Ver Fernando Martínez Laínez: “Entrevista con José Lezama Lima”, en Palabra cubana, ed. cit., pp. 66-67.
[39] Ver José Prats Sariol: “Lecturas concurrentes: resúmenes críticos de los capítulos de Paradiso. Capítulo viii. Erotismos”, en Paradiso, ed. cit., pp. 661-662.
[40] Ver Cintio Vitier: “Reconocimientos”, en Paradiso, ed. cit., p. xxxi.