walser en la nieve
Érase una vez una ciudad. Sus habitantes eran simples muñecos. Pero hablaban y caminaban, tenían sensibilidad y movimiento y eran muy corteses. No se limitaban a decir «buenos días» o «buenas noches», sino que también lo deseaban, y de todo corazón. Tenía corazón aquella gente. Y eso que era gente de ciudad por los cuatro costados. Suavemente -y a regañadientes, como quien dice- se habían desprendido de su componente rústico y grosero. Su corte de ropa y su comportamiento eran de lo más refinado que un hombre de mundo o un sastre profesional hayan podido imaginar jamás.
Nadie llevaba ropa vieja o raída ni excesivamente holgada. El buen gusto había impregnado a cada uno de los habitantes, no existía eso que llaman plebe, todos eran perfectamente iguales en cuanto a modales y educación, sin ser, no obstante, parecidos, lo que sin duda hubiera sido aburrido. En la calle sólo se veía, pues, gente bella y elegante, de noble y desenvuelto porte. La libertad era algo que sabían manipular, dirigir, frenar y conservar con sumo refinamiento. De ahí que nunca se produjeran transgresiones relacionadas con la moral pública. Y menos aún ofensas a las buenas costumbres. Las mujeres, sobre todo, eran estupendas. Su vestimenta era tan fascinante como práctica, tan hermosa como seductora, tan decorosa como atractiva. ¡La moralidad seducía! Por la noche, los jóvenes salían de paseo detrás de esa seducción, lentamente, como soñando, sin caer en movimientos presurosos ni ávidos. Las mujeres iban vestidas con una especie de pantalones, unos pantalones de encaje por lo general blancos o celestes que, por arriba, terminaban en un talle muy ceñido. Los zapatos eran altos y de color, del cuero más fino. ¡Era una delicia ver cómo los botines se ajustaban a los pies y luego a la pierna, y cómo ésta sentía que algo precioso la ceñía y los hombres sentían que la pierna lo sentía! Llevar pantalones ofrecía la ventaja de que las mujeres ponían su espíritu y lenguaje en su forma de andar, que, oculta bajo la falda, se siente menos juzgada y observada.
Todo era, en general, un sentir único. Los negocios iban de maravilla, porque la gente era despierta, activa y honesta. Era honesta por educación y buen tipo. Complicarse unos a otros esa hermosa y fácil existencia no les hacía ninguna gracia. Dinero había suficiente y para todos, pues todos eran tan juiciosos que pensaban antes que nada en lo necesario, y todos facilitaban a todos el acceso al buen dinero. Domingos no había, como tampoco una religión por cuyos dogmas pudieran disputarse. Los lugares de esparcimiento eran las iglesias, en las que se reunían para meditar. El placer era para aquella gente una cosa sagrada, profunda. Que permanecían puros en el placer era algo evidente, pues todos tenían la necesidad de hacerlo. Poetas no había. Los poetas no hubieran podido decir nada nuevo ni edificante a gente así. También brillaban por su ausencia los artistas profesionales, pues la habilidad para cualquier tipo de arte se hallaba ampliamente difundida. Es bueno que los hombres no tengan necesidad de artistas para ser gente artísticamente despierta y talentosa. Y aquellos lo eran, porque habían aprendido a proteger y utilizar sus sentidos como algo precioso. No necesitaban buscar giros lingüísticos en los diccionarios porque ellos mismos poseían una sensibilidad fina, fluida, alerta y vibrante. Hablaban bien dondequiera que tuviesen la oportunidad de hacerlo; dominaban el idioma sin saber cómo habían llegado a hacerlo. Los hombres eran bellos. Su comportamiento correspondíase con su educación. Muchas eran las cosas que se deleitaban y ocupaban, pero todo guardaba relación con el amor por las mujeres guapas.
Todo quedaba enmarcado en una relación delicada y ensoñadora. Se hablaba y pensaba con gran sensibilidad sobre cualquier cosa. Los asuntos financieros eran abordados con mayor tacto, nobleza y sencillez que hoy en día. No existían las denominadas cosas sublimes. Imaginarse alguna hubiera sido intolerable para aquella gente, sensible a la belleza del mundo existente.
Todo cuanto ocurría, ocurría con intensidad. ¿Sí? ¿De veras? ¡Qué tonto soy! No, no hay nada cierto de aquella ciudad y aquella gente. No existen. Son pura y simple invención. ¡Muévete, muchacho!
Y el muchacho salió a pasear y se sentó en el banco de un parque. Era mediodía. El sol birllaba a través de los árboles y salpicaba manchas en el camino, en las caras de los paseantes, en los sombreros de las damas, sobre el césped: era un sol muy travieso. Los gorriones retozaban saltarines, y las niñeras empujaban sus cochecitos. Era como un sueño, como un simple juego, como un cuadro. El muchacho apoyó la cabeza en el codo y se integró en el cuadro. Poco después se levantó y se fue. Calro que esto es asunto suyo. Luego vino la lluvia y difuminó la imagen.
Creo que he escrito esta escena antes, pero volveré a hacerlo. En una barca, en medio de un lago, hay un hombre y una mujer. Muy por encima, en el oscuro cielo, está la luna. La noche es tranquila y cálida, ideal para esta soñadora aventura de amor. ¿El hombre del bote es un secuestrador? ¿La mujer es la víctima feliz y encantada? Esto no lo sabemos; solo vemos cómo se besan el uno al otro. La oscura montaña yace como un gigante en la brillante agua. En la orilla hay un castillo o una casa de campo con una ventana encendida. Ningún ruido, ningún sonido. Todo está envuelto en un silencio negro, dulce. Las estrellas titilan arriba en el cielo y también hacia arriba desde muy abajo del cielo, que está en la superficie del agua. El agua es la amiga de la luna, ha tirado de ella hacia sí y ahora se besan, el agua y la luna, como novio y novia. La bonita luna se ha hundido en el agua como un osado joven príncipe en un torrente de peligro. Se refleja en el agua como una cariñosa y bella alma se reflejaría en otra alma sedienta de amor. Es maravilloso ver cómo la luna se asemeja al amante ahogado en el placer, y cómo el agua se parece a la feliz amante que abraza a su real amor. En la barca, el hombre y la mujer están completamente silenciosos. Un largo beso los mantiene cautivos. Los remos yacen perezosos en el agua. ¿Son felices, serán felices, los dos que están en el bote, los dos que se besan, los dos sobre los que brilla la luna, los dos que están enamorados?
[1914]
Un pequeño paseo
Hoy he paseado por las montañas. El tiempo era húmedo, y toda la región estaba gris. Pero el camino era suave y en algunos tramos muy limpio. Al principio tenía puesto el abrigo; pero pronto me lo quité, lo doblé y me lo puse en el brazo. El paseo por el maravilloso camino me daba más y más placer; primero subí y después bajé. Las montañas eran enormes, parecían girar. Todo el mundo montañoso me parecía como un enorme teatro. El camino se arrimaba espléndidamente a las faldas de la montaña. Entonces descendí a un profundo barranco, un río rugía a mis pies, un tren pasó a toda velocidad junto a mí con un magnífico humo blanco. El camino atravesaba el barranco como una tranquila corriente blanca, y según iba caminando me parecía como si el estrecho valle se estuviera doblando y enrollando alrededor de sí mismo. Nubes grises cubrían las montañas como si fueran su lugar de descanso. Me encontré con un joven viajero con una mochila a la espalda, que me preguntó si había visto a otros dos jóvenes compañeros suyos. No, dije. ¿Había llegado aquí desde muy lejos? Sí, dije, y continué mi camino. No mucho después vi y oí a los dos jóvenes caminantes pasar con música. Un pueblo era especialmente bonito, con sus humildes viviendas muy juntas bajo la blanca escarpadura. Vi unos cuantos carros, nada más, y había visto varios niños en la carretera. No necesitamos ver nada fuera de lo ordinario. Ya vemos tanto.
[1914]
Una especie de discurso
El diputado, como ejercía en los suburbios metropolitanos sus irresponsabilidades adornado todo de verde, acto seguido lanzaba miradas muy turbadas al techo, una consolación.
Sin duda hubiera sido un padre espléndido. Somos los últimos que ponemos en duda la cantidad de su nobles intenciones, de alguna manera dulces.
En sus días de juventud asentía levemente con despreocupada paciencia a los poetas que le eran presentados en su palco de la ópera.
En lo que concierne a su mujer, su primer error fue seguirlo fervorosamente en los caminos de sus usurpaciones, haciéndole así creer, taimadamente, que ella lo quería mucho. En segundo lugar, ella también estaba involucrada con su propio hermano, que nunca se daba por satisfecho, en sus solitarias escaladas, mientras las brisas matutinas susurraban a su alrededor, en una cumbre de tamaño medio.
Así que era más una hermana que una esposa y casi una egoísta más que una intérprete de sus realmente encantadores deberes. Por encima de todo, era una belleza y nunca, durante toda su vida, superó esa idea.
Ahora acerca de los hijos, que llevaban joyeros por los bosques nocturnos, como si eso fuera vital para ellos y su mundo.
Uno de ellos soñaba solo con desaparecer enteramente de la vista. Ha debido de leer excitantes historias a menudo. Como persona, además, no había nada más que decir de él. Así que lo descartaremos.
El segundo vivía, como un recluso, en una villa que una hiedra ocultadora había convertido casi en invisible.
La barba del habitante de esta casa de campo crecía cada hora, hasta que salió por la ventana, con lo que vio completada la tarea de su vida. Una creencia que le permitimos gustosamente.
El tercero encontró una razón para ser inconcebiblemente desprevenido a causa de una soprano, todo naturalmente tras la preciosa espalda de su madre, que tenía una manera de decir: «Mis hijos me desagradan».
La hacían sufrir, ella los hacía sufrir, y el patriarca sufría por su esposa, y los productos sufrían a causa de los productores. Esta familia, a la que muchas familias admiraban sin vacilación, presentaba una pomposa carencia.
Ninguna pluma puede describir los suspiros que lanzaban juntos.
Se cometía un disparate tras otro.
¿De qué vale el decorado más deslumbrante?
El padre no tenía reposo hasta que podía decir: «¡Una maldita cosa después de la otra!».
Todos los miembros de la familia anhelaban que los lloraran constantemente; las hijas encontraban a su profesor de idiomas fascinante.
Entretanto, un libro había tenido demasiadas ediciones, un libro que tenía la virtud de estar bien escrito. El libro tenía ritmo. La familia de la que estamos hablando también tenía ritmo. Había una isla mediterránea en él, donde las mejores oportunidades de percibir las realidades se alejaban como en un sueño.
Todavía hoy está ahí, testigo de la desgana de lavarse a uno mismo espiritualmente, de la forma adecuada.
Pero todos ellos llevaban ropa adecuada y eran virtuosos de la insatisfacción.
Y entonces puede que la que tenía la responsabilidad se adelantara y dijera a su hijo:
«¡Te ordeno que sufras!».
Él se rio de ella.
Ella dice: «¡Vete de mi vista!», pero desea en su interior que no obedezca, lucha penosamente con su compostura.
Ella se siente culpable e inocente.
Maldice la época que le ha tocado vivir.
«¡Cuéntame todo! ¡Justifícate!».
Él responde tranquilamente: «Todo eso desea quitarse los grilletes, despreciar lo que el mundo que te rodea te impone, ¿no es eso lo que me estás metiendo? Lo que me prohíbes hacer, deberías prohibírtelo a ti misma también», y suavemente añade: «¡Desenfrenada mujer!».
Tras lo cual tuvo una discusión con su marido. Si tuviera ganas de hablar repetiría los reproches que ella le dijo a él.
Sus palabras le golpearon la cara.
Él pensó que era muy noble escucharla respetuosamente.
Pero su compasión fue un martirio para ella. Quizás se pueda decir que el tacto es el punto desde el que la impotencia se difunde más y más hacia el mundo masculino. La defensa hasta las últimas no parece ser acertada. Si un hombre perspicaz, si es conciliador, cede, es sumiso, los lazos no se desgarran, por supuesto, pero aún penden de él, más como hilos, quiero decir en lo que concierne al orden, y las mujeres no han ganado nada, si uno las deja ganar, aunque ellas se digan a sí mismas otra cosa. Así que él siempre la esquivaba, educadamente.
Una respuesta imprudente la hubiera herido.
Juntos, al huir el uno del otro, envenenaban el ambiente.
¿En qué clase de gente pienso, cuando digo esto?
¿En mí, en ti, en todas nuestras pequeñas y teatrales dominaciones, de las libertades que no son tales, de las no libertades que no se toman en serio, en estos destructores que no dejan pasar la oportunidad de hacer una broma, en la gente que está desconsolada?
Bien, podríamos ir de persona en persona, dejando que cada una dijera algo nuevo, nuevo pero también viejo.
Puesto que constantemente se repetían. Cada una tenía su propia clase de idea fija.
Y, en los teatros, se representaban obras que cansaban las almas de los espectadores, los hacían rebeldes y perversos, sumisos y ansiosos de la guerra.
¿Debería uno hablar claro o permanecer en silencio?
[1925]