Dos de Gustav Meyrink: Comunicación telefónica con el mundo de los sueños, y El relojero




Comunicación telefónica con el mundo de los sueños


Desde que somos chicos se nos inculca la idea de no dar crédito alguno a los sueños; es curioso que a lo largo de tiempo permanezcamos ciegos y sordos ante los mensajes provenientes de un país que, como sabemos de antemano, consta de pantanos y manglares cenagosos. Y esto no es todo: las imágenes con las cuales nuestro aguzado instinto -es decir, nosotros mismos- habla, se vuelven absurdas y engañosas, porque desde chicos las hemos tenido por fantasmagóricas, o bien como un mosaico formado por los fragmentos de recuerdos vividos durante la vigilia.

Existe un método muy sencillo de poner a prueba el asunto, suponer que los sueños dicen la verdad. Paracelso fue quien probablemente descubrió el misterio, que consiste en escribir con mucho cuidado los sueños, como si fuera un diario nocturno en lugar de uno vespertino, que la mayoría de las veces resulta harto aburrido. Las consecuencias las he experimentado sobre mí mismo, y éstas son: pasado un tiempo prudencial, según la conducta del individuo, se establece una comunicación telefónica con la "otra" región; los sueños adquieren entonces más vida, color e interés. Se requiere bastante tiempo y paciencia, hasta que el vocero del sueño se convence de que no será objeto de burla. Es muy sensible, como un intimo amigo, o -mejor dicho- como la conciencia de cada cual.

Existen múltiples historias, según las cuales los sueños han predicho esto o aquello, por ejemplo una muerte violenta; se trata de algo así como una profecía inevitable, pues quien ha sido avisado busca inútilmente obtener los medios para escapar.

Según la crónica familiar del conde de Bohemia, de nombre Rosenberg, éste cuenta cómo un día, en tiempos de Waliensteins, la condesa soñó que su joven hijo sería mordido y muerto por un león. Días después, preparándose una cacería por los alrededores, la condesa, con clásica lógica femenina, prohibió a su hijo tomar parte en ella. Es evidente que en los bosques de Bohemia no hay leones, pero supongo que la condesa contestaría: "No importa, de cualquier forma puede ser mordido". De modo que encerró al joven en el patio del castillo. El muchacho, furioso, iba de un lado a otro del patio cuando vio en una esquina de la muralla un lienzo, con la figura de un león, que cubría una abertura para disparar ballestas.

"­Por culpa de esa bestia estúpida no he podido ir de caza!", exclamó el joven, dando un puñetazo a la tela.

De la garganta del animal salió entonces una punta de cristal que, clavándosela en la mano, le condujo a la muerte.

Es comprensible que hechos tales hagan pensar a los hombres que no se puede escapar del destino, incluso sabiendo de antemano las circunstancias que lo rodean.

No me importa reconocerlo, la teoría de la prefijación del destino es cierta. Este hecho, por más doloroso que sea, no significa adoptar la actitud del avestruz: taparse los ojos ante el peligro. La idea de que una divinidad juega con nosotros, pretextando que lo hace por nosotros como disculpa, es todavía menos consoladora. Si creemos en el Fatum tenemos al menos una posible salida por el sitio más débil de la red. Reflexionando sobre el hecho, surge esta pregunta: ¿Quién depende del Fatum? ¿Quién es éste, en el profundo sentido de la palabra? ¿Existe alguien que se haya planteado seriamente esta pregunta? 0 bien, actuando en consecuencia, ¿hay alguien a quien el Fatum le haya ayudado a plantearse esta pregunta? Entonces surge a nuestros pies esta contestación:

­ ¡Tú mismo eres el Fatum!

¿Yo? ¿Quién soy yo? Respuesta: Sin duda no eres el que va de un lado a otro, atrapado en la red de las causas y los efectos. Eres una sombra carente de libertad que desgraciadamente imagina ser el misterioso ser que forma la sombra; si logras encontrarla en el profundo abismo donde se generan las cosas, podrás ser libre, podrás quitar los goznes a tu estrella y señalarle el camino que te apetezca.

Volvamos al ejemplo de la condesa Rosenberg, ¿quién era aquella voz que le anunció: "Tu hijo será mordido por un león". Un misterioso y vocinglero pajarraco de la muerte, que no tenía nada mejor que anunciarle: "Esto sucederá y no hay escapatoria posible".

Fue la condesa quien colocó su propio sello en el pájaro de la muerte; éste sólo quería prevenirla, pero la condesa, aunque tenía oídos, no podía oir. Si hubiera sabido el camino que conduce a la fuente de todas las cosas, el país ilimitado de los sueños verdaderos, no se hubiera dejado arrastrar al pantano de los fuegos fatuos.

¿Qué error cometió? Trataré de explicarlo por medio de un suceso en el cual tomé parte:

Era otoño de 1921; en aquel tiempo el canto de sirenas que decía "Traed el oro al Banco de la Nación" ya había dejado de sonar, no porque el Banco de la Nación estuviera cansado de recibir ingresos, sino porque el oro del país sólo se utilizaba para empastar los dientes. De modo que, siguiendo mi sentido común, compré -por medio de un viejo papel de Bolsa- un automóvil también viejo. Los vendedores juraron que no tenía grietas y roturas, pues aquellas habían sido cubiertas con grafito (las del coche, naturalmente, ya que las de las conciencias estaban cubiertas por la promesa de las palabras).

El artefacto tenía un aspecto lamentable; como es natural, estaba libre de impuestos. Me aseguraron que el motor se conservaba en buen estado.

De modo que, por el momento, decidí guardar el coche en un garaje, para hacerle colocar después, en Garmisch, una carrocería nueva. El día de la reparación se aproximó y mi mujer soñó lo siguiente:

En el coche viajábamos cuatro personas: ella iba a la derecha del asiento posterior, a su lado nuestro hijo. Delante iba yo, conduciendo el vehículo, y sentada junto a mí, a mi izquierda, mi hija. Todo parecía ir bien; giramos y entramos en una especie de avenida que se extendía por un paisaje de colinas; al lado de la carretera había un profundo precipicio; de pronto, el coche se acercó a la derecha y cayó en el abismo. Mi mujer y mis hijos resultaron heridos de gravedad; en cuanto a mí, ¡resulté muerto!

Después de esto no sabía qué hacer con el coche: ¿regalarlo? No parecía oportuno, dado su lamentable estado. ¡El sueño de mi mujer se repitió! Una vez, dos veces... ¡toda la semana! El asunto me tenía tan preocupado que pensé en destruir el auto y llevarlo a un desguace.

Pensé en el caso de la condesa Rosenberg, y decidí hacer otra prueba. Antes de dormirme, intenté llegar al sueño profundo, a la incógnita. ¿Qué debo hacer para escapar al Fatum? Durante mucho tiempo no recibí respuesta alguna, pero insistí una y otra vez. Un d¡a desperté con la "conciencia" clara; no puedo explicarlo de otro modo: "Oculta la imagen que ha soñado tu mujer!" Ese fue aproximadamente el consejo que grabó en mi interior el "enmascarado".

Mi mujer había soñado que iba a la derecha del asiento trasero; yo iba al volante, a la derecha. Efectué la siguiente distribución: mi mujer se sentaría a la izquierda; a su lado, mi hija, y después mi hijo; yo me sentaría delante y a la izquierda, pero al volante... ¿quién?

Llamé por teléfono a un conocido mío, comerciante en automóviles, llamado W.

-¨¿Tendría la amabilidad de llevarnos a Garmisch, conduciendo usted el automóvil?

-Con mucho gusto -respondió, y fijamos el día.

Luego llamé al mecánico del garaje donde estaba el coche, diciéndole que verificara otra vez todos los detalles, especialmente las ruedas de la derecha (suponía que allí había algún defecto, pues mi mujer soñó que el auto se había precipitado a la derecha).

Llegado el día fijado, me desperté muy de mañana, preso de grandes remordimientos. ¡Vas a poner al señor W. en peligro de muerte! Me comuniqué con él, pero no llegué a decir nada, pues me interrumpió con estas palabras:

-Me alegro que me haya llamado usted, pues hoy no puedo llevarles a Garmisch, ¡me ha salido un forúnculo en el cuello y me encuentro muy molesto!

¿Significaría esto que el Fatum se sirve de un forúnculo para rompernos el cuello a nosotros cuatro?

Llamé a Garmisch: el jefe del taller se puso al habla.

­ Por favor, señor X, mándeme usted un chófer!

- ¿Por qué?

- No me atrevo a conducir el coche: temo que quizá tenga un defecto. Pregunte usted, a su mecánico, por favor, si está dispuesto a llevar el coche.

Al poco llegó la respuesta.

- Dice que está dispuesto.

Fui al garaje.

- ¿Han examinado todo?

- Sí todo está en orden.

-Por favor, le ruego que examine en mi presencia las ruedas de la derecha.

El mecánico se encogió de hombros sonriendo y obedeció de mala gana.

- ¿Qué es esto? - exclamó de repente -. ¡No entiendo cómo antes se me pudo haber pasado! Las conexiones del eje posterior están rotas. ¡Sospecho que han tapado las roturas con grafito!

- ¿Es posible que durante el viaje se salgan las ruedas?

- No, de ningún modo; puede ocurrir que, de pronto, queden bloqueadas; si el coche va muy de prisa, puede resbalar y volcarse.

- ¿Existe algún peligro yendo despacio?

- Así es poco probable que ocurra.

En ese momento llegó el chófer de Garmisch. Le informé del defecto del coche, y después de un detallado diálogo se declaró dispuesto a ir con nosotros de retorno. Subimos al coche, colocándonos en la forma mencionada; yo me senté a la izquierda del conductor. El coche se puso en marcha enseguida. A las dos horas, cuando pasábamos por Weilheim, mi mujer, dándome unos golpecitos en la espalda, me indicó un precipicio que empezaba a verse ante nosotros.

- ¡Allí! ¡Es un lugar exactamente igual a mi sueño!

- ¡Vaya usted lo más despacio posible! - grité al chófer - ¡No pase de los diez kilómetros por hora!

El hombre se rió burlonamente.

- ¡Haga usted lo que le digo! -ordené

El coche comenzó a derrapar.

- ¿Oye usted eso? - pregunté de repente el conductor - ¡Ahora! ¡Otra vez!, en la parte trasera...

En ese momento el auto basculó como un caballo al que le hubieran cortado los tendones de las patas traseras. Con un movimiento rápido, el hombre accionó los frenos. El coche se detuvo; un poco más de velocidad y hubiéramos caído al precipicio que se encontraba a la derecha.

Después del examen correspondiente, resultó que la rueda no se había salido de su eje, sino que la llanta había saltado. Era ese tipo de llanta denominada "príncipe real". Como consecuencia del accidente, algunos rayos se desencajaron.

- Más les valiera a los príncipes reales gobernar y no inventar - maldijo el chófer.

En todo caso ¡el Fatum había sido derrotado! Tan sólo con tomar algunas medidas especiales y casi infantiles.

Un fatalista diría:

- Estaba escrito en las estrellas que no caerías en el precipicio.

El astrólogo diría:

- No, ha sido una prueba para demostrar que el hombre, utilizando su inteligencia, puede ser dueño y señor de su destino.

A mi parecer, ninguno de ambos tiene razón: la salvación proviene de la fuente que surge del sueño profundo. El escuchar su murmullo bastó para que la red del Fatum encontrara los agujeros de la falla en su red.



El relojero

[La casa de la última farola. Tomo I: relatos, traducción de María González de Buitrago para La fontana literaria, ediciones Felmar]

«¿Esto?, ¿arreglarlo?, hacer que marche otra vez?», preguntó asombrado el anticuario, empujando sus gafas hasta la frente y mirándome perplejo. «¿Por qué quiere usted ponerle en marcha? ¡Si sólo tiene una manilla!... ¡y la esfera carece de cifras!», agregó observando cuidadosamente el reloj a la viva luz de una lámpara, «en lugar de las horas sólo tiene rostros florales, cabezas de animales y de diablos». Empezó a contar; después alzó su rostro con un interrogante en su mirada: «¿Catorce? ¡El día se divide en doce horas! En mi vida he visto una obra más extraña. Le daré un consejo: déjelo como está. Doce horas al día son ya bastante difíciles de soportar. ¿Quién se tomaría hoy el trabajo de descifrar la hora según este sistema numérico? Sólo un loco.»

No quise decir que toda mi vida había sido yo ese loco, que nunca había poseído otro reloj, y que quizás por eso había venido demasiado pronto, y guardé silencio.

De ello dedujo el anticuario que mi deseo de ver al reloj funcionando de nuevo seguía imperturbable; sacudió la cabeza, tomó un cuchillito de marfil y abrió cuidadosamente la caja guarnecida de piedras preciosas y donde -de pie sobre una cuádriga- se veía una criatura fantástica pintada en esmalte: un hombre con pechos de mujer, dos serpientes a modo de piernas; su cabeza era la de un gallo. En la mano derecha llevaba el sol y en la izquierda un látigo.

«Seguramente se trata de un antiguo recuerdo de familia», adivinó el anticuario. «¿No dijo usted antes que se había parado esta noche? ¿A las dos? Esta pequeña cabeza de búfalo roja con dos cuernos indica seguramente la segunda hora.»

No recordaba haber dicho algo semejante, pero, en efecto, el reloj se había parado la noche pasada a las dos. Es posible que hubiera hablado de ello, pero yo no podía recordar nada: me sentía aún muy afectado, pues a esa misma hora había sufrido un grave ataque de corazón y creí que me moría. En un estado de semi-inconsciencia vacilante me había aferrado a un pensamiento: si se pararía o no el reloj. Mis sentidos, ya oscurecidos, me hicieron sin duda confundir el corazón y el reloj asociándolos a una misma idea. Quizá los moribundos piensen de modo parecido. ¿Quizá por eso es tan frecuente que los relojes se paren cuando sus dueños mueren? Desconocemos la fuerza mágica que un pensamiento puede llevar consigo.

«Es curioso», dijo el anticuario después de un rato; mantenía la lupa bajo la lámpara, de modo que un foco de luz cegadora incidía sobre el reloj, y me indicaba unas letras que estaban grabadas en la cara interna de la tapa dorada.

Entonces leí:

«Summa Scientia Nihil Scire».

«Es curioso», repitió el anticuario, «este reloj es la obra de un loco. Ha sido hecho en nuestra ciudad. No creo equivocarme. Existen muy pocos ejemplares de éstos. Nunca había pensado que pudieran funcionar realmente. Creí que eran sólo el pasatiempo de un loco, que tenía el pequeño capricho de escribir su divisa en todos sus relojes: "La mayor sabiduría nada es". No entendí bien lo que quería decir. ¿Quién podía ser ese loco al que se refería? El reloj era muy antiguo, procedía de mi abuelo, pero lo que el anticuario acababa de decir que sonaba como si el "loco" cuyas manos habían construido el reloj viviera todavía.

Antes de que pudiera formular la pregunta apareció en mi imaginación -con más claridad y nitidez que si atravesara la habitación- un hombre que avanzaba en medio de un paisaje invernal, la figura alta y delgada de un anciano, iba sin sombrero, su pelo tupido y blanco como la nieve ondeaba en el viento y su cabeza -contrastando con su elevada figura- parecía pequeña, su rostro sin barba y de rasgos agudamente recortados, los ojos negros y muy juntos, como los de un pájaro de presa. Vistiendo un descolorido abrigo largo de terciopelo raído, como los que llevaban en su tiempo los patricios de Nüremberg, caminaba por aquellos parajes.

«Exactamente», murmuró el anticuario asintiendo con aire distraído, «exactamente: el loco».

«¿Por qué ha dicho exactamente?», pensé. «Por casualidad», añadí inmediatamente; «sólo son palabras vacías. ¡Si yo no he abierto la boca!» Como sucede con frecuencia, ha usado ese "exactamente" para subrayar una frase que acababa de pronunciar; no se refiere en modo alguno a la imagen del anciano que yo estaba recordando; no tiene relación alguna en mi memoria, para despertar hoy, irrumpiendo con a la escuela, tenía que pasar siempre por un muro largo y desolado que rodeaba un parque de olmos. Día a día, durante años incluso, mis pasos se iban haciendo más rápidos a medida que recorría el muro, pues siempre me invadía una incierta sensación de temor. Posiblemente -hoy ya no lo recuerdo- porque me imaginaba (o tal vez lo había oído decir) que allí vivía un loco, un relojero que aseguraba que los relojes eran seres vivientes... ¿o me equivocaba? Si hubiera sido un recuerdo de algún suceso de mis tiempos escolares, ¿cómo es posible que una sensación mil veces vivida haya dormitado en mi memoria, para despertar hoy irrumpiendo con tal vehemencia ... ? Evidentemente, habían transcurrido cuarenta años desde aquello; ¿pero era ésta una razón suficiente?

«Quizá lo haya vivido en el tiempo en que mi reloj señala una hora que no es la acostumbrada», exclamé en tono divertido.

El anticuario se quedó mirándome extrañado al no entender el sentido de mis palabras.

Continué cavilando y llegué a una conclusión: el muro que rodea el parque debe existir todavía. ¿Quién se hubiera atrevido a demolerlo? Entonces corría ya el rumor de que eran las murallas básicas de una iglesia que debería ser terminada en el futuro. ¡Nadie destruye una cosa así! ¿Viviría aún el relojero? Seguramente él podría arreglar mi reloj, al que yo tanto amaba. ¡Si supiera al menos cuándo y dónde le vi! No podía haber sido recientemente, pues estábamos en verano y según la visión que tuve, su imagen aparecía en medio de un paisaje invernal.

Estaba tan inmerso en mis pensamientos que no podía seguir las largas explicaciones que, de repente, había iniciado el anticuario. Sólo de vez en cuando, percibía algunas frases deslabazadas que llegando a mí en un murmullo enmudecían después como un romper de olas en la playa; en las pausas sentía zumbar mis oídos y hervir la sangre como todo hombre viejo cuando escucha atentamente; sólo el ruido del trajín cotidiano le hace olvidarlo; es un zumbido lejano implacable y amenazante: el aleteo del buitre que remontándose desde los abismos del tiempo se va acercando lentamente y cuyo nombre es «muerte»...

No sabía a ciencia cierta si el que me hablaba era el hombre que tenía el reloj en la mano o ese ser que hay en mí, y que a veces despierta en un corazón solitario -cuando alguien se acerca al armario que contiene los recuerdos olvidados- para cuidar, como secreto guardián solícito, de que estos recuerdos no mueran.

En ocasiones me sorprendía a mí mismo corroborando algo que decía el anticuario y luego pensaba: ha expresado alguna idea que me era conocida; pero cuando trataba de reflexionar sobre ella no me era posible sacarla del pasado y percibirla intelectualmente. No: las ideas permanecían rígidas como figuras sin vida; el sonido de las palabras se extinguía antes que el oído pudiera transmitir su mensaje a la mente. No comprendía ya su sentido. Pasando del reino temporal al reino espacial, parecían rodearme como máscaras muertas.

«Si el reloj funcionara de nuevo», dije exteriorizando el martirio de mis reflexiones e interrumpiendo con ello el discurso del comerciante. Lo había dicho refiriéndome a mi corazón, pues sentía que quería olvidarse de latir y me aterrorizaba la idea de que la manecilla de mi vida pudiera pararse de repente ante una flor fantástica, un animal o un demonio, como de hecho se había parado el reloj ante la cifra que indicaba las catorce horas. Así yo quedaría expulsado para siempre a la eternidad de un tiempo ya transcurrido.

El anticuario me devolvió el reloj; seguramente creyó que me había referido a éste.

Mientras recorría desiertas callejuelas nocturnas, cruzaba plazas adormecidas y pasaba por casas soñolientas iluminadas por farolas centelleantes, hube de pensar -por la seguridad con que avanzaba- que el anticuario me había indicado donde vivía el relojero sin nombre, y donde estaba el muro que rodeaba el parque de olmos. ¿No fue él quien me dijo que sólo el viejo podía curar a mi reloj enfermo? ¡Quién sino él podía haberme dado tal seguridad!

También debió describirme -sin que yo fuera consciente de ello- el camino que conducía a su casa, pues mis pies parecían conocerlo exactamente: ellos me llevaron a las afueras de la ciudad haciéndome recorrer una calle blanca que atravesando olorosas praderas estivales parecía conducir a la infinitud.

Pegadas a mis talones me seguían dos negras serpientes, que atraídas por la clara luz de la luna habían salido de la tierra. Quizá fueran ellas las que me sugerían aquellos pensamientos envenenados: no le encontrarás, hace cien años que murió.

Para escapar de ellas torcí rápidamente a la izquierda, adentrándome en un sendero; entonces apareció mi sombra surgiendo asimismo del suelo y las devoró. Ha acudido para guiarme, pensé, y sentí un profundo alivio al verla caminar segura, sin vacilar un instante; continuamente la miraba sintiéndome feliz al no tener que cuidarme del camino. Poco a poco fue acudiendo a mi mente aquella extraña sensación indescriptible que había tenido en mi niñez cuando, jugando conmigo mismo, cerraba los ojos y caminaba con paso seguro sin preocuparme de una posible caída: es como si el cuerpo escapara de todo temor terreno, como un jubiloso grito interior, como un reencuentro con el yo inmortal que exclama: ¡ahora no me puede ocurrir nada!

Entonces apareció el enemigo hereditario que el hombre lleva en sí: la fría y lúcida razón y con ella la última duda de que quizá no encontrara a aquel que buscaba.

Después de caminar largo rato mi sombra se deslizó rápidamente en una zanja que había a lo largo de la calle y desapareció, dejándome solo; entonces supe que había llegado a la meta. ¡En caso contrario no me hubiera abandonado!

Con el reloj en la mano me encontré de repente en la estancia del hombre que -yo lo sabía a ciencia cierta- era el único que podía hacerlo funcionar de nuevo.

Sentado ante una pequeña mesa de arce contemplaba inmóvil a través de una lupa -fijada a su frente por una correa- un objeto diminuto y brillante que yacía sobre la mesa de clara madera veteada. En la blanca pared que se encontraba a sus espaldas había una inscripción con letras en forma de arabescos y ordenadas en círculo como si fueran las cifras de un gran reloj:

«Summa Scientia Nihil Scire».

Respiré profundamente: ¡aquí estoy a salvo! Este exorcismo alejaba de mí la odiada e imperiosa necesidad de pensar, aquellas cavilaciones apremiantes: ¿Cómo has entrado? ¿A través del muro? ¿Por el parque?

En un estante cubierto de terciopelo rojo aparecen en gran número -quizá lleguen al centenar- toda clase de relojes: esmaltados en azul, en verde, en amarillo; decorados con joyas o grabados, unos reducidos al esqueleto, otros lisos y con entalladuras, algunos aplastados o en forma de huevo. Aunque no se los oye -su tic-tac es demasiado débil-, el aire que los rodea se presiente cargado de vida; como si allí estuviese enclavado un reino de enanos en afanoso trajín.

Sobre un basamento hay una pequeña roca de feldespato carnoso, de la que surgen -formadas por piedras de bisutería- flores multicolores; entre ellas, un esqueleto humano con su correspondiente guadaña, que espera -con aire inocente- el momento de segarlas. Se trata de un «relojito de la muerte» de estilo romántico-medieval. Cuando comienza la siega, golpea con su guadaña el fino cristal de la campana, que, como una pompa de jabón o como el sombrero de una gran seta de fábula, está a su lado.

La esfera, situada en la parte inferior, parece la entrada de una cueva donde las dentadas ruedas permanecen inmóviles.

De las paredes -llegando hasta el techo- cuelgan relojes y más relojes: antiguos, con orgullosas caras costosamente enriquecidas; en actitud descuidada, dejan oscilar su péndulo proclamando, en un bajo profundo, su majestuoso tic-tac.

En la esquina, de pie en su fanal de cristal, una «blancanieves» hace como si durmiera; pero un leve palpitar rítmico indica que nada escapa a su mirada. Otras nerviosas damitas de estilo rococó -el orificio de la llave bellamente decorado- aparecen sobrecargadas de adornos compitiendo -hasta faltarles la respiración- por acelerar el ritmo de los segundos. Los diminutos pajes que las acompañan se apresuran emitiendo risitas sofocadas: zic-zic-zic.

Otros, formados en larga fila y cubiertos de hierro, plata y oro, como caballeros armados, parecen borrachos que dormitan emitiendo ronquidos de vez en cuando y haciendo sonar sus cadenas como si al despertar de su embriaguez fueran a luchar con el mismísimo Cronos.

En una cornisa, un leñador con pantalones tallados en caoba, y nariz de cobre reluciente, mueve la sierra sin cesar, desmenuzando el tiempo en partículas de serrín...

Las palabras del viejo me sacaron de mi ensimismamiento:

«Todos han estado enfermos; yo les he devuelto la salud». Le había olvidado, hasta el punto de que al principio creí que su voz era el sonido de uno de los relojes.

La lupa que había empujado hacia arriba aparecía en medio de su frente como el tercer ojo de Schiva y en su interior relucía una chispa: reflejo de la lámpara del techo.

Asintió con la cabeza y me miró con tal fuerza que mis ojos quedaron fijos en los suyos: «Sí, han estado enfermos; han creído que podían cambiar su destino yendo más de prisa o más despacio. Han perdido su dicha cayendo en el error de que podían ser los dueños del tiempo. Librándolos de esta quimera, he devuelto la tranquilidad a sus vidas. Algunos como tú -saliendo, en sueños, de la ciudad en las noches de luna- encuentran el camino hacia mí y trayéndome su reloj me piden, entre quejas y ruegos, que le sane; pero a la mañana siguiente lo han olvidado todo, incluso mi medicina».

«Sólo aquellos que comprenden mi lema», señaló a sus espaldas, refiriéndose a la frase escrita en la pared, «sólo esos dejan sus relojes aquí, bajo mi tutela».

Algo comenzó a clarear en mí mente: el lema debe encerrar algún misterio. Quise preguntar, pero el anciano levantó la mano en actitud amenazante: «No hay que desear saber; la sabiduría viviente viene por sí sola! La frase tiene veinticinco letras; son como las cifras de un gran reloj invisible que señala una hora más que los relojes de los mortales de cuyo ciclo no hay escape posible; por eso los "cuerdos" se burlan diciendo: ¡Mira ése! ¡Qué loco! Se burlan y no se dan cuenta del aviso: "No te dejes atrapar por el ciclo del tiempo". Se dejan guiar por la pérfida manilla del "entendimiento", que prometiéndoles eternamente nuevas horas, sólo les trae viejos desengaños».

El viejo guardó silencio. Con una muda súplica le entregué mi reloj muerto. Lo tomó en su bella mano blanca y delgada y cuando, abriéndolo, echó una mirada a su interior, sonrió casi imperceptiblemente. Con una aguja rozó cuidadosamente la maquinaria de ruedas y tomó de nuevo la lupa. Sentí que un ojo experto examinaba mi corazón.

Pensativamente contemplé su rostro tranquilo. Por qué -me pregunté- le temería yo tanto cuando era niño.

De repente me invadió un espanto sobrecogedor: éste, en quien espero y confío, no es un ser verdadero. ¡De un momento a otro va a desaparecer! No, gracias a Dios: era solamente la luz de la lámpara que había vacilado para engañar así a mis ojos.

Y fijando de nuevo mi vista en él, seguí cavilando: ¿Le he visto hoy por primera vez? ¡No puede ser! Nos conocemos desde... Entonces, vino a mí el recuerdo, penetrándome con la claridad del rayo: nunca había caminado -siendo escolar- a lo largo de un muro blanco; nunca había temido que detrás de éste habitase un relojero loco; había sido la palabra «loco» para mí vacía e incomprensible la que en mi niñez me había asustado cuando se me amenazaba con convertirme en «eso» si no entraba pronto en razón.

Pero el anciano que estaba ante mí, ¿quién era? Tenía la impresión de que también esto lo sabía: ¡Una imagen, no un hombre! ¡Qué otra cosa iba a ser! Una imagen que, como una sombra incipiente, crecía secretamente en mi alma; un grano de semilla que había arraigado en mí, al comienzo de mi vida, cuando en la camita blanca -mi mano en la de aquella vieja niñera- escuchaba medio en sueños aquellas palabras monótonas... que decían... si, ¿cómo decían...?

Sentí en la garganta una sensación de amargura, una tristeza abrasadora: ¡Todo lo que me rodeaba no era más que apariencia fugaz!

Quizá dentro de un minuto despierte de mi sonambulísmo: me encontraré ahí fuera a la luz de la luna y tendré que volver a casa, junto a los seres vivientes poseídos de entendimiento. ¡Muertos en la ciudad!

«En seguida, en seguida termino», oí la voz tranquilizadora del relojero, pero no me sirvió de consuelo, pues la fe que en mi pecho albergara se había extinguido.

¿Cómo decían aquellas palabras de la niñera? Necesitaba, quería saberlo a toda costa... Poco a poco fueron acudiendo a mi memoria sílaba tras sílaba:

«Si tu corazón se te para en el pecho, no tienes más que llevárselo; a todo reloj capaz es él de poner de nuevo en marcha».

«Tenía razón», dijo el relojero distraidamente mientras su mano soltaba la aguja; y en aquel instante se deshicieron mis sombríos pensamientos. Se levantó y puso el reloj en estrecho contacto con mi oído; escuché: marchaba regularmente, en concordancia con los latidos de mi corazón.

Quise darle las gracias, pero no encontré las palabras; me sentía ahogado de alegría y de vergüenza por haber dudado de él.

«No te aflijas», me consoló, «no ha sido culpa tuya. He sacado una ruedecita y la he vuelto a colocar. Estos relojes son muy delicados; a veces no pueden con la segunda hora. ¡Aquí lo tienes! ¡Tómalo de nuevo, pero no digas a nadie que funciona! Se burlarían de ti e intentarían hacerte daño. Desde la juventud lo has llevado contigo y has creído en las horas que marca: catorce en lugar de la una de la madrugada, siete en lugar de seis, domingo en lugar de día laboral, imágenes en lugar de cifras muertas.

¡Sigue siéndole fiel, pero no lo digas a nadie! ¡Nada hay más estúpido que un mártir que se jacta de serlo! Llévalo oculto en tu corazón y en el bolsillo lleva uno de esos relojes burgueses, oficialmente regulados, con su esfera blanca y negra, para que puedas ver siempre qué hora es para los otros. Y nunca te dejes envenenar por el hedor pestilente de la «segunda hora». Como sus once hermanas, está muriendo. La invade un fulgor rojo prometedor como la aurora. Rápidamente se tornará roja como la llama y la sangre. Los viejos pueblos del Este la llaman la «hora de los bueyes». Pasan los siglos y ella continúa apaciblemente: el buey ara. Pero súbitamente -en la noche- los bueyes se convierten en búfalos rugientes, el demonio los acucia con sus cuernos y pisotean los campos en una ira ciega y salvaje; luego aprenden de nuevo a cultivar los campos; el reloj burgués se pone de nuevo en marcha, pero sus manecillas no marcan el tiempo -en su trayectoria circular- del animal humano. Todas sus horas traman algún propósito -cada una con su ideal propio-, pero el mundo se verá invadido por un monstruo.

Tu reloj se ha parado a las dos; la hora de la destrucción. Pero ha tenido la benevolencia de seguir; otros se mueren en ella y se pierden en el reino de la muerte. El ha encontrado el camino hacia aquel de cuyas manos salió. ¡Piensa en esto! Si lo ha logrado es porque tú le has amado y cuidado toda una vida; nunca te has enojado con él, aunque su tiempo no coincide con el de la tierra».

Acompañándome hasta la puerta me tendió la mano al despedirse y dijo: «Hace un momento dudaste si yo vivía o no. Créeme: soy más viviente que tú mismo. Ahora conoces exactamente el camino que te lleva a mí. Pronto nos veremos; quizá pueda enseñarte a curar relojes enfermos. Entonces -señaló el lema escrito en la pared- tal vez esa frase se realice en ti:

"Nihil scire omnia posse
No saber nada es poderlo todo"».