Relatos

Ángel Santiesteban-Prats

Del libro Dichosos los que lloran

Hambre


Los sargentos recogen las bandejas vacías, tan limpias por las lenguas de los detenidos, que no hace falta fregarlas.

El sonido de la última puerta al cerrarse deja un silencio que los hace sentir más presos, y el aire, escaso y caliente, provoca asfixia.

Ningún detenido se atrevería ni siquiera a alzar la voz para evitar que lo lleven a la celda de castigo por indisciplina. Los sargentos caminan lentamente y se detienen a espiar tras las puertas y a escuchar qué hablan los presos cuando la abulia y el desespero por el encierro les provocan un febril estado de ansiedad que vuelcan en habladurías; luego, los guardias, los delatan con los instructores.

Cuando el silencio parece eterno, algún mecanismo sádico hace que la noche se detenga y dure más de lo acostumbrado; y llega un susurro, una palabra rechinando en las puertas de metales, resbalando en el piso como un vaso de agua; y los detenidos se asustan porque conocen perfectamente las voces de cada sargento, los pasos, la forma que dejan caer las botas mientras caminan, cómo carraspean y hasta sus ronquidos. Por eso, desde sus celdas todos quedan intrigados porque no pueden descifrar de quién es aquella voz, que escapa como un lamento. No es un sueño, alguien habla desde una celda y cada palabra pronunciada toma fuerza; primero no se puede escuchar qué dice, hasta que se entiende algo como un “tengo hambre”, y todavía no se puede creer.

Los pasos de los sargentos pasan por delante de las celdas con prisa buscando, como perros con rabia, de dónde sale aquella voz; abren una ventanita, le dicen que se calle, pero el detenido habla, y por el orificio de la puerta se escuchan las palabras con más nitidez, “perdone sargento, pero no sé cómo soportar el hambre, no puedo aguantar, perdón mil veces, pero yo he sido siempre un hombre de buen apetito”, los guardias siguen aconsejándole que mejor hace silencio, que si continúa le va a ir muy mal; el preso comienza a suplicar, y la súplica se convierte en llanto. Los sargentos le advierten que después ya no va a poder hacer nada cuando él quiera parar, ahora está a tiempo; pero el detenido llora como un niño y pide perdón, nunca fue un hombre de problemas, nunca lo he sido, por favor, entiéndanme.

Se escucha el sonido del candado y luego de los cerrojos que abren con violencia, después el chirrido de las bisagras. El pánico del hombre crece, su llanto se acrecienta mientras las voces amenazantes de los sargentos lo interpelan; ruega que no lo golpeen, los guardias, que entonces se calle y se retirarán y no habría problemas; le insisten en que comprenda que le están dando más oportunidades de la que acostumbran, pero el detenido insiste en que no lo entienden, el problema radica en que no puede soportar el hambre, es algo que no está en él, no sabe cómo controlarla.

Se escuchan algunos golpes y luego el llanto. Los sargentos le preguntan si se va a callar finalmente, y el preso en su llanto indetenible explica que con un pedazo de pan viejo es suficiente, que un poco de raspa le basta, un pedazo de boniato también. Los guardias comprenden que ni siquiera los golpes lo harán callar y deciden llevarlo a la celda de castigo, el llanto se convierte en gritos de pánico, al chinchorro no, por favor, allí no. Y los sargentos forcejean para inmovilizarlo y poder trasladarlo. El detenido gira el cuerpo, lo encoge para luego estirarlo como un resorte y poder escapar de las manos de los carceleros, hasta que ya no puede hacer más movimientos y lo conducen a rastras por frente de las celdas. El preso va llorando y pide disculpas, no quiere que lo tomen como un antisocial, es un hombre bueno, pero de buen apetito, ése es su único delito. Al chinchorro no, tengo miedo, dice. Le quitan la ropa, como establece el castigo, lo echan dentro de la celda y la cierran; pero los soldados comprenden que no han hecho mucho, el detenido continúa pidiendo comida porque es un hombre de buen apetito, está convencido de que esa excusa basta para que lo comprendan.

Los sargentos abren la celda, le advierten que si sigue alterando el orden se van a poner muy furiosos. Pero nada hace que se calle, pide comida una vez tras otra. Un sargento entra desesperado y lo golpea muchas veces hasta darse cuenta que no se callará mientras tenga conocimiento. Otro soldado trae un juego de esposas para las manos y los pies y un poco de vendas para taparle la boca. Forcejean un rato. Después cierran la puerta de un tirón y por los pasos de los sargentos, su resuello y la manera en que dejan caer las botas, deducen que están cansados. Vuelve el silencio, un silencio que habían olvidado por varios minutos.

Al amanecer, abren la celda de castigo. Nadie ha podido conciliar el sueño pensando en el hombre del chinchorro, en la humedad del piso bañado por esa gota de agua que inevitablemente cae desde el techo y choca contra su cuerpo; saben que es irresistible permanecer un día completo allí. Cuando le quitan la venda todavía llora, ahora con menos fuerza, pero aún se escucha claramente su voz: "tengo hambre, por favor, soy un hombre de buen apetito”.


El francotirador

El Rolo, a las cuatro de la tarde, va para el fondo de la prisión como todos los días. Se acuclilla detrás de un muro para que el posta que está en la garita no lo descubra, y comienza a manosearse con delicadeza, primero se escupe la palma de la mano para luego pasarla por su sexo dormido, que lentamente se va irguiendo, abandonando la modorra.

Hay otros edificios más cercanos, pero mantiene su mirada atenta hacia el que está a unos doscientos metros. No podría detallar el rostro ni de los que se asoman por los balcones, simplemente ve sus figuras que se mueven como hormigas. Y aunque bajen y suban muchas personas no se confunde, sabe exactamente cuál es la que espera.

A las cuatro y quince ya está excitado y los movimientos se tornan más rápidos, desliza su mano de un extremo a otro como si la pasara por un sable con doble filo y lo untara de aceite en la víspera de la batalla. Cinco minutos después la descubre cuando rebasa la escalera del segundo piso, porque los muros que rodean el penal no permiten ver la parte inferior del edificio. Según ella asciende los escalones, los movimientos del Rolo son acompañados con temblores, abre la mano y pone los dedos tensos como si fuera a sujetar un hierro al rojo vivo, luego lo toma y aprieta y la mano comienza un movimiento más ágil, desesperado, tratando de aprovechar al máximo la escena en el menor tiempo posible, se pasa la lengua por los labios mientras imagina que la besa y menciona un nombre cualquiera.

Aquella persona que casi no puede detallar, cuyo nombre ni edad conoce, sólo que es una lejana silueta de mujer que entra a su casa a las cuatro y veinticinco, le brinda, desde hace meses, la única satisfacción del día. Cuando ella cierra la puerta, el Rolo la llama, grita, su cuerpo se mueve con espasmos y se crispa; luego deja escapar varios quejidos que se van apagando como el llanto de un recién nacido. Y regresa a la galera con las manos en los bolsillos a esperar la tarde siguiente.

Cuando le preguntamos por qué siempre ha de ser ésa, por qué no otra, cuál es la diferencia, se queda pensando, levanta los hombros, la mirada va de un lado a otro sin saber qué busca, mueve la cabeza negando insistentemente y dice que no puede explicarlo, sólo sabe que ella es especial.