Enrisco: El Comandante ya tiene quien le escriba.
Arístides Fernández: 4 relatos
Óleo sobre tela, 39 x 31,5 cm
Selección del libro Cuentos, publicado por la administración municipal de Mariano en 1959
Escribió diecisiete relatos al final de su vida que fueron publicados póstumamente.
1
Octubre 23.
Las cosas raras y extrañas, inverosímiles, macabras, me atraen. Sin quererlo me he visto siempre envuelto, a veces como actor y otras como espectador, en tragedias palpitantes, propias de loco; aventuras increíbles, fantásticas…
Caminaba una mañana al azar, sin rumbo fijo. —¿Por qué salí de mi casa aquella mañana sin un fin premeditado? ¿Qué me obligaba a transitar por lugares que no acostumbraba a visitar? ¡La fatalidad, sin duda! ¡El destino, que rige nuestros más pequeños hechos! La fatalidad y el destino. He ahí dos palabras que explican toda mi vida, dos palabras que están ligadas como un todo a mi espíritu—Caminaba tranquilo, al azar, cuando posé la vista en los escaparates de una imprenta; tuve deseos de entrar, me paré un momento y pensé: ¿qué puedo comprar aquí? Maquinalmente revisé con la vista las vidrieras, ¿papeles, lápices?.... Quedé por un momento indeciso, por fin entré.
Era un establecimiento grande, moderno. A mis oídos llegó un ruido confuso, desagradable; a poco de estar allí precisé los sonidos; el chirriar del linotipo, de golpecitos leves, casi suaves; el ensordecedor de la máquina de imprimir; el zumbido de la máquina de coser… y todas movían graciosamente sus bocas, sus vientres enormes.
Hombres vestidos de azul en encorvaban en silencio bajo las bombillas eléctricas con movimientos automáticos; los encuadernadores de ágiles manos se perdían tras las tongas de papel impreso; y un olor fuerte, de tintas y cola, flotaba en el ambiente. Las manchas de grasa eran como huecos en la semioscuridad.
Los dependientes del establecimiento estaban tan ocupados que el cortador abandonó el trabajo para atenderme.
Rápidamente fui servido, pero cuando llegamos al capítulo del papel, éste resultó ser muy grande; yo quería hojas pequeñas; así se lo manifesté al operario.
—Ni importa—contestó—podemos cortarlas del tamaño que usted desee.
Mientras hablaba, yo lo miraba, era un hombre alto y flaco, de cara larga color de cera sucia; vestía pantalón azul y camisa blanca, toda llena de manchas de grasa.
Calculó el tamaño y colocó el papel en la guillotina, una máquina tan alta como un hombre, de acero blanco y tajante; por tres veces bajó la cuchilla con ruido suave, rápida como una centella; la tonga de papel quedó cercenada correctamente.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo. La mano de aquel hombre jugueteaba bajo la decapitadota hoja. Lleno de zozobras estuve mientras duró la operación; un movimiento falso y la mano quedaría tronchada tan limpiamente como un blando queso.
Tranquilamente el hombre amarraba los paquetes. Mis ojos no se apartaban de su mano derecha; mi vista fija sobre aquellos dedos, sobre aquellos músculos, quería ver lo que en el fondo de mi conciencia se iba plasmando. Al fin comprendí, y vi con horror… que aquella mano no era de aquel hombre… que no quería estar con aquel cuerpo. Que se resistía a sus movimientos. Que no era obediente. Me pareció que ya estaba muerta, que quería separarse del brazo aquel… Sí; eso es; ¡quería separarse del brazo! ¡Aquellos dedos eran muy torpes en obedecer!
La mano ni pudo engañarme, únicamente yo pude comprender su mudo lenguaje; el aburrimiento que sentía en pertenecer a aquel cuerpo; el deseo tan grande que había en ella de liberación, de separación, y en la vaguedad del ambiente brillaba su futura cómplice, la fina cuchilla de la guillotina.
¡Me marché! ¡Sí, señores, me marché! Recogí mis bultos apresuradamente y salí de aquel lugar más que aprisa, pensando no volver más nunca por aquella tienda… A propósito, ¿ustedes no se han fijado que hay personas que tienen algunas partes del cuerpo que desentonan con el todo, como si hubiesen sido puestas a la fuerza, remachadas a martillazos en aquel lugar? En cuerpos finos y delicados manos de leñadores; en caras horrorosas y cabezas deformes, cuerpos deliciosos… Miembros torpes que obedecen de mala gana, como cansados de sus dueños, y que se nota en ellos un deseo de separación.
Cuando leo en los periódicos: «En la mañana de ayer el tren de las once y cuarenta y cinco arrolló al señor… al transitar dicho señor por el crucero tal; llevado el herido con toda prontitud a la mesa de operaciones hubo que amputarle la pierna izquierda. El hecho se estima casual». Pienso siempre, pero siempre, que no es verdad la tal casualidad, que todo fue premeditado por… sus piernas. ¿Qué, lo dudan ustedes? ¡Bueno, a mí me importa poco! ¡Yo sé que es así! La tal casualidad no existe. Las piernas llevaron al señor… al lugar del hecho, porque ellas, las piernas, querían separarse; el deseo de separación estaba latente en ellas desde hacía mucho tiempo y habían encontrado el momento propicio. La mentalidad humana es incapaz de percibir este proceso subconsciente de las cosas; pero yo adivino, más que adivinar comprendo, más que comprender veo, veo claro. Algún día—si es que mis contemporáneos no me encierran en algún manicomio por loco, pues los hombres que dicen las cosas que yo digo tienen que aparecer como locos—, escribiré un libro tratando estos fenómenos del cerebro, del alma, tan complejos, tan difíciles.
Desde aquel día estuve inquieto, mi voluntad se anulaba, mis deseos eran muy grandes; quería conocer, ver el fin de la mano.
Pasados varios días la malsana curiosidad me hizo volver a la imprenta con un pretexto cualquiera, una pequeña compra, cualquier cosa, y desde entonces, día por día, acecho a mi hombre. Diariamente doy mi vueltecita por el lugar.
De memoria sé todo lo ha de ocurrir; sé que la mano ha de separarse pronto del cuerpo, muy pronto. Tarde o temprano sucederá… la mano me lo ha dicho.
¡Pero, se necesita estar ciego para no ver las cosas! ¿Cómo el hombre no comprende… y los demás? ¡Qué ciegos son!
¡Qué diablos! Desespero de que llegue ese momento, ¡cuánto tarda! La impaciencia me consume.
Me gusta que lo que ha ocurrir, sea pronto, enseguida… Desatiendo mil cosas por rondar, por acechar, y eso me fastidia.
Algunas veces la cólera, la ira se apodera de mí, en esos momentos, yo mismo, a la fuerza, le pondría la mano debajo de la cuchilla.
¡Se acerca el término de mi espionaje!... por fin… qué alegría más grande he tenido; hoy la mano estaba más torpe que nunca, más pálida, y seguramente más fría.
Noviembre 13.
¡Al fin! Hoy me acerqué al hombre, y con risa malévola le pedí que cortara unos papeles. Sabía, tenía la seguridad que lo pedido era un crimen, y por eso en mi voz había tanta persuasión, tanta dulzura… ¡Era suplicante!
Un descuido del cortador y el brazo quedó cercenado como rebanada de pan. Un grito ahogado y la mano quedó libre, libre… Sentí los huesos bajo la rápida cuchilla; la sangre lo inundó todo…
Una mano pálida, verdosa y palpitante quedó besando el fino acero.
Respiré, al fin yo no tendría que rondar más, ya podía comer tranquilo, y dormir.
2
Cuando el despertador que estaba sobre la mesita de noche marcó las seis y media, rompió a sonar estrepitosamente.
El Sr. Juan se despertó y estirando el brazo cogió entre sus manos el escandaloso reloj, interrumpiendo el mecanismo que hacía sonar la campana. Por un momento el Sr. Juan estuvo quieto en la cama, con la vista fija en el techo, libre el cerebro de todo pensamiento; en ese estado de dicha semiinconsciente que tienen algunos seres al despertar.
Bostezó un momento, estiró todos los miembros, que crujieron voluptuosamente, apretó los puños, y haciendo un pequeño esfuerzo de voluntad se sentó en la barra de la cama. Escondió los desnudos pies en unas viejas pantuflas de pana desteñida, que en tiempo remoto debieron de ser azules; caminó hasta el centro de la habitación con la camisa de dormir batiéndole las pantorrillas, gruesas y sin formas como salchichas; tiró del cordel que abría el postigo alto que daba a la calle, y un chorro de luz inundó la habitación. Un sol dorado jugueteó en la blanca pared.
El Sr. Juan vació la jarra de agua, que estaba sobre la mesa, en la descascarada palangana que lucía su dudosa blancura sobre un cajón arrimado a la pared.
Los muebles que adornaban el cuarto eran pobres, casi miserables; una mesa vieja de pino, pintada de negro; dos sillas desvencijadas; baúl de antaño, dos armarios cojos, calzados con trocitos de madera; una tabla ancha, clavada en la pared en sentido horizontal y cubierta con cretona llamativa, que hacía las veces de guardarropía; sobre un mármol viejo una estufilla de alcohol; una mesita de noche y cama de hierro pintada de azul con flores rosadas. Cubrían las paredes litografías de Napoleón en Marengo, Napoleón en Arcole, Napoleón en Moscow, etc.
Después de lavado, el Sr. Juan peinó sus cabellos blancos con cuidado. Enfundó las piernas en unos pantalones de fino paño, color de cucaracha, brillante por los años y el uso; calzase botas negras y lustrosas. Siguió vistiéndose despacio y con cuidado, limpiando la menor mancha que observaba sobre su viejo traje. Ya vestido, se cubrió la cabeza con un sombrero de paño que hacía juego con el color del traje. Llenó los bolsillos de mendrugos de pan. Echó un vistazo cuidadoso a sus objetos y salió al pasillo cerrando con doble vuelta de llave la puerta de la habitación.
El Sr. Juan era un anciano de más de sesenta años, de estatura pequeña y metido en carnes; tenía la cara redonda y bondadosa, las mejillas sonrosadas; llevaba el bigote recortado, casi tan blanco como la cabeza; el pelo largo y espeso se desbordaba bajo el sombrero; la frente espaciosa y clara, de una blancura fresca, agradable; los ojos azules de mirada suave y franca.
Usaba lentes de aros de oro, que lo asemejaban a un viejo filósofo enfrascado en problemas trascendentales. Siempre muy limpio, muy pulcro, ajustada la levita. Era un vejete fresco y bien oliente.
El Sr. Juan bajó con cuidado la escalera que daba al patio. Aquel patio grande y cuadrado donde los inquilinos de la planta baja cocinaban al aire libre. Varias mujeres lavaban ropas en el fregadero, charlando de mil cosas. Una vieja soplaba en la hornilla de un fogón, empeñada en hacer arder trozos de madera húmeda, que levantaban una espesa humareda.
Un viejo sarmentoso, sentado en grosero taburete, recibía las noticias del naciente sol, extático como ídolo indio; a su lado un niño desnudo aporreaba con los zapatos el depósito de la basura.
El Sr. Juan dio los buenos días y salió a la calle saludando a la encargada, la Sra. Pilar, que parada en la puerta contemplaba como se alejaba el viejo, camino del parque.
Pilar hacía más de quince años que era encargada de la casa. Basta, mal tallada y de genio áspero, sabía cobrarle a los inquilinos. Si alguien le hubiese preguntado por el Sr. Juan, en pocas palabras hubiera dicho todo lo que sabía de él: Una mañana, diez años atrás, se presentó con sus muebles escogiendo la habitación que ocupaba. Que pagaba puntualmente, que era poco comunicativo, no permitiendo nunca la entrada en su cuarto. Siempre lo había visto salir con el mismo traje y a la misma hora todas las mañanas, regresando a las diez con un cartucho, donde traía la comida, pues varias veces le había oído decir que sentía asco a la comida de las fondas, preparándose él mismo los alimentos. Que vivía de una pequeña renta, y que era un viejo tranquilo, viviendo en paz con los vecinos, de quienes era muy estimado. Al mediodía salía a dar algunas clases de matemáticas, que según él, le ayudaba a vivir. Pero sobre todo, lo más interesante del Sr. Juan, por lo que más se le conocía, era por su afición, por su manía por los gatos, a pesar de que con él no vivía ninguno. Tipo popular en aquella parte de la ciudad.
El zapatero de la esquina, que era hombre de alguna instrucción decía del viejo: Un excéntrico que siente más placer en el trato de los animales que en el de los hombres.
El Sr. Juan era más conocido por el nombre de «el viejo de los gatos». El Sr. Juan sentía amor inagotable por los gatos, por muy entretenido que estuviese, todo lo dejaba para contemplar con mirada cariñosa y complaciente los movimientos de algún felino.
Si caminaba por la calle y topaba con algún gato, se agachaba y acariciaba al animal.
Los gatos, desconfiados de por sí, reconocían en el viejo a un amigo. Aquella mañana el Sr. Juan llegó al parque y se sentó en su banco favorito, bajo la sombra del centenario laurel, entre platanillos de flores rojas y amarillas.
Sacó de los bolsillos los recortes de pan y empezó a llamar a los gatos con un silbido especial. Aquel era su placer favorito. Los animales fueron llegando; sin temor y familiares saltaban sobre las piernas del viejo, sobre los hombros. Para todos tenía mimos y pan. Los gatos movían las colas con satisfacción y maullaban bajito; algunos se estiraban y tomaban la forma del arco. Saltaban sobre el banco y restregaban el cuerpo contra las ropas del Sr. Juan.
Un gato de piel negra y brillante, grande y gordo, era el preferido, para él las mayores caricias, las palabras más dulces, las tajadas más grandes. Por un momento el viejo lo levantó a la altura de la cara, y la cabeza blanca resaltaba al lado de la mancha negra de la piel, los largos bigotazos del felino acariciaban las mejillas del anciano.
Algunos curiosos se paraban breves momentos contemplando el cuadro del anciano aquel y los gatos; estos sumaban más de veinte, unos, sentados muy tranquilos sobre sus patas traseras, lamiéndose las manos y los otros en torno del viejo, el cual había vaciado todos sus bolsillos.
Al día siguiente el anciano no salió a la calle, los vecinos se extrañaron, pues en diez años dejaba, por primera vez, de salir.
Pilar tocó con los nudillos en la puerta de la habitación, temerosa de que el viejo estuviese enfermo.
—¿Quién es?—preguntó desde dentro la voz tranquila del viejo.
—Pilar, Sr. Juan; temí que estuviese usted enfermo, y por eso…
—Aguarde un momento, efectivamente, no me encuentro bien, quisiera que usted me hiciese el favor de traerme de la botica una purga de agua mineral; espere, que le voy a dar dinero.
El anciano estaba malo, los oídos le zumbaban. La vista ida, mareos; verdaderamente, no se sentía bien.
La encargada salió en busca del encargo.
A la mañana siguiente subió Pilar a la habitación del viejo, tocó en la puerta.
—Sr. Juan, Sr. Juan…
De la habitación no salía el menor ruido.
La encargada llamó más fuerte, empujó la puerta y gritó. El silencio en el cuarto era absoluto.
Entonces la mujer bajó la escalera alarmada, y en un momento alborotó la casa. Los vecinos se arremolinaron a su lado.
Dos o tres hombres propusieron forzar la cerradura, después de patear inútilmente la puerta; pero la encargada se opuso.
Determinaron dar parte a la policía.
Cuando forzaron la puerta, yacía el anciano tirado en el suelo con las piernas desnudas al aire y la cara contra el suelo.
Ya estaba frío y los miembros duros; la muerte debió de ocurrir muchas horas antes.
El médico certificó arterioesclerosis.
Al no presentarse ningún familiar del viejo, al juzgado se hizo cargo del cadáver, remitiéndolo a la sala de disección de la Escuela de Medicina.
Pilar pensó que podía haber dinero oculto en los muebles; pero todos estaban cerrados con llave.
La justicia selló la puerta de la habitación.
Aquella noche la encargada no pudo dormir, pensando que el viejo debió de esconder en algún rincón sus ahorros, pues no podía pensar que un hombre tan económico y tan sobrio no tuviese ahorros. Meditó sobre la vida que había llevado el Sr. Juan, y sus sospechas fueron más firmes, no le cupo la menor duda de que el anciano fue un avaro. Lo del asco a las fondas era un cuento; en fin, era un viejo miserable que siempre estaba restregándose con los gatos.
La mujer pasó toda la noche dando vueltas en la cama. A la llegada del alba tenía formado su plan; reclamaría por alquileres.
El día que rompieron los sellos de la puerta de la habitación del Sr. Juan, fue un gran día en la casa. Desde por la mañana todos los vecinos se pusieron en movimiento. Hablaban de grandes cantidades, y el que días antes dijo quinientos, decía cinco mil; en todos los ojos brillaba la codicia.
Por la tarde llegaron los funcionarios de la justicia. Los vecinos se apiñaban delante de la puerta. El juez, algo incómodo, los mandó a retirar del pasillo.
—Nadie en el pasillo, todo el mundo a la escalera.
Mientras rompían los sellos, el juez pensaba: «¿Será verdad lo del dinero del viejo? ¡Buena salvada nos íbamos a dar el secretario y yo, sobre todo yo!»
A pesar de la orden algunos curiosos llegaron hasta la puerta.
Dentro ya de la habitación, los alguaciles abrieron los armarios, después de rasgar los sellos.
Pilar metió la cabeza por la puerta, abriendo desmesuradamente los ojos.
La sorpresa fue general. Los armarios estaban llenos de huesos; cada antepaño contenía cantidades enormes de restos de animales.
—¡Son huesos de gatos!—exclamó una voz.
No fue difícil reconocer aquellos restos como pertenecientes a gatos; había tan cantidad de ellos, que era más que suficiente para montar cien esqueletos. Se veían revueltas cabezas, patas, vértebras, etcétera.
Revolvieron todo el cuarto y de dinero nada.
El secretario desilusionado empezó a levantar el acta.
Un chusco gritó desde el pasillo, al ver la cara larga que ponía el juez: ¡Miau, miau!
En una gaveta se encontró un papel que decía:
«Siendo mis recursos sumamente escasos he tenido que ingeniármelas para vivir. Desde hace más de siete años me alimento diariamente de gatos, que es un plato exquisito y barato; he aprendido a condimentarlos en toda forma.
«De la caza de este animalito he hecho una verdadera ciencia.
«¡Nadie con más habilidad que yo para escamotearlos!
«Si el tiempo me lo permite escribiré un manual de La caza perfecta del gato sin armas.»
«Recomiendo su carne como algo fino.»
Firmaba el Sr. Juan. Y más abajo:
«Postdata: Cedo los huesos al Museo de Historia Natural.»
3
—Ven. Acércate; no tengas miedo.
—Huyendo te has refugiado debajo de la escalera,¡pobre perra de pelo negro!
—¡Cuánta tristeza hay en tus ojos! En tus ojos pardos como el ámbar en la oscuridad; en tus ojos legañosos, inquietos.
—Seres más bestias que tú te han dado de palos, te han echado de su lado. Todos te desprecian porque tu cuerpo está lleno de inmundicias; porque estás sucia; porque eres podredumbre.
—Perra sarnosa, ven… acércate… quiero sentir la caricia de tu pelambrera en mis dedos; la caricia de los humildes llega al fondo del corazón.
—¡La caricia de las bestias tiene algo divino!
—Acércate… no tengas miedo, te quiero porque eres humilde y los hombres te han echado de su lado.
—¡Infeliz!, te enseñaré la vida, te enseñaré a morder para que las manos se abran. Quiero decirte un secreto… ¡Los hombres son cobardes!
—Los dos estamos al margen de las cosas, de la sociedad… seremos buenos amigos.
—Seré desvergonzado, y la gente, al contemplar mi garrote nudoso y tus afilados dientes, nos recibirán cortésmente.
—Cuando veas la sucia pantorrilla de la campesina, que lleva de la diestra al ternero balador; deja el ternero y arremete contra la sucia pierna. Yo, tirado en la hierba moriré de risa.
—En tu asqueroso cuello pondré una cinta azul celeste, clara como mañana de primavera; será un símbolo de tu pureza de bestia.
—Ya tus ojos no implorarán piedad.
—Y bajando por la pradera, tú con tu cinta azul celeste, yo con mi garrote, en marcha conquistadora, entraremos en la ciudad.
4
En una vieja tabla puesta sobre el palanganero de hierro, la cotorra picoteaba los restos de una fruta. Con un sonido bajo y áspero mostraba su satisfacción, sacudía el plumaje con movimiento brusco y ruidoso. Cansada de atacar la fruta, cogía con las patas las semillas y con el duro pico trituraba el hueso en busca de la almendra. Parecía una vieja sesuda delante de un plato exquisito.
Una sombra larga y quieta se proyectó en la puerta de la habitación, interceptando la claridad. El animal tuvo un sobresalto, recelosa dejó de comer y miró fijamente la puerta, un sonido de gallina inquieta se repitió en su garganta como un estribillo, y balanceándose sobre las cortas y nada graciosas patas daba vueltas sobre la tabla. La sombra avanzó por toda la habitación en busca de la otra puerta, atravesó el cuarto a lo largo, indiferente, como ignorando al bicho. Al pasar junto al animal, éste se quiso tirar de la tabla, el hombre no le dio tiempo, de un papirotazo la lanzó al suelo sin interrumpir su camino. Patas arriba la cotorra sobre el mosaico gritó de rabia impotente; su garganta dejó escapar una serie de chillidos ásperos y penetrantes. El hombre respondió con una carcajada. Derrengada y con las verdes alas extendidas buscó refugio bajo la cama. Escondida dentro de un cajón bajo la cama comenzó a chillar, a chillar sin parar. El hombre se acercó a la cama y dándose puñetazos sobre el torso desnudo gritó exasperado.
—¡Cállate, condenada! ¡Animal del diablo! Cállate o te aplasto. Tus gritos me exasperan, crispan mis nervios, me torturan. ¡Diez años ha que eres mi pesadilla, diez años que me persigues como la sombra de un mal espíritu. Sin embargo, te he dejado con vida por el odio feroz que te tengo, porque siento placer en martirizarte! ¡El verde de tus plumas enciende el furor de mi sangre! ¡Cállate!... ¡Cállate!... ¡Cálate!...
El perico dejó de gritar y la sombra del hombre se retiró por los cuartos, oscuros y cerrados a la claridad.
El hombre se debatía en el suelo, todos los objetos revueltos se amontonaban en las habitaciones, el escaparate con las puertas violentadas regaba por todo el cuarto la ropa; el hombre espiaba un rayo de luna a través de la ventana. El hombre amordazado y amarrado de pies y manos era un bulto más en la confusión de tanta ropa regada. Pensó: «Faltarán dos horas para el amanecer».
Dio un suspiro y esperó con la vista fija en los cristales del ventanón.
A poco se quedó dormido.
Cuando despertó el sol estaba muy alto, un rayo brillante y dorado jugaba en los mosaicos. El hombre fijó la vista en la entrada del cuarto vecino; quiso gritar, pero la venda que le amordazaba la boca se lo impidió.
Una sombra pequeña y de vacilantes pasos avanzaba por el cuarto vecino, vacilante como un cangrejo. La cotorra caminó hasta la entrada de la habitación donde el hombre se debatía. Se paró en el cuadro de la puerta y esponjeó sus plumas con una sacudida nerviosa. El cuello rojo brillaba como escarlata, el pico duro y amarillento como marfil. Inició un sonido bajo como un cloqueo, avanzando un pasito. Luego quieta y silenciosa, miró al hombre, con la cabeza de medio lado e inclinada.
El ojo redondo e inmóvil miró fija y largamente, la mirada se hizo dura, sangrienta, irónica. El hombre sintió un estremecimiento de terror.
El ojo redondo era como un metal encendido. El animal comenzó un canto guerrero y de satisfacción, y sobre sus cortas patas se acercó al hombre.
El hombre quiso aplastarla con los pies, pero el pajarraco con un revuelo evitó el peligro, y triunfante, se posó en el pecho del que en el suelo se debatía impotente.
El hombre quiso rodar por el suelo. La cotorra, volando se posó en la cabeza y afianzándose con las garras en las negras greñas, hundió su férreo pico en los ojos del hombre, por dos veces repitió la operación; y cuando saltó al centro de la habitación, dos agujeros horribles sangraban en la cara del hombre.
Luego comenzó una danza triunfal, chillando agudamente, entre los gritos de dolor del hombre.